Poemas de viaje (5). Jerusalén
Un viaje de diez días nos deja más recuerdos que cien días de rutina ordinaria. Y hay viajes y viajes. El de Tierra Santa, para un creyente, puede quedar para siempre en la memoria. Ahí se ofrecen los "lugares" vividos en las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Sobre todos ellos, para mí, el Mar de Tiberíades y toda la ciudad de Jerusalén, a la que dediqué el siguiente poema.
JERUSALÉN
Eres hermosa y dueles como la luz desde la mañana,
dueles como la proclamación de la belleza
cuando la piedra asciende y deslumbra como arrancada a la cantera de un astro.
Al tiempo que la luz, rompe la aurora
de las campanas y los claxons,
y un torrente de ruidos, vida, poderosos aromas
baja por los zocos de el-Quds.
“Desead la paz a Jerusalén!
¡Vivan seguros los que te aman!
¡Haya paz dentro de tus murallas!” (1).
Eres hermosa y bien hecha como un mediodía.
Tu eternidad duele en la luz y obliga a cerrar los ojos.
Alta pusiste la meta y el anhelo de las doce tribus,
alto el soñar y poderoso el aliento de una ascensión de himnos.
Vale más un día entre tus murallas, perfectamente dentadas,
que mil fuera de ellas.
Eres hermosa, hija de Sión, y deseada desde antiguo por muchos pueblos,
enjoyada y resplandeciente como para una boda envidiable.
Eres hermosa y dueles desde el Scopus o desde el Monte de los Olivos,
te enciendes de sillares en la Puerta Dorada
y abrazas en los muros de tu templo
la redondez de al-Aksa, el oro en cúpula
de la mezquita de Omar.
Yahvé-Dios-Alá: siempre el Dios verdadero,
el único, el potente, el misericordioso,
honrado por los jasidim de paño negro y riguroso
y en los sombreros e historiadas guedejas de Meá Shearim,
mil veces balanceado tu nombre santo y sacudido
frente al Muro de las Lamentaciones,
añorado en las piedras por los que al fin llegaron de la diáspora.
“Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén en la cima de mis alegrías!” (2).
Yahvé-Dios-Alá desde los alminares,
proclamado por la voz rizada del almuédano,
oliendo en los mercados hondos de los fieles de Mahoma,
metido en mil cabezas bajo el tocado del desierto,
invocado, adorado, basculado desde el suelo y la frente
a los brazos que se alzan
a la Meca radiante.
Yahvé-Dios-Alá: y una riada de cristianos
afluyendo del mundo, levantando torres,
enjoyando el amanecer de campanas,
arrasados por la angustia en Jetsemaní,
exultantes de resurrección en la Anástasis,
en un hormigueo de pasos dolidos o encandilados tras la memoria del gran Galileo.
¡Ascender! ¡Ascender con los de la sangre de Jacob desde la barrancada del Cedrón,
harta de polvo, piedras,
detritus de arrabal y torrentera,
hasta la ciudad santa, luz
bien colocada sobre el monte!
“Por mis hermanos y compañeros
voy a decir: ¡ Shalón! ¡La paz contigo!
Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien!" (3).
¡Shalon, Jerusalén! Un shalon como el fuego
y la luz que desde siglos te consumen en chispas,
luminoso y ardiente como tus altas piedras.
¡Shalon, Shalon! ¡Paz para ti y para todos
los que te aman!
(1) Sal 122.
(2) Sal 137
(3) Sal 122
(Jerusalén, julio de 1965)
(Obra poética, p. 248-249)