El reino de la tierra se parece a un país

Al pobre escritor, a pesar de su natural optimista, le salió aquí una página negra sobre el ser y el destino de esta tierra de Dios. Le movía, sin duda, una noticia más de ésas que hacen que el alma de la patria se nos caiga a los pies Todo tiene remedio Pero son muy altos los obstáculos que se oponen a la carrera para alcanzar un final sin mortales tropiezos. Como creyente, el autor reza y espera que algún día, cuanto antes mejor, llegue la purificación por el acceso al poder –al servicio público- de los mejores ciudadanos.



El Reino de la Tierra se parece a un país donde todo andaba del revés. Robaban los de abajo, pero mucho, mucho más los encumbrados en el poder, incluso los que a él aspiraban. A los jueces se les amontonaban sobre sus mesas rimeros y rimeros de querellas por corrupción, y había quien sostenía la sospecha vehemente de la iniquidad de ciertos agentes de la justicia, que ofrecían el aspecto de ser ellos mismos amigos, brazo colaborador, uña y carne, culo y camisa con los corruptos.

En aquel país mentir estaba bendecido. Parecía arraigada y extendida la creencia de que quien no mintiera a tiempo y prolongadamente no iba a levantar nunca dos palmos del suelo ni iba a ver crecida su hacienda, ni ganado su prestigio, ni conquistado y mantenido su poder. De todos modos, en aquellas tierras de sol, de calle y cháchara, no parecía que la mentira fuera tanto treta de pillos alegres cuanto herramienta poderosa de grandes triunfadores.

Pasaron días, años, siglos... En alguna ocasión hubo asomos de que aquel país, decían que piel de toro o toro inmenso con una ancestral llamada de la casta primigenia, se levantaba y miraba en pie y enhiesto al engaño del destino. Pero era sólo pasajero arranque y frustrada voluntad de una tarde sin gloria. Volvía luego al lóbrego corral donde la trapisonda y el enjuague, amigos naturales del hurto y la mentira, se hacinaban con otros moradores de lo oscuro.

O acaso aquel país no era sino un chiquero sin ventanas donde yacía un astado, se suponía que capaz de arremeter quizá algún día, a toril abierto, contra el viejo matador que se le enfrentara vestido de sombras. El toro fue doblando poco a poco sobre sus propios detritus y, cuando las puertas de la plaza se abrieron, una ola de aire pútrido colmó de pestilencia el cielo de la patria.

No quedó un ser vivo sobre aquella tierra que no fueran gusanos, lombrices, larvas varias y, en general, una fauna inmunda y silenciosa de minúsculos y repugnantes invertebrados.

(De Parábolas para sabios sin nombre. Inédito)
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