En moral política, no podemos saltarnos nuestra propia sombra
Cuando pensamos en nuestras opciones “políticas”, en toda la gama de supuestos que van desde la simpatía y la opinión, hasta el voto y la afiliación, los cristianos estamos habituados a recordar amplias relaciones de criterios morales para el caso. Los criterios son, generalmente, los mismos, con la acomodación en su orden y matices al tiempo preciso en que se nos ofrecen. Según qué problemas políticos destaquen en ese momento, en el ámbito de la llamada moral personal más que en el social, los criterios toman uno u otro sesgo.
Me propongo ahora dar un paso más, y descender un peldaño en relación al discernimiento “político”, buscando la máxima honestidad en nuestra condición de cristianos y ciudadanos.
A tal fin, hablo algunas de actitudes “políticas” y hasta pastorales que pueden ayudarnos a responder mejor a esa identidad doble y única a la vez. Ante el pluralismo de nuestras sociedades y la diversidad de sus convocatorias en la vida pública, ¿qué actitudes “políticas” y pastorales deberíamos primar los cristianos, como individuos, y la Iglesia como realidad social, en orden a nuestro propósito de una evangelización que mejore integralmente la vida humana? Veamos.
- Antes de nada yo reclamaría ser “honestos con lo real”. Una actitud que se sustancia en la voluntad firme y objetivada de conocer los hechos en su verdad y complejidad. Y para ello, dos criterios, conocer conforme a los saberes humanos y sociales más reconocidos, argumentando desde ellos, para escapar en lo posible a las ideologías; y aprender a ponerse en el punto de vista de los otros, especialmente de los más débiles, para conocer qué derechos reclaman o qué razones aducen, si no ha lugar a derechos. Si no nos ponemos de algún modo en el lugar del otro, no hay discernimiento moral propiamente hablando.
- La segunda de esas actitudes viene con la laicidad misma, pues sabemos que ésta se expresa a través de hábitos democráticos y dialogantes en todos, ante el debate cosmovisional, moral y político de nuestras sociedades. Todo nos incita como oportunidad y tarea a un compromiso cívico más y más dialógico y democrático. Como ha dicho Adela Cortina, no deberíamos confundir el pluralismo legítimo, irrenunciable, con el relativismo general, denunciable. Algunos lo hacen a menudo.
- Necesitamos a la vez mantener un talante muy crítico, en el sentido más preciso del término, para salir al paso con buenas razones de la gran vigencia cultural de que gozan los “procesos de descrédito de lo religioso”, es decir, su consideración como pensamiento caduco y convicciones anacrónicas, casi siempre, y totalmente subjetivas, siempre. En castellano, que lo cortés y debido, el diálogo, no quita lo valiente, el razonamiento y el testimonio de la fe.
- Ha de ser algo natural recordar que una sociedad tan racional, argumentativa y procedimental como la nuestra, sigue teniendo su mínimo moral inexcusable en los derechos iguales de los más débiles. Este elemento básico es irrenunciable. ¡Alto a los planteamientos democráticas “inocentes”! El debate siempre tiene que ser democrático, incluso cuando alcanza formas de objeción de conciencia, pero el fundamento último de lo bueno y de lo malo no son los procedimientos electorales. Esto es delicado, pero hay que saber ser demócrata, obrar en consecuencia y, sin embargo, poder decir cuándo a uno le parece que la democracia se ha quedado muy corta en su ley, respecto a los derechos de los más débiles.
- Sabemos que la ley debe proteger aquello que es imprescindible para el bien común, y esto exigimos de su parte, pero el cambio de ideas es un acto de libertad que corresponde, en conciencia, a cada ciudadano. Si hay que practicar, en su caso, la objeción de conciencia, hablemos directamente de esto y veamos cuándo, cómo y por qué.
- Sabemos vivir en medio de un pluralismo social y eclesial inconfortable. En el caso de la Iglesia, conocemos los criterios capaces de sostener el equilibrio imprescindible en esa experiencia; hablamos de Jesucristo, los pobres, la caridad y la comunión en la tradición viva de la Iglesia, conducidos por los “Pastores”; en el caso de la sociedad, hablamos de los derechos humanos de todos, y todos, y del principio de solidaridad entre todos, y especialmente con los más débiles y olvidados.
- Vigilamos el respeto de los derechos humanos en la Iglesia, y en nuestra acción pastoral, y su recuerdo no nos incomoda por “política”, sino por lo que tiene de interpelación “moral” y “evangelizadora”. Además, si se piensan desde la fraternidad evangélica, mejor se podrá reconocer su riqueza de matices y efectos democratizadores en la Iglesia .
- Queremos servir a la gente, sin ignorar aquello en que el mundo quiere ser servido; aspiramos a un discernimiento, de ida y vuelta, entre la Iglesia y los diferentes grupos de la sociedad. Cómo y en qué quiere la gente ser servida y si podemos hacerlo, o no, y por qué, estas son las preguntas que nos ocupan.
- Más allá del derecho que nos pueda asistir, como Iglesia, en una sociedad democrática, nos importa cómo somos percibidos por esa sociedad a la que queremos evangelizar y por qué razón las cosas suceden así. Argumentar reiteradamente desde el Concordato es un fracaso pastoral y moral.
- Creemos que la mejor aportación cristiana a estas sociedades, plurales, complejas y hasta desconcertadas, ha de consistir en hombres y mujeres de fe, sí, pero con otros hábitos de juicio y de consumo, otra mentalidad o cultura, una manera de sentir e interpretar el mundo que destaca el ser sobre el tener, lo nuestro sobre lo privado y corporativo , las personas sobre las cosas, la justicia social sobre el “registro de la propiedad”.
- Más en concreto, pienso que a la hora de elegir soluciones partidistas hay que comparar propuestas reales con otras que también lo son, para no falsificar el discernimiento moral por carencia de sentido histórico. ¡No podemos saltarnos nuestra propia sombra! Y en todo caso, ejemplarizamos la presencia pública en los ambientes y problemas sociales con menor eco político y mediático, es decir, pobres hasta el extremo de no tener poder de presión y negociación. Nos iniciamos además en formas y ocasiones cotidianas de presencia pública comprometida, porque es el camino privilegiado para crecer en conciencia social. Y, siempre que es necesario, compartimos la solidaridad con los mejores empeños “laicos”, renunciando al protagonismo por el hecho de la exclusiva cristiana en su inspiración y reconocimiento social.
- Como cristianos particulares, valoramos la importancia de una comunidad cristiana para vivir la fe con toda la riqueza de sus expresiones; creemos que en ella puede animarse alguna forma de presencia pública (campañas, acciones, proyecto) y hasta de vida alternativa (compartir algo nuestro con los necesitados) y, en todo caso, hallar numerosos estímulos para hacer más fácil la sintonía con la vida digna en todas sus expresiones. “El seguimiento (de Jesús), escribe J. B. Metz, se opone más bien al peligro de una reflexión permanente, piadosa e inútil, que no hace sino reflejarse a sí misma, porque dicho seguimiento empuja a la acción y no admite aplazamientos”.
- Sabemos, por fin, que nada ni nadie nos librará del esfuerzo requerido por un discernimiento prudencial, hecho a la luz del Evangelio, muy atento a una específica situación local (OA 4) y al modo de vida más justo o menos de cada uno. Al fin y al cabo, se trata de aceptar y de ejercer la mayoría de edad que, como cristianos y ciudadanos, nos corresponde.
Me propongo ahora dar un paso más, y descender un peldaño en relación al discernimiento “político”, buscando la máxima honestidad en nuestra condición de cristianos y ciudadanos.
A tal fin, hablo algunas de actitudes “políticas” y hasta pastorales que pueden ayudarnos a responder mejor a esa identidad doble y única a la vez. Ante el pluralismo de nuestras sociedades y la diversidad de sus convocatorias en la vida pública, ¿qué actitudes “políticas” y pastorales deberíamos primar los cristianos, como individuos, y la Iglesia como realidad social, en orden a nuestro propósito de una evangelización que mejore integralmente la vida humana? Veamos.
- Antes de nada yo reclamaría ser “honestos con lo real”. Una actitud que se sustancia en la voluntad firme y objetivada de conocer los hechos en su verdad y complejidad. Y para ello, dos criterios, conocer conforme a los saberes humanos y sociales más reconocidos, argumentando desde ellos, para escapar en lo posible a las ideologías; y aprender a ponerse en el punto de vista de los otros, especialmente de los más débiles, para conocer qué derechos reclaman o qué razones aducen, si no ha lugar a derechos. Si no nos ponemos de algún modo en el lugar del otro, no hay discernimiento moral propiamente hablando.
- La segunda de esas actitudes viene con la laicidad misma, pues sabemos que ésta se expresa a través de hábitos democráticos y dialogantes en todos, ante el debate cosmovisional, moral y político de nuestras sociedades. Todo nos incita como oportunidad y tarea a un compromiso cívico más y más dialógico y democrático. Como ha dicho Adela Cortina, no deberíamos confundir el pluralismo legítimo, irrenunciable, con el relativismo general, denunciable. Algunos lo hacen a menudo.
- Necesitamos a la vez mantener un talante muy crítico, en el sentido más preciso del término, para salir al paso con buenas razones de la gran vigencia cultural de que gozan los “procesos de descrédito de lo religioso”, es decir, su consideración como pensamiento caduco y convicciones anacrónicas, casi siempre, y totalmente subjetivas, siempre. En castellano, que lo cortés y debido, el diálogo, no quita lo valiente, el razonamiento y el testimonio de la fe.
- Ha de ser algo natural recordar que una sociedad tan racional, argumentativa y procedimental como la nuestra, sigue teniendo su mínimo moral inexcusable en los derechos iguales de los más débiles. Este elemento básico es irrenunciable. ¡Alto a los planteamientos democráticas “inocentes”! El debate siempre tiene que ser democrático, incluso cuando alcanza formas de objeción de conciencia, pero el fundamento último de lo bueno y de lo malo no son los procedimientos electorales. Esto es delicado, pero hay que saber ser demócrata, obrar en consecuencia y, sin embargo, poder decir cuándo a uno le parece que la democracia se ha quedado muy corta en su ley, respecto a los derechos de los más débiles.
- Sabemos que la ley debe proteger aquello que es imprescindible para el bien común, y esto exigimos de su parte, pero el cambio de ideas es un acto de libertad que corresponde, en conciencia, a cada ciudadano. Si hay que practicar, en su caso, la objeción de conciencia, hablemos directamente de esto y veamos cuándo, cómo y por qué.
- Sabemos vivir en medio de un pluralismo social y eclesial inconfortable. En el caso de la Iglesia, conocemos los criterios capaces de sostener el equilibrio imprescindible en esa experiencia; hablamos de Jesucristo, los pobres, la caridad y la comunión en la tradición viva de la Iglesia, conducidos por los “Pastores”; en el caso de la sociedad, hablamos de los derechos humanos de todos, y todos, y del principio de solidaridad entre todos, y especialmente con los más débiles y olvidados.
- Vigilamos el respeto de los derechos humanos en la Iglesia, y en nuestra acción pastoral, y su recuerdo no nos incomoda por “política”, sino por lo que tiene de interpelación “moral” y “evangelizadora”. Además, si se piensan desde la fraternidad evangélica, mejor se podrá reconocer su riqueza de matices y efectos democratizadores en la Iglesia .
- Queremos servir a la gente, sin ignorar aquello en que el mundo quiere ser servido; aspiramos a un discernimiento, de ida y vuelta, entre la Iglesia y los diferentes grupos de la sociedad. Cómo y en qué quiere la gente ser servida y si podemos hacerlo, o no, y por qué, estas son las preguntas que nos ocupan.
- Más allá del derecho que nos pueda asistir, como Iglesia, en una sociedad democrática, nos importa cómo somos percibidos por esa sociedad a la que queremos evangelizar y por qué razón las cosas suceden así. Argumentar reiteradamente desde el Concordato es un fracaso pastoral y moral.
- Creemos que la mejor aportación cristiana a estas sociedades, plurales, complejas y hasta desconcertadas, ha de consistir en hombres y mujeres de fe, sí, pero con otros hábitos de juicio y de consumo, otra mentalidad o cultura, una manera de sentir e interpretar el mundo que destaca el ser sobre el tener, lo nuestro sobre lo privado y corporativo , las personas sobre las cosas, la justicia social sobre el “registro de la propiedad”.
- Más en concreto, pienso que a la hora de elegir soluciones partidistas hay que comparar propuestas reales con otras que también lo son, para no falsificar el discernimiento moral por carencia de sentido histórico. ¡No podemos saltarnos nuestra propia sombra! Y en todo caso, ejemplarizamos la presencia pública en los ambientes y problemas sociales con menor eco político y mediático, es decir, pobres hasta el extremo de no tener poder de presión y negociación. Nos iniciamos además en formas y ocasiones cotidianas de presencia pública comprometida, porque es el camino privilegiado para crecer en conciencia social. Y, siempre que es necesario, compartimos la solidaridad con los mejores empeños “laicos”, renunciando al protagonismo por el hecho de la exclusiva cristiana en su inspiración y reconocimiento social.
- Como cristianos particulares, valoramos la importancia de una comunidad cristiana para vivir la fe con toda la riqueza de sus expresiones; creemos que en ella puede animarse alguna forma de presencia pública (campañas, acciones, proyecto) y hasta de vida alternativa (compartir algo nuestro con los necesitados) y, en todo caso, hallar numerosos estímulos para hacer más fácil la sintonía con la vida digna en todas sus expresiones. “El seguimiento (de Jesús), escribe J. B. Metz, se opone más bien al peligro de una reflexión permanente, piadosa e inútil, que no hace sino reflejarse a sí misma, porque dicho seguimiento empuja a la acción y no admite aplazamientos”.
- Sabemos, por fin, que nada ni nadie nos librará del esfuerzo requerido por un discernimiento prudencial, hecho a la luz del Evangelio, muy atento a una específica situación local (OA 4) y al modo de vida más justo o menos de cada uno. Al fin y al cabo, se trata de aceptar y de ejercer la mayoría de edad que, como cristianos y ciudadanos, nos corresponde.