Pondremos a la tierra un nombre nuevo

Hace pocas fechas comí un menú del día con un amigo misionero del África profunda. Allí no tienen nuestros problemas. Pero en el mundo de los pobres nuestra crisis económica repercute negativamente y acentúa aún más su pobreza. Para ellos, lo nuestro es, perdón, un lujo, una “pobreza de ricos”. Pero es una pobreza que lleva a muchos a situaciones desesperadas. Ya tienen un buen tajo los nuevos responsables políticos. Lo tenemos todos los ciudadanos.

Sin minimizar la angustia de la crisis, teniéndola muy presente, mi oración de hoy va aún más allá. Va a todas las pobrezas y a la pobreza radical del ser humano. Y parte, que nadie se extrañe –tomando como punto de inspiración un cántico del Tercer Isaías-, de una paradójica afirmación en el gozo y la esperanza. Repito: que nadie se extrañe. El profeta anuncia la luz desde la noche cerrada. El creyente verdadero, responsable y activo, ve un final de luz, un sol posible en el ahora, mientras se afana por encender pequeños soles en su entorno.

PONDREMOS A LA TIERRA UN NOMBRE NUEVO

(Is 61,10;62,1-5)


Desbordo de gozo con el Señor
y me alegro con mi Dios.


Me siento nuevo y sin estrenar como un niño,
ingenuo y tan lleno de felicidad que ni necesito la esperanza.
Mi alma ignora la palabra “decepción”,
y me pregunto
qué quieren decir cuando me hablan
de “desamor” o “desengaño”.


Tersa está aún mi piel,
limpia de cicatriz y de amargura.
Un mundo libre y puro nace ante mis ojos,
una tierra nueva, maternal y feliz
que llama “hermana mía” a la verdad
y abraza
como a su propia madre a la justicia.


Y yo me siento libre y alto
y volador y dueño
de palabras hermosas y seguras.


Porque el Poderoso ha vestido mi pobreza
con más belleza y lujo que los de un rey antiguo,
y me ha llenado de sol el alma como a un novio dichoso
o como a una novia enjoyada y radiante
en el mediodía de su boda.


Una siembra feraz se extiende por los campos,
alegra de verdor la cara de la tierra.


Vibrando están al viento como himnos
los árboles del bosque;
y los frutales
dan jugosa bondad y sazonada y dulce
misericordia.


Por amor de Sión no callaré,

por amor de una tierra hermosa y libre no frenaré mi lengua,
por amor de este mundo “bien hecho” por tu mano
no descansaré;


por amor de los hombres y mujeres no dejaré de gritar
hasta que estalle como flor de aurora
una historia de luz, surgente y renovada,
y la salvación llamee en los ojos de los pueblos.


Las naciones, Señor, verán tu justicia;
sus mandatarios se sentirán muy honrados, abrumados, de llamarse servidores.
Y verán a sus gentes vestidas de tu ternura y tu gloria.


Pondremos a la tierra un nombre nuevo,
el que Tú prefieras pronunciar por tu boca.


Será corona fúlgida en tus manos
y diadema real para tus bodas
divinas con el hombre.


Ya nunca llamaremos a esta tierra inhóspita,
ni madrastra cruel, ni valle de lágrimas,
ni dejada de la mano de Dios;


ni llamaremos al hombre lobo para el hombre,
sanguinario Caín, pasión inútil.


Lo llamaremos creado en el amor,
redimido, mimado,
príncipe heredero de tu gloria.
Lo llamaremos hijo.


(De “Salmos de ayer y hoy”, p. 136-38).
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