Acompañar no es controlar

Hay una palabra que hoy se repite con frecuencia en los procesos de maduración y formación, y a la que se atribuyen efectos cuasi-mágicos: acompañamiento. Acompañamiento se contrapone a dominio e imposición. El acompañamiento requiere paciencia, capacidad de discernimiento y de adaptación, respetar la libertad del otro. En la encíclica “Amoris Laetitia” el término acompañar aparece constantemente: hay que acompañar a los novios en su proceso de maduración, a los matrimonios en dificultades, a los padres en la educación de los hijos.


Un documento posterior de la Santa Sede sobre vida consagrada dice algo que vale también para los seminaristas y para la educación de los hijos: la tarea particular de los superiores “consiste en acompañar mediante un diálogo sincero y constructivo, a quienes están en formación”. Y advierte: “la formación es una obra artesanal, no policíaca”. Formar no es