El Reino de los cielos se parece a aquella mañana de invierno en un autobús urbano. Los viajeros iban en un silencio oscuro, triste, casi como el nublado que se adensaba en el exterior. Delante del viejo, un niño pequeño se mecía en su cochecito. El viejo le miró desde su asiento sin moverse. Le guiñó un ojo. El niño alzó su cabecita y lo observó atento. El viejo le guiñó el otro ojo. El niño se incorporó y lo miró sin pestañear. Volvió el viejo a marcarle un tercer guiño y el chico le imitó pinzando su ojito izquierdo. No pudo el viejo contener la sonrisa, que el niño le pagó al instante con otra sonrisa abierta. Las sonrisas del viejo y el niño fueron un cruce de relámpagos que rasgaron e iluminaron el silencio del autobús.