Los cristianos en un Estado laico. Detalles del libro de Gónzalez-Carvajal ( y II)
Por fin, se plantea Luis eso del Estado laico y la financiación de la Iglesia, y otra vez da buenas razones para justificarla en términos de democracia y de justicia, y desaconsejarla en términos pastorales.
Ofrece algunos datos que siempre me presentan duda, como el de que “los rendimientos del patrimonio no llegan a cubrir en ninguna diócesis el 5% de su presupuesto” (p 139). (¡Supongo que se refiere al patrimonio inmueble! Tengo dudas de que el capital variable a ninguna diócesis le haya supuesto con la bolsa alta más que esto). Y luego que la asignación tributaria y el complemento estatal sólo cubren hoy el 25% del presupuesto de la Iglesia (p 141), tampoco lo veo claro en cuanto a qué conceptos incluye y si éstos son siempre homogéneos.
Y aquí, asume Luis una famosa cita de D. Fernando Sebastián que reza así; “… en un barrio determinado no todos los vecinos van al templo católico. Como tampoco van al teatro, al cine, al polideportivo, a la universidad o a las conferencias de ateneo, Pero sí es de interés general que los ciudadanos que quieran, puedan participar de esas actividades y tengan dónde hacerlo. No hay razones de naturaleza democrática que prohíban unas posibles subvenciones del Estado a las instituciones religiosas (incluyendo culto, educación religiosa, etc.), en la medida en que son libremente queridas y frecuentadas por los ciudadanos (y en proporción a la presencia social que tengan” (p 142).
Esta frase tan rotunda y clara tuvo mucho eco en la Iglesia. Incluía el culto como una contribución inequívoca al bien común, en cuanto que responde al interés general de muchos ciudadanos, a su libertad religiosa en concreto, y por ende con perfecto derecho a la financiación pública. Está bien pensado, pero…
El argumento tiene un flanco débil, a mi juicio. Y es que el culto, en particular, la celebración de los sacramentos, no está abierto a cualquier ciudadano por el hecho de serlo, como el teatro, la universidad y el fútbol, sino a un ciudadano que tenga fe y que así se lo reconozca no la autoridad civil, sino la Iglesia a través de sus presbíteros. Por tanto, uno puede ir a un teatro y pedir una entrada, y si la hay, paga y entra. Pero esto no es así en un bautismo o boda. No debería serlo. Hay en cuanto al culto, los sacramentos, una autoridad religiosa que tiene el derecho a discernir quién y cuándo puede, y ante lo que no prima el hecho simple de la ciudadanía y la igualdad de derechos. (Éste es un elemento característico de un club privado). Los sacramentos, el culto, no son un sello en un papel timbrado que el funcionario (el presbítero) debe ponerte, si hay plaza, por el hecho de tu ciudadanía. Por otro lado, cualquier asociación civil sabe que tiene que disponer de estatutos democráticos aprobados por la autoridad civil competente y como tal aceptar su revisión y control antes de recibir ayudas, y así cada año. Es otra diferencia sustantiva.
Por tanto, el argumento, aplicado a la Iglesia y el culto, de que todas las asociaciones civiles tienen derecho a la ayuda económica del Estado, si cuentan con ciudadanos que las necesitan para la realización de sus derechos fundamentales, y por ende, como servicio al bien común, sí es cierto, pero con control civil y democrático de su actividad y fines. Por eso, las obras sociales y culturales de la Iglesia están en igualdad con todos para reclamar esta ayuda. Tienen una configuración legal propia de las asociaciones civiles, y en analogía, el derecho civil las protege y reconoce iguales en derechos y deberes. El culto, y por tanto, el sueldo de los sacerdotes, presenta, sin embargo, una diferencia radical en la comparación con esas asociaciones de la sociedad civil.
