"Una celebración laudable del Estado con su Gobierno aconfesional en una sociedad laica" ¿Quién hará justicia a las víctimas?
Hoy corremos el peligro de programar una organización social no solo descartando una confesionalidad religiosa oficial del Estado con su Gobierno, sino también olvidando y sofocando la dimensión trascendente que los humanos necesitamos para respirar
No podemos aceptar que a nadie se le imponga una religión. Pero no ignoremos la dimensión trascendente de la humanidad que sugiere el imparable fenómeno religioso
Ayer tuvo lugar un solemne acto cívico en memoria de quienes han partido de este mundo, en condolencia con el dolor de las familias que han sufrido la pérdida de personas queridas y como gratitud a la generosidad de muchos en estos meses trágicos de la pandemia. Una celebración laudable del Estado con su Gobierno aconfesional en una sociedad laica.
Las oportunas y medidas palabras del rey destacaron valores humanos fundamentales para nuestra convivencia. Las autoridades asistentes se acercaban a una fuerte y temblorosa llama que ardía en medio de la celebración, y con respeto inclinaban la cabeza. Gesto de alto valor simbólico que d pie para una reflexión
La sana laicidad es un logro del mundo moderno. Excluye tanto la imposición oficial de una religión para todos los ciudadanos como el laicismo que niega el derecho a practicar una religión . Pero ¿es posible la sana laicidad dejando un lado la dimensión trascendente de los seres humanos? En el siglo XVIII el filósofo Kant formuló el imperativo aceptado en la modernidad: la persona humana es fin en sí misma y nunca debe ser utilizada como medio. Cada persona tiene una dignidad inviolable y unos derechos fundamentales. Pero ¿cómo justificar ese imperativo sin recurrir a esa dimensión trascendente que a todos nos dignifica?
En situación de cristiandad se acentuaba tanto esa dimensión trascendente que fácilmente se diluía la consistencia de las realidades seculares. Como reacción negativa hoy corremos el peligro de programar una organización social no solo descartando una confesionalidad religiosa oficial del Estado con su Gobierno, sino también olvidando y sofocando la dimensión trascendente que los humanos necesitamos para respirar.
Hemos sufrido y estamos sufriendo todavía el desastre causado por el corona-virus. Es más grave aún en nuestro mundo la pandemia de la codicia insaciable que está causando la muerte por hambre a millones de personas. Debemos preguntarnos: ¿quién hará justicia a esas víctimas si no hay un más allá de la muerte? ¿O es suficiente con recordarlas en un acto social público?
Tratando de responder al anhelo de vida que puja en el humano, antes de la revelación bíblica, religiones iraníes hablaban de una supervivencia después de la muerte; y el filósofo Platón inventó la inmortalidad del alma. La religión cristiana aporta una novedad: el más allá después de la muerte está garantizado por una Presencia de amor y de vida que ya nos habita mientras caminamos en el tiempo.
Esa presencia de amor rectificará lo torcido, hará justicia a las víctimas. No podemos aceptar que a nadie se le imponga una religión. Pero no ignoremos la dimensión trascendente de la humanidad que sugiere el imparable fenómeno religioso. En este sentido suele decirse que, si echamos a la religión por la puerta, se mete por la ventana. Mejor será que purificada de sus deformaciones, la dejemos paso libre.