Por fin, la Justicia...
Hace ya unos cuantos años que escribí esta sátira desenfadada a la Justicia.
No recuerdo exactamente cuándo ni cuál fue el desencadenante que la inspiró. Uno no anda metido en el juego de los partidos. Pero tampoco es de piedra y le afecta todo lo que afecta a cualquier ciudadano normal que camine por la vida con los ojos y los oídos abiertos.
FUE CUANDO LA JUSTICIA
Fue cuando la Justicia
pensó en salir al sol y exhibir ante el mundo
su famosa prestancia, comprobada o presunta,
y dio en encasquetarse,
entre gestos rituales y ademanes solemnes,
un birrete empinado a modo de mayúscula.
Primero fue encender en mentidos destellos
una peluca rubicunda,
rizada y de botella.
Untó su piel anciana
de un maquillaje rancio de pepino y de leche.
Y cuando muy garbosa se lanzaba a la calle,
moviendo bajo el sol sus insignes caderas,
pudo ver todo el mundo que tenía
-al margen de su fasto y de su pompa-
un ojo de cristal y una pata de palo.
La tarde precedente había vendido
la balanza en el rastro por un precio
al menos sustancioso,
y de su espada de sagrados brillos
se hizo un cuchillo sólido para andar por palacio,
nunca se supo bien si cabritero
o de alta cocina.
Entre la multitud que se agolpaba en torno,
allá iba nuestra dama,
muy fornida de lutos y chorreras,
por más que renqueante, bien erguida,
redundante y gloriosa
como doblada de su propia estatua,
dueña del mediodía, muy señora
de rúas, bulevares y glorietas.
Maga del espectáculo,
la seguían los niños y mayores
viéndola caminar
a trancas y barrancas hasta el centro
de la Plaza Mayor, donde el pueblo expectante
-los ojos como soles, como platos-,
festivo, apretujado, vencedor a codazos,
le hacía corro para verla
levantarse las faldas
y desvelar al sol sus vergüenzas marchitas.
(Obra poética, p. 520)