El argumento de que el culto es una mediación necesaria del derecho a la libertad religiosa en concreto, en un lugar determinado, me parece más sólido que el referido “a todas las asociaciones reciben ayuda pública”. Ahora bien, un Estado laico tendría que aceptar que hay una zona del servicio al bien común cuya última palabra en su verificación la tiene una autoridad distinta, la religiosa, y ésta procederá no por motivos estrictos de cumplimiento de la legalidad civil, sino también, y más, por motivos de ortodoxia religiosa. Sé que esto son sutilezas que muchos me reprocharán como incomprensibles, si no “traidoras a la causa”, pero el pertenecer a la sociedad civil de los iguales tiene sus exigencias comunes y sus dificultades para las confesiones religiosas en cuanto al culto. Que luego, por razones “políticas”, se den excepciones en cuanto a partidos, sindicatos e Iglesias, pues es verdad, pero la verdad es la verdad. No me conviene, no conviene a mi bolsillo y tranquilidad, pero es la verdad. Por tanto, creo que un Estado laico puede y debe ayudar económicamente a las Iglesias en su actividad “social”, ¡le doy el sentido más amplio posible!, pero creo que en cuanto al culto hay que hacer un poco la vista gorda “civil o laica” para probarlo. Si la praxis política europea es otra, vale, pero probar, probar, ¡vaya!
Por fin, el argumento de que es una decisión democrática sobre “mis” impuestos, destinando una parte a la Iglesia, sería plenamente justo si representara un “plus” sobre lo que me corresponde pagar como ciudadano, pues, en caso contrario, decido sobre una parte, pero la resto de otros destinos universales. Creo que el modelo alemán es más justo en este sentido.
Y nada más por mi parte.
(Por cierto, la nota 311 del libro, referida a que el porcentaje de sacerdotes partidarios de prescindir de la financiación pública es menor cuanto más jóvenes son los sacerdotes, puede representar una cambio ideológico en el clero, pero también “el miedo” al futuro. Lo comprendo. Me acuerdo cuando teníamos 25 años y dábamos por hecho que la financiación estatal se acababa. También había algunos nervios. Lo recuerdo).
Gracias a Luis González-Carvajal Santabárbara, porque ha hecho un libro, como decía, sensato, equilibrado, bien razonado, y a mi juicio, pleno de aciertos.
Ofrece algunos datos que siempre me presentan duda, como el de que “los rendimientos del patrimonio no llegan a cubrir en ninguna diócesis el 5% de su presupuesto” (p 139). (¡Supongo que se refiere al patrimonio inmueble! Tengo dudas de que el capital variable a ninguna diócesis le haya supuesto con la bolsa alta más que esto). Y luego que la asignación tributaria y el complemento estatal sólo cubren hoy el 25% del presupuesto de la Iglesia (p 141), tampoco lo veo claro en cuanto a qué conceptos incluye y si éstos son siempre homogéneos.
Y aquí, asume Luis una famosa cita de D. Fernando Sebastián que reza así; “… en un barrio determinado no todos los vecinos van al templo católico. Como tampoco van al teatro, al cine, al polideportivo, a la universidad o a las conferencias de ateneo, Pero sí es de interés general que los ciudadanos que quieran, puedan participar de esas actividades y tengan dónde hacerlo. No hay razones de naturaleza democrática que prohíban unas posibles subvenciones del Estado a las instituciones religiosas (incluyendo culto, educación religiosa, etc.), en la medida en que son libremente queridas y frecuentadas por los ciudadanos (y en proporción a la presencia social que tengan” (p 142).
Esta frase tan rotunda y clara tuvo mucho eco en la Iglesia. Incluía el culto como una contribución inequívoca al bien común, en cuanto que responde al interés general de muchos ciudadanos, a su libertad religiosa en concreto, y por ende con perfecto derecho a la financiación pública. Está bien pensado, pero…
El argumento tiene un flanco débil, a mi juicio. Y es que el culto, en particular, la celebración de los sacramentos, no está abierto a cualquier ciudadano por el hecho de serlo, como el teatro, la universidad y el fútbol, sino a un ciudadano que tenga fe y que así se lo reconozca no la autoridad civil, sino la Iglesia a través de sus presbíteros. Por tanto, uno puede ir a un teatro y pedir una entrada, y si la hay, paga y entra. Pero esto no es así en un bautismo o boda. No debería serlo. Hay en cuanto al culto, los sacramentos, una autoridad religiosa que tiene el derecho a discernir quién y cuándo puede, y ante lo que no prima el hecho simple de la ciudadanía y la igualdad de derechos. (Éste es un elemento característico de un club privado). Los sacramentos, el culto, no son un sello en un papel timbrado que el funcionario (el presbítero) debe ponerte, si hay plaza, por el hecho de tu ciudadanía. Por otro lado, cualquier asociación civil sabe que tiene que disponer de estatutos democráticos aprobados por la autoridad civil competente y como tal aceptar su revisión y control antes de recibir ayudas, y así cada año. Es otra diferencia sustantiva.
Por tanto, el argumento, aplicado a la Iglesia y el culto, de que todas las asociaciones civiles tienen derecho a la ayuda económica del Estado, si cuentan con ciudadanos que las necesitan para la realización de sus derechos fundamentales, y por ende, como servicio al bien común, sí es cierto, pero con control civil y democrático de su actividad y fines. Por eso, las obras sociales y culturales de la Iglesia están en igualdad con todos para reclamar esta ayuda. Tienen una configuración legal propia de las asociaciones civiles, y en analogía, el derecho civil las protege y reconoce iguales en derechos y deberes. El culto, y por tanto, el sueldo de los sacerdotes, presenta, sin embargo, una diferencia radical en la comparación con esas asociaciones de la sociedad civil.
El argumento de que el culto es una mediación necesaria del derecho a la libertad religiosa en concreto, en un lugar determinado, me parece más sólido que el referido “a todas las asociaciones reciben ayuda pública”. Ahora bien, un Estado laico tendría que aceptar que hay una zona del servicio al bien común cuya última palabra en su verificación la tiene una autoridad distinta, la religiosa, y ésta procederá no por motivos estrictos de cumplimiento de la legalidad civil, sino también, y más, por motivos de ortodoxia religiosa. Sé que esto son sutilezas que muchos me reprocharán como incomprensibles, si no “traidoras a la causa”, pero el pertenecer a la sociedad civil de los iguales tiene sus exigencias comunes y sus dificultades para las confesiones religiosas en cuanto al culto. Que luego, por razones “políticas”, se den excepciones en cuanto a partidos, sindicatos e Iglesias, pues es verdad, pero la verdad es la verdad. No me conviene, no conviene a mi bolsillo y tranquilidad, pero es la verdad. Por tanto, creo que un Estado laico puede y debe ayudar económicamente a las Iglesias en su actividad “social”, ¡le doy el sentido más amplio posible!, pero creo que en cuanto al culto hay que hacer un poco la vista gorda “civil o laica” para probarlo. Si la praxis política europea es otra, vale, pero probar, probar, ¡vaya!
Por fin, el argumento de que es una decisión democrática sobre “mis” impuestos, destinando una parte a la Iglesia, sería plenamente justo si representara un “plus” sobre lo que me corresponde pagar como ciudadano, pues, en caso contrario, decido sobre una parte, pero la resto de otros destinos universales. Creo que el modelo alemán es más justo en este sentido.
Y nada más por mi parte.
(Por cierto, la nota 311 del libro, referida a que el porcentaje de sacerdotes partidarios de prescindir de la financiación pública es menor cuanto más jóvenes son los sacerdotes, puede representar una cambio ideológico en el clero, pero también “el miedo” al futuro. Lo comprendo. Me acuerdo cuando teníamos 25 años y dábamos por hecho que la financiación estatal se acababa. También había algunos nervios. Lo recuerdo).
Gracias a Luis González-Carvajal Santabárbara, porque ha hecho un libro, como decía, sensato, equilibrado, bien razonado, y a mi juicio, pleno de aciertos.