No entiende a los políticos. O a gran parte de ellos. Sabe que son necesarios, que siempre han existido y tienen que existir. Piensa, sin embargo, que no son éstos que conocemos, y sólo éstos, los que tienen que existir. Piensa a veces que la selección que los partidos hacen de sus miembros da con unos sujetos que parecen como cazados a lazo. Dicho de otro modo, no son siempre lo mejor de cada casa, ni de su gremio profesional –suponiendo que hayan desarrollado una profesión y hayan pertenecido a un gremio-, ni lo mejor del territorio de donde salieron.
Pero el ingenuo tampoco se entiende a sí mismo. Se considera un individuo de ánimo quizá poco resuelto, incapaz de ocupar un cargo público –un servicio- de alguna responsabilidad. Tampoco entiende a tantos y tantos ciudadanos buenos, prudentes, honrados, muchos excelentes profesionales con altas capacidades para el estudio e incluso para la acción, que, aun invitados por los partidos, o no se ven atraídos por la política o huyen de ella como de la peste.
Por eso, y por tantas cosas más que el ingenuo seguramente desconoce, le llaman tanto la atención, en el escaparate de las magistraturas ciudadanas, personajes ineptos, toscos, torpemente ambiciosos, fáciles a la ocultación y a la mentira, afirmadores rotundos de su verdad interesada, miserables cuando se trata de enjuiciar las actuaciones y aun el derecho a existir del adversario.
El ingenuo no entiende a los políticos. No entiende la política. Ni entiende por qué tiene que presentársele la política a diario, o casi a diario, en tan feo espectáculo.
(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p. 137-138).