El "profetismo" devaluado de la Iglesia española
No es la primera vez que lo digo, así que mis disculpas por repetirme; pero no me callaré, porque pienso que carecemos de autocrítica y no equivocamos gravemente. Algunos eclesiásticos relevantes, no pocos y muy destacados, utilizan las palabras “políticas” más gruesas con una ligereza que asusta. Hay dos, en particular, que a mi juicio debiéramos tentarnos la ropa antes de pronunciarlas en relación a nuestra sociedad: “totalitarismo político y cultural” e “idolatría del Estado”. Así, por derecho, sin mayores miramientos ni precisiones, allá va, como si la voz de la profecía cristiana resonara limpia y cristalina una vez más. No sé quién es profeta o “hijo de profeta”, ni creo que nadie tenga el monopolio de este carisma eclesial, aquí o allá, arriba o abajo, pero hay que ser muy sincero sobre cómo tenemos el “tejado propio”, si es de cristal, antes de tirar piedras al ajeno.
Vamos a ver. Una cosa es el lenguaje de los medios, donde cada uno sabrá cómo asentarse y hacerse con una cuota de mercado informativo, y otra es la palabra de un Episcopado al referirse a su sociedad. Más aún si ocurre dentro de una Homilía. Este trasvase del lenguaje “provocativo” y “políticamente militante” de los medios, como digo, muy determinado por el mercado de intereses económicos y políticos partidistas, se ha hecho común en muchas expresiones de la comunidad católica, en todos sus niveles de representación, y, a mi juicio, es demasiado primario y no convence más que a los militantes del grupo. La COPE tiene su público, y las Homilías el suyo, y si fuesen el mismo, cosa que no creo al pie de la letra, tenemos la obligación de diferenciar rotundamente la intención y el modo de cada mensaje. Ya sé que “la convicción moral cierta” es la convicción moral, y todo eso, pero, precisamente por tal razón, hay que ser tan perspicaz como “moral”, al hablar moralmente de la vida política de una sociedad y al anunciar la fe en Jesucristo en la cultura moderna.
Se pueden hacer mil críticas a su luz, pero siempre será una oferta religiosa de sentido que apela a la libertad de todos y, sin duda, al corazón de cómo nos comportamos en el respeto de unos con otros, y especialmente, cómo acogemos la voz y las necesidades de los más débiles del mundo en toda decisión legal y social. Por el contrario, estamos hablando la mayoría de las veces con una certeza ideológica, política y “moral” que no vemos muchos otros en la Iglesia, y sobre todo, que debiera venir acompañada del reconocimiento de nuestras propias debilidades y fallos en el mismo sentido. En lenguaje castizo, nos falta un poco de “vergüenza torera” y nos engañamos a nosotros mismos entre el estruendo de los aplausos que gritan, “dale, dale, dale más”. Allá cada cual cuando entra en la alcoba y piensa en esto: ¿quién soy yo al fondo de mí mismo, en cuanto a integridad personal y coherencia, en cuanto al voto y la justicia, en cuanto a la libertad de los demás y en cuanto al uso y destino de mis bienes económicos, y, sin duda, en cuanto al Evangelio de Jesucristo y su entrega a los pobres y últimos del mundo? Siento vértigo personal, sinceramente.
Pensemos en este detalle. ¿No es cierto que quienes aplauden las intervenciones eclesiásticas más desabridas, así la veo yo, “más desabridas que proféticas”, las aprecian en buena medida porque las perciben de su parte, casi hechas por ellos mismos? A todos nos gusta que nos den la razón; más o menos, la verdad, pues no me gusta que me den toda la razón; me conformo con algo de razón y, sobre todo, libertad de expresión; sólo que hoy en la Iglesia, mucha gente, muchos grupos de Iglesia, y gran parte de la Jerarquía, necesita “contenerse” ante un profetismo sesgado y profundamente acrítico ante “lo propio”. Yo no voy a negar el derecho de quien sea a expresarse con dureza contra el gobierno de turno, la cultura moderna o las carencias del sistema político democrático del lugar que sea. Derecho y necesidad, sí señor. Esto lo tengo más claro que el agua. Pero como vivo en la Iglesia, pienso en la Iglesia, conozco mi Iglesia y a su gente, voy a decir, mientras lo vea, que no vale “todo” en el lenguaje “político” y “moral” de la Iglesia, y menos en las Homilías, y que percibo un profetismo miope en cuanto a la trayectoria social de la Iglesia, moralmente sesgado, y escasamente autocrítico, se mire desde el Evangelio o desde tradición democrática. Así sucede, para mí, en muchas de las voces de la Iglesia española, hoy, más aclamadas. ¿Alguien necesita nombres?
Vamos a ver. Una cosa es el lenguaje de los medios, donde cada uno sabrá cómo asentarse y hacerse con una cuota de mercado informativo, y otra es la palabra de un Episcopado al referirse a su sociedad. Más aún si ocurre dentro de una Homilía. Este trasvase del lenguaje “provocativo” y “políticamente militante” de los medios, como digo, muy determinado por el mercado de intereses económicos y políticos partidistas, se ha hecho común en muchas expresiones de la comunidad católica, en todos sus niveles de representación, y, a mi juicio, es demasiado primario y no convence más que a los militantes del grupo. La COPE tiene su público, y las Homilías el suyo, y si fuesen el mismo, cosa que no creo al pie de la letra, tenemos la obligación de diferenciar rotundamente la intención y el modo de cada mensaje. Ya sé que “la convicción moral cierta” es la convicción moral, y todo eso, pero, precisamente por tal razón, hay que ser tan perspicaz como “moral”, al hablar moralmente de la vida política de una sociedad y al anunciar la fe en Jesucristo en la cultura moderna.
Se pueden hacer mil críticas a su luz, pero siempre será una oferta religiosa de sentido que apela a la libertad de todos y, sin duda, al corazón de cómo nos comportamos en el respeto de unos con otros, y especialmente, cómo acogemos la voz y las necesidades de los más débiles del mundo en toda decisión legal y social. Por el contrario, estamos hablando la mayoría de las veces con una certeza ideológica, política y “moral” que no vemos muchos otros en la Iglesia, y sobre todo, que debiera venir acompañada del reconocimiento de nuestras propias debilidades y fallos en el mismo sentido. En lenguaje castizo, nos falta un poco de “vergüenza torera” y nos engañamos a nosotros mismos entre el estruendo de los aplausos que gritan, “dale, dale, dale más”. Allá cada cual cuando entra en la alcoba y piensa en esto: ¿quién soy yo al fondo de mí mismo, en cuanto a integridad personal y coherencia, en cuanto al voto y la justicia, en cuanto a la libertad de los demás y en cuanto al uso y destino de mis bienes económicos, y, sin duda, en cuanto al Evangelio de Jesucristo y su entrega a los pobres y últimos del mundo? Siento vértigo personal, sinceramente.
Pensemos en este detalle. ¿No es cierto que quienes aplauden las intervenciones eclesiásticas más desabridas, así la veo yo, “más desabridas que proféticas”, las aprecian en buena medida porque las perciben de su parte, casi hechas por ellos mismos? A todos nos gusta que nos den la razón; más o menos, la verdad, pues no me gusta que me den toda la razón; me conformo con algo de razón y, sobre todo, libertad de expresión; sólo que hoy en la Iglesia, mucha gente, muchos grupos de Iglesia, y gran parte de la Jerarquía, necesita “contenerse” ante un profetismo sesgado y profundamente acrítico ante “lo propio”. Yo no voy a negar el derecho de quien sea a expresarse con dureza contra el gobierno de turno, la cultura moderna o las carencias del sistema político democrático del lugar que sea. Derecho y necesidad, sí señor. Esto lo tengo más claro que el agua. Pero como vivo en la Iglesia, pienso en la Iglesia, conozco mi Iglesia y a su gente, voy a decir, mientras lo vea, que no vale “todo” en el lenguaje “político” y “moral” de la Iglesia, y menos en las Homilías, y que percibo un profetismo miope en cuanto a la trayectoria social de la Iglesia, moralmente sesgado, y escasamente autocrítico, se mire desde el Evangelio o desde tradición democrática. Así sucede, para mí, en muchas de las voces de la Iglesia española, hoy, más aclamadas. ¿Alguien necesita nombres?