Revolución en la Iglesia
La Iglesia, como todas las instituciones humanas, avanza entre crisis y tensiones cuando quiere dar pasos hacia delante. Pero en ese dinamismo se va manifestando el Espíritu. Es la ley de la encarnación en que procedió el Concilio. Ya en su preparación se manifestaron las dos tendencias. .
Unos, cuyos mentores principales eran miembros de la Curia Vaticana, seguían mirando al mundo con gafas oscuras; eran profetas de calamidades muy preocupados por combatir los veían errores en la modernidad; insistían en que la Iglesia proclamase de nuevo las grandes verdades de la fe y condenara de una vez tantos desvaríos. En continuidad con el Vaticano I (1869-170) deseaban que se afianzara bien la jerarquía para mantener la ortodoxia y la disciplina.
Pero había otra línea de pensamiento renovadora, preparada ya en la primera mitad del siglo XX. “Sacerdotes obreros” que buscaban acercamiento a la masa de trabajadores cada vez más alejados de la Iglesia. Preocupación pastoral por llegar a una celebración litúrgica en que toda la comunidad sea sujeto que participa piadosa y activamente. Una teología sensible a los justos reclamos del mundo moderno que obligan a cambiar actitudes y prácticas de la Iglesia. Entre ellos estaban pensadores como De Lubac, Chenu, Congar y otros que, si bien fueron silenciados en 1950 por la encíclica “Humani generis”, doce años después fueron llamados al Concilio como asesores de los obispos.
Si bien la línea renovadora se impuso, la otra línea también permaneció a lo lardo del concilio. Pablo VI, con espíritu renovador pero al mismo tiempo preocupado por mantener la fidelidad a la tradición apostólica, procuró lidiar la situación en orden a conseguir un consenso para que los documentos conciliares fueran aprobados por mayoría. Por tanto es normal que en esos documentos se vea la marca de las dos tendencias. Ambas continúan en el postconcilio. Pero en la mayoría de los conciliares se manifestó la voluntad de renovación y reforma en sintonía con la intención y las orientaciones de los papas que presidieron. Y esa voluntad implica una revolución en la Iglesia; es decir un cambio de mentalidades anquilosadas y el abandono de tradicionalismos que oscurecen la verdadera tradición cristiana.Como los cambios de las personas y de las estructuras no se dan de la noche a la mañana, la herencia del Concilio irá calando en un proceso lento.