Poemas de viaje (7). Nueva York

Aquí dejé escrito que en mis viajes veraniegos en grupo no soy hombre de fotografía. “Nos detenemos aquí media hora para que tomen sus fotos”, grita el guía local en el lugar adecuado. Y todos se lanzan con avidez al botín del monumento único, del paisaje sin igual, de la irrepetible perspectiva urbana. Yo, de antiguo poco amigado con las cámaras, observo y espero, casi con sentido de culpa. Observo y apunto sin lápiz lo que toca a mi sensibilidad, a mi memoria. De algunos de estos viajes han nacido uno o varios poemas. Qué diablos, una imagen no vale siempre más que mil palabras. Ni quizá tanto como una sola palabra, aunque aquí no sea el caso de presumir de valores... El poema que sigue no es una fotografía objetiva de la Nueva York que todo el mundo ve. Es mi foto. O mi vídeo, pues hay en ella una continuidad y varias salidas de la ciudad de ciudades. No me lo planteé quizá muy conscientemente; pero para no ponerme demasiado solemne ni inventar el viejo asombro de lo ya inventado, me dirigí en los versos a la humildad de mis zapatos: livianos y sin peso, sencillos, pero a los que en este viaje les tocó pisar su poquito de gloria.


NUEVA YORK



Eh, mis zapatos domados, tan livianos y humildes,
con las suelas sin peso, casi en alas de espuma:
atrevidos pisasteis las calles de Manhattan.
Ibais a ras de tierra bajo el gran rascacielos, soportando
a un dueño algo habituado a mirar a la altura.
¿Visteis pasar lustrados los zapatos
del Rey de Harlem convertido en conserje?
Poeta en nueva York, lejano, Federico
hubiera podido observar sin rostro los uniformes impecables,
y hoy vosotros sumáis a la memoria
pasos de camareros, disfrazados latinos,
oh lengua de Cervantes en boca de los pobres.
Tantos eran los buildings, la altura tan osada,
tan variados los juegos de la recta y la curva, siempre
la vertical al mando disparada en sus juegos,
como macizas flechas los anhelos del rico,
que, pegados al suelo,
sólo apenas rozabais la sombra de la calle.
Ibais siempre derechos en un mar de cuadrículas.
Una vez aplastasteis la tierra de costumbre
en el Central Park, fresco de riego y sombra.
Y, zapatos de pueblo, de repente os volvisteis
babuchas de santuario, silenciosas, litúrgicas,
casi arrastradas, lentas, detenidas a trechos,
reptando hacia la cima el caracol del Guggenheim,
o cabalgando luego la luz interminable
del Metropolitan compacto, numeroso,
detenidos de pronto, sosteniendo
el estremecimiento de vuestro amo
ante el color, el aire, la pureza
de un primitivo flamenco
o ante las llamas rojas y amarillas
del viento de Van Gogh pasado por el fuego.
Un día os escapasteis sin aviso y sin ruido
al Moma, sus plantas quinta y cuarta,
y tras un recorrido de temblores
pausas y sobresaltos, os plantasteis
ante el Chico con un caballo
y os quedasteis
quietos eternamente ante la fiesta
de Las señoritas de Aviñón.


Zapatos que mis pies se calzaron
en los años ya largos de mi vida,
vosotros, mis humildes, tuvisteis la osadía
de ascender como reyes y pisar
de humillado escabel
el piso ciento dos del Empire State Building,
“todo esto te daré si postrado me adoras”.
Como a una tentación me asomé al panorama:
Allí el Central Park, puerto para los ojos, dilatado respiro
verde isla en la isla del asfalto,
cuarto de respirar con su lago doméstico.
Allá el río East y el río padre Hudson abrazando
bosques de rascacielos, asombro de poderes refugiados
dentro del corazón de Wall Street.
“Los Estados Unidos son grandes”,
rugió Rubén Darío, pero ahora
mis zapatos en alto, mis ojos dominantes
aún más altos son, miran y huellan
la Babel más alzada de la tierra.


También volando fuisteis, mis zapatos,
hasta el cercano Búfalo y después hasta el Niágara.
Qué explosión de grandeza puede domar de blanco
el agua rota, múltiple.
Allá abajo
os dejasteis calar por el potente asperges
de aquel puro, estruendoso bautismo.


Y otro día viajasteis hasta Washington,
pisasteis el hierbín de cercanías
de la Casa Blanca, el Pentágono.
Hechos al ras de tierra no salís en la foto
en que le doy la espalda al Capitolio.
Pusisteis, sí, privilegiadamente vuestras suelas
sobre la misma tierra donde duermen
hartos de muerte y soledad los Kennedy.
Oh, mis zapatos pobres,
ya conocéis el cuerpo de otras tierras
que no logran cubrir la verdad de la muerte.


Zapatos míos, tan sin peso,
de espuma y baratillo:
Cualquier día, de viejos, os pierdo en el retiro.
Pero nadie dirá que antes de tiraros
rotos a la basura
no pisasteis las glorias de este mundo.


(Septiembre de 2005)
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