Trascendencia

A aquel ingenuo le lastraba siempre un último grado de insatisfacción. De ahí que, como por camino liso y llano, se acogiera a la trascendencia. No se trataba de un refugio pueril o inventado. Ni lo suyo era meter la cabeza bajo el ala o en la arena.

Casi desde el primer cabo de sus recuerdos, no le había costado nada o casi nada comprender que lo que había dentro de sí y a su alrededor, por sí mismo, no lo podía sostener. ¿Para qué cerrar, pues, los ojos a su debilidad, a su fragilidad de nacimiento? Había demasiados misterios en su llegada a la existencia, en el decurso de su vida, en su irremediable final cuyas llaves no estaban al alcance de su mano. Demasiadas puertas cerradas, sin esperanza alguna de llegarlas a abrir. Estaba la puerta abierta de la muerte, sin llave alguna que la pudiera cerrar.

Por eso su instinto le decía poderosamente que existía una razón última, un amor último. Como su fe se lo confirmaba, él decía sí y miraba a lo alto.

¿Era, por eso, un ingenuo irremediable? En tal caso había en el mundo cientos o miles de millones de ingenuos irremediables. ¿Que los más poderosos halcones no esperaban nada más allá de lo que se ve y se toca, más allá de sí mismos? ¿Que la seguridad que les daba caminar por un mundo sin invisibles leyes y sin dueño les hacía audaces, fieros para saltar o arrasar todos los obstáculos, incluida la dignidad y los derechos de sus iguales humanos?

Que vivieran ellos y triunfaran de tejas abajo. El ingenuo levantaba cada día la trampilla o las cuatro tejas de su tejado para hacer el hueco imprescindible y sacar la cabeza. Para sacar su anhelo y asomarlo al infinito.

(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p. 27-28)).
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