Venid a ver a este hombre

Vaya este poema sin más preámbulos. Lo escribí hace unos treinta años. Con toda sencillez diré que lo he leído después de algún tiempo de olvido y me he reconocido en él. Es esa sensación de reencuentro y de alivio que deben de sentir todos los escritores cuando tornan a un texto propio antiguo y el eco de las palabras les confirma: sí, ésta es tu voz. No siempre ocurre en la medida deseada este feliz reencuentro. En ocasiones, aun ante textos escritos desde la verdad y la pasión del instante, puede uno hallarse de repente, si no ante un total desconocido, sí ante un yo ya lejano.

Espero que mis versos toquen la sensibilidad de quienes, desde la dudosa realidad cotidiana, aciertan a apretar sobre su pecho una brazada de utopía.


Por lo demás, renuncio a cualquier adelanto de exégesis. Lo he repetido. El poema, como el buen regalo de humor, es mejor si se entiende sin explicación y en sí mismo.


ESTE HOMBRE



Venid a ver a este hombre.
Desde su altura inclina los hombros,
en aurora se expande con menos voz que el viento;
bajos los ojos, camina con los árboles.
Cierra a veces la puerta de su casa: alta por soledad, por trasparencia.
Venid a admirar su tejado, su lluvia que le ampara
y el cielo que le entra
desde el amanecer.
No hay caballo a la puerta
ni el fuego de una mujer en su lecho.


Abrid los ojos a la lluvia y al sol:
su pan, su sal, su llama
los compra su palabra.
Aunque mediodía sea,
hay viajeros descalzos que no huyen de sus manos vacías
y los pájaros vienen algunas veces desde la belleza distante.
Con dorada frecuencia,
posados en sus hombros, cierran los ojos y se ahuecan de sueño,
tan cerca de su pecho, sobre el alambre de su voz.
Y entonces,
oh montes, oh tesoros, oh palacios lejanos,
nada tan largo ni tan derecho como su sombra
en el atardecer que muere.


(De “Pie en la cima de sombra”,
Obra poética, p.265).
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