¿"Trampas" teóricas en la presencia pública de la Iglesia?

Les contaré algo relativo a la arquitectura pero que resulta iluminador, “paradigmático” suele escribirse, para cualquier actividad humana, y hasta para la propia vida personal. Yo pensaba también en la vida eclesial de nuestros días, aquí al lado y en el centro de la cristiandad.

La cuestión es que cierto edificio, en un cercano, admirado y, no pocas veces, odiado país de nuestro entorno, había recibido un premio por cómo “se integra en el entorno” y cómo “evita las estridencias de materiales y los sobresaltos volumétricos. Es un trabajo sobrio y discreto”. El jurado habría querido premiar “la arquitectura de lo cotidiano” y proscribir “la arquitectura gesticulante”. Y la razón, porque la obra “constituye todo un logro del intento de acabar con la presente fase de idolatría arquitectónica, -la era del icono-, en la que la obsesión por el genio individual excede ampliamente ese compromiso con el esfuerzo colectivo que se necesita para construir la ciudad”. Y la justificación de motivos, terminaba así: “Para que la hondura aparezca no hay que hacer trampas; nunca jamás hay que aparentar. No bailar, más que con una pura y simple verdad”.

Sé que este tipo de lenguaje es difícil de interpretar. Se presta a toda clase de opiniones, incluso contrarias. Pero mantengo su significado más allá de la arquitectura de una la ciudad, ¡qué también y me interesa muchísimo al pensar en la mía!, y alcanza a las decisiones que tenemos que tomar en nuestra vida cotidiana, de ciudadanos de la polis y de cristianos en la Iglesia.

Mi interpretación, la que prefiero, tiene que ver con el hecho de que hoy prima en el mundo católico “la arquitectura gesticulante” y la “obsesión por el icono”, frente al compromiso con el esfuerzo colectivo por dialogar, discernir, decidir y practicar en común. Hay un legítimo pluralismo social y eclesial, ahora hablo de éste, que es inconfortable para todos, y a la vez, irrenunciable. Aquello de que los extremos se tocan es demasiado recurrente como idea general. Debemos juzgar, en el sentido de valorar, cada caso y cargo eclesial en cuanto a su particular importancia y responsabilidad. Todo debe ser visto “caso por caso”, porque desiguales son las posibilidades y desiguales y distintas, por ende, las responsabilidades. Iguales en derechos y deberes fundamentales por el Bautismo que nos incorpora a la Iglesia, diversos somos en ministerios y carismas para el bien común de la Comunidad y, siempre, siempre, con humildad y caridad, con la impronta indeleble del servicio real, apreciado por los más débiles y necesitados de todo, también de fe y de perdón, por supuesto. Pero, ¿quién escucha a éstos? ¿Quién escucha a los débiles y pequeños? ¿Quién pregunta qué esperan de nosotros, quizá con razón, quizá no, pero qué esperan en concreto de mí, antes de que yo les diga cuál es mi “misión”, mi “tarea”, mi “ministerio” como algo consabido? No sigo por este camino de las preguntas, porque en ellas la ética tiende a convertirse en patética moral.

Mantengo sin embargo la necesidad de compromiso en el esfuerzo colectivo, de mi país, y de mi Iglesia, pero exijo la misma y proporcionada voluntad en todos los demás. Prefiero la arquitectura eclesial, pastoral y moral, de lo cotidiano, frente a la arquitectura eclesial, pastoral y moral, de lo gesticulante; prefiero lo cotidiano porque requiere compromiso vital con la gente común y sus vivencias, y no creo en lo gesticulante porque todo su compromiso vital puede cerrarse en el ego, la carrera política, académica o eclesiástica, la “misión histórica que me es irrenunciable”, etc, para lo que es suficiente un ordenador y una mente viperina para “fastidiar” al personal.
La ciudad, el país, la comunidad cristiana, la Iglesia, se construye más evangélicamente cuanto más honesta es su práctica cotidiana; la tentación de la ciudad, de los países y de las Iglesias es recurrir a la palabra “gesticulante” porque el que no sale en los medios, el que no “destaca”, no existe. Pero ésta es la lucha por el valor del Evangelio con las armas y modos del mundo, y para este viaje, para competir de igual a igual, ¡y del mismo modo, sobre todo, del mismo modo que el mundo!, no hace falta tanto adorno religioso.

El texto que me ha servido de referencia para estas líneas, termina con una sutileza, la que dice, “no bailar más que con una pura y simple verdad”. Se refiere a la arquitectura, cierto. Pertenezco a un grupo, la comunidad eclesial católica, en la que muchos quisieran, exigirían incluso, escribir la misma frase cambiando el artículo, “una”, por “la “, para referirse a su presencia pública, a la presencia pública de la Iglesia en la sociedad democrática española, por ejemplo; y a la vida eclesial en su conjunto. No les niego a éstos el derecho, ni siquiera su apuesta filosófica, ¡”filosófica”, sí! Pero en la sociedad de los iguales en derechos y deberes, personas y colectivos, tenemos que saber distinguir cuándo hablamos a la luz de la fe y cuándo, de la razón humana común, y sin separar, pero sí diferenciando, cuándo tenemos una y otra pretensión, y cuál es la diversa competencia de que disponemos en cada caso y con qué fundamento, y cuál es la clase de verdad sobre el ser humano que alcanzamos por cada camino según ese fundamento.

Resistirse a este proceso de pensamiento y de presencia cristiana, es entrar sin remedio en el camino de lo “gesticulante” que no hace ciudad. Donde falta pensamiento crítico, el que da razón de sí mismo en cada camino y paso, proponiéndose como verdad desde esas claves, y vida en consecuencia, en nuestro caso, “de fe, de razón y de vida honesta”, articulando respetuosa y legítimamente esa triple fuente de conocimiento, y mostrando su convergencia y coherencia, a la par, que su inevitable diferencia, no es posible una presencia pública digna de nuestros días. Podrá tener, ¡y tiene a veces!, la apariencia del arrojo, coraje, atrevimiento, certidumbre, testimonio vital, lucha contra el poder, y sin embargo, objetivamente, ante la razón común y el evangelio de la fe, está hueca. Cierra en falso para la Iglesia, la diferencia, que no separación, entre el ya sí del Reino de Dios y el todavía no de su escatología. Que todo esto escape a la percepción de muchos cristianos, laicos, o consagrados y sacerdotes, generosos en cuanto a la entrega y testigos de la fe, en una sociedad que tiende a ignorarlos o al menos presentarlos como “superados”, lo entiendo; pero que los teólogos y los Obispos, los que tienen encomendados ministerios de pensamiento y “enseñanza”, unos, y de pensamiento, enseñanza y gobierno, los otros, ignoren muchos y muchas veces, estas nociones elementales de la fe ante la vida pública democrática, no tiene “perdón” de Dios.
En su defecto, la tentación es salvarse “haciendo trampas teoréticas”, las que dan lugar a “discursos gesticulantes”, que crean grupos de opinión, pero que son muy insuficientes a la luz de una lectura integral del evangelio y de la vida democrática. Yo esto es lo que veo y me gustaría convencer a algunos, por supuesto pienso en los Obispos y en los Gobernantes políticos, pero no sólo, para que lo piensen. Nos aspiro, creo, a que la gente piense como yo, sino a que piense más sobre lo que dice, dando cuenta de sus razones y convicciones, y seguramente, advirtiendo algunas insuficiencias de grueso calado.
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