Por fin, la Justicia...

Estos días se anuncia una reforma de la justicia que, por de pronto, afectaría al Consejo del Poder Judicial y al Tribunal Constitucional. En los años pasados, en plena democracia oficial, han sido constantes las denuncias de politización de la justicia. No puede ser que los partidos políticos tengan una influencia decisiva en la elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial o de los jueces de los altos tribunales. Escaso sentido tiene, más bien nulo, que el Fiscal General, en vez de ser el defensor de la ley y del pueblo, se convierta en el defensor del partido que gobierna. Lo saben hasta los chicos de la Educación para la Ciudadanía, aunque no sepan cómo se pronuncia o cómo se escribe Montesquieu. La separación de los tres poderes del Estado es el abecé de una democracia real y consolidada.

Hace ya unos cuantos años que escribí esta sátira desenfadada a la Justicia.
No recuerdo exactamente cuándo ni cuál fue el desencadenante que la inspiró. Uno no anda metido en el juego de los partidos. Pero tampoco es de piedra y le afecta todo lo que afecta a cualquier ciudadano normal que camine por la vida con los ojos y los oídos abiertos.



FUE CUANDO LA JUSTICIA



Fue cuando la Justicia
pensó en salir al sol y exhibir ante el mundo
su famosa prestancia, comprobada o presunta,
y dio en encasquetarse,
entre gestos rituales y ademanes solemnes,
un birrete empinado a modo de mayúscula.


Primero fue encender en mentidos destellos
una peluca rubicunda,
rizada y de botella.
Untó su piel anciana
de un maquillaje rancio de pepino y de leche.
Y cuando muy garbosa se lanzaba a la calle,
moviendo bajo el sol sus insignes caderas,
pudo ver todo el mundo que tenía
-al margen de su fasto y de su pompa-
un ojo de cristal y una pata de palo.


La tarde precedente había vendido
la balanza en el rastro por un precio
al menos sustancioso,
y de su espada de sagrados brillos
se hizo un cuchillo sólido para andar por palacio,
nunca se supo bien si cabritero
o de alta cocina.


Entre la multitud que se agolpaba en torno,
allá iba nuestra dama,
muy fornida de lutos y chorreras,
por más que renqueante, bien erguida,
redundante y gloriosa
como doblada de su propia estatua,
dueña del mediodía, muy señora
de rúas, bulevares y glorietas.
Maga del espectáculo,
la seguían los niños y mayores
viéndola caminar
a trancas y barrancas hasta el centro
de la Plaza Mayor, donde el pueblo expectante
-los ojos como soles, como platos-,
festivo, apretujado, vencedor a codazos,
le hacía corro para verla
levantarse las faldas
y desvelar al sol sus vergüenzas marchitas.


(Obra poética, p. 520)
Volver arriba