Parábola de los dos pobrecitos imbéciles
Dos hombres se disputaban y reclamaban el poder frente a una muchedumbre que los escuchaba atenta. Eran dos hombres públicos, dos políticos, como comúnmente se les denominaba.
Subió el primero a un podio desde el que dominaba un ancho mar de cabezas alzadas y atentas. Dijo: “Mi grupo y yo hemos gobernado siempre a la deseada perfección de un gran pueblo. Os hemos procurado el pan, los libros y la escuela, el médico y las medicinas, la paz en las calles, en vuestras casas la felicidad a la que tienen derecho todos los hombres libres. Si nos prestáis vuestro voto, seguiremos dando satisfacción a todos vuestros deseos. En cambio si otorgáis vuestro voto a quien hoy se enfrenta a mí, habréis encomendado vuestra vida y la administración de vuestros bienes a un hombre y un grupo falaz, avariento, constante incumplidor de su palabra, corrupto y ladrón probado… En una palabra, a la escoria que llevaría a este noble y antiguo país a la ruina total y a la miseria de los esclavos”.
La multitud, que había escuchado en un silencio de desierto las palabras del prohombre, se removió en un extenso rumor cuando dio su discurso por acabado y el segundo hombre se apresuraba a sustituirlo en el podio. Midió éste a la muchedumbre con una mirada lenta a todo lo largo y ancho de la llanura en que se apiñaba. Dijo tras una pausa: “Habéis escuchado el discurso de mi rival. Si queréis obrar sabiamente y elegir al mejor, os propongo la fórmula más simple y segura. Volved del revés, como un calcetín, cuanto os ha dicho y obrad en consecuencia. Pues, en efecto, él sí que pertenece a la facción más falsaria, incumplidora, corrupta y rapaz. Escoria pura y a la mayor escala imaginable. Sólo nosotros hemos dado pruebas, y las seguiremos dando, de haber empeñado todos nuestros esfuerzos en aseguraros el pan, los libros y la escuela, el médico y las medicinas, la paz y las libertades ciudadanas. Sólo nosotros hemos administrado con la más absoluta fidelidad el tesoro de nuestros sagrados valores y todos los bienes y recursos del erario. He dicho”.
Entre la multitud, volvió a propagarse otro extenso rumor mientras el primer hombre público se disponía a subir al podio en su turno de réplica. De pronto, todos se volvieron de espaldas a la tribuna e iniciaron una apresurada dispersión hacia sus ciudades, pueblos y aldeas, buscando el camino y la verdad de sus casas.
No quedó escrito qué pudo suceder en la anunciada consulta al pueblo. Ni si tal consulta se llevó a cabo nunca. La memoria de los más viejos asegura que se extendió por todo el país una vasta ola de desprecio hacia los dos bandos y sus voceros que ufanamente se plantaban como los mejores y tan apasionadamente se insultaban entre sí. Y un maestro, al que muchos seguían, dijo que los ciudadanos obraban así prudentemente, pues habían dado la espalda a quienes parecían tener al pueblo por sandio e ignorante y habían adquirido ya la costumbre de presentarse ante él tan sobrados de odio y arrogancia como escasos de inteligencia para los más simples menesteres de gobierno.
(De Parábolas para sabios sin nombre. Inédito).
Subió el primero a un podio desde el que dominaba un ancho mar de cabezas alzadas y atentas. Dijo: “Mi grupo y yo hemos gobernado siempre a la deseada perfección de un gran pueblo. Os hemos procurado el pan, los libros y la escuela, el médico y las medicinas, la paz en las calles, en vuestras casas la felicidad a la que tienen derecho todos los hombres libres. Si nos prestáis vuestro voto, seguiremos dando satisfacción a todos vuestros deseos. En cambio si otorgáis vuestro voto a quien hoy se enfrenta a mí, habréis encomendado vuestra vida y la administración de vuestros bienes a un hombre y un grupo falaz, avariento, constante incumplidor de su palabra, corrupto y ladrón probado… En una palabra, a la escoria que llevaría a este noble y antiguo país a la ruina total y a la miseria de los esclavos”.
La multitud, que había escuchado en un silencio de desierto las palabras del prohombre, se removió en un extenso rumor cuando dio su discurso por acabado y el segundo hombre se apresuraba a sustituirlo en el podio. Midió éste a la muchedumbre con una mirada lenta a todo lo largo y ancho de la llanura en que se apiñaba. Dijo tras una pausa: “Habéis escuchado el discurso de mi rival. Si queréis obrar sabiamente y elegir al mejor, os propongo la fórmula más simple y segura. Volved del revés, como un calcetín, cuanto os ha dicho y obrad en consecuencia. Pues, en efecto, él sí que pertenece a la facción más falsaria, incumplidora, corrupta y rapaz. Escoria pura y a la mayor escala imaginable. Sólo nosotros hemos dado pruebas, y las seguiremos dando, de haber empeñado todos nuestros esfuerzos en aseguraros el pan, los libros y la escuela, el médico y las medicinas, la paz y las libertades ciudadanas. Sólo nosotros hemos administrado con la más absoluta fidelidad el tesoro de nuestros sagrados valores y todos los bienes y recursos del erario. He dicho”.
Entre la multitud, volvió a propagarse otro extenso rumor mientras el primer hombre público se disponía a subir al podio en su turno de réplica. De pronto, todos se volvieron de espaldas a la tribuna e iniciaron una apresurada dispersión hacia sus ciudades, pueblos y aldeas, buscando el camino y la verdad de sus casas.
No quedó escrito qué pudo suceder en la anunciada consulta al pueblo. Ni si tal consulta se llevó a cabo nunca. La memoria de los más viejos asegura que se extendió por todo el país una vasta ola de desprecio hacia los dos bandos y sus voceros que ufanamente se plantaban como los mejores y tan apasionadamente se insultaban entre sí. Y un maestro, al que muchos seguían, dijo que los ciudadanos obraban así prudentemente, pues habían dado la espalda a quienes parecían tener al pueblo por sandio e ignorante y habían adquirido ya la costumbre de presentarse ante él tan sobrados de odio y arrogancia como escasos de inteligencia para los más simples menesteres de gobierno.
(De Parábolas para sabios sin nombre. Inédito).