Tan diferentes... Y Dios sonríe
En la mesa alargada de un mesón antiguo coincidieron en la cena un monje, un artista, un explorador, un negociante, un labrador y padre de familia.
El monje, olvidado de las lecciones de humildad aprendidas en el noviciado, miró desde la altura de su superioridad al resto y se dijo: “Pobre gente. Sin un gramo de espiritualidad y tan pegada a la tierra…”.
El artista observó con desprecio al resto de comensales: “Todos tan groseros, tan rudos… Nunca sospecharán siquiera la felicidad y las delicias de quien se eleva de continuo a las cimas del el arte”.
El arriesgado explorador, tan acostumbrado a aventurarse en intrincados parajes desconocidos y a correr los más graves peligros, pensó: “Estas gentes cuitadas jamás sabrán salir de la pobreza de su vida rutinaria. Jamás disfrutarán de las grandes sorpresas, de los maravillosos descubrimientos que es capaz de ofrecernos un mundo desconocido y lleno de misterios”.
El negociante echó una ojeada desdeñosa a sus vecinos y se dijo: “Aj, pobres, minúsculos seres. Si todos fuéramos como ellos, se paralizarían los talleres, las fábricas, se detendrían los mercaderes y traficantes, y el mundo se hundiría en el hambre y la miseria”.
El labrador, por su parte, exclamó para sí: “Qué ganas de complicarse la vida huyendo de la tierra. Seguro que todos estos me desprecian por insignificante. Pero si no fuera por mí y por mis sudores, que me digan cómo iban a saciar el hambre o quién iba a enseñar a sus hijos los secretos más antiguos de la tierra”.
Cenaron sin hablar una palabra y en el mismo silencio se retiraron a dormir.
Y Dios, desde arriba, menaba la cabeza de izquierda a derecha y sonreía. Decía: “Estos hijos míos todavía no han aprendido la primera lección. Son como niños… O como adolescentes… Les cuesta aceptar el derecho a existir de quienes no sean como ellos. No saben que, al crearlos a todos, quise un mundo tan variado que no hubiera dos personas iguales, y que todos, diferentes y juntos, en variedad y armonía, ofrecieran la imagen de toda la riqueza de lo creado”.
(De Parábolas para sabios sin nombre. Inédito).
El monje, olvidado de las lecciones de humildad aprendidas en el noviciado, miró desde la altura de su superioridad al resto y se dijo: “Pobre gente. Sin un gramo de espiritualidad y tan pegada a la tierra…”.
El artista observó con desprecio al resto de comensales: “Todos tan groseros, tan rudos… Nunca sospecharán siquiera la felicidad y las delicias de quien se eleva de continuo a las cimas del el arte”.
El arriesgado explorador, tan acostumbrado a aventurarse en intrincados parajes desconocidos y a correr los más graves peligros, pensó: “Estas gentes cuitadas jamás sabrán salir de la pobreza de su vida rutinaria. Jamás disfrutarán de las grandes sorpresas, de los maravillosos descubrimientos que es capaz de ofrecernos un mundo desconocido y lleno de misterios”.
El negociante echó una ojeada desdeñosa a sus vecinos y se dijo: “Aj, pobres, minúsculos seres. Si todos fuéramos como ellos, se paralizarían los talleres, las fábricas, se detendrían los mercaderes y traficantes, y el mundo se hundiría en el hambre y la miseria”.
El labrador, por su parte, exclamó para sí: “Qué ganas de complicarse la vida huyendo de la tierra. Seguro que todos estos me desprecian por insignificante. Pero si no fuera por mí y por mis sudores, que me digan cómo iban a saciar el hambre o quién iba a enseñar a sus hijos los secretos más antiguos de la tierra”.
Cenaron sin hablar una palabra y en el mismo silencio se retiraron a dormir.
Y Dios, desde arriba, menaba la cabeza de izquierda a derecha y sonreía. Decía: “Estos hijos míos todavía no han aprendido la primera lección. Son como niños… O como adolescentes… Les cuesta aceptar el derecho a existir de quienes no sean como ellos. No saben que, al crearlos a todos, quise un mundo tan variado que no hubiera dos personas iguales, y que todos, diferentes y juntos, en variedad y armonía, ofrecieran la imagen de toda la riqueza de lo creado”.
(De Parábolas para sabios sin nombre. Inédito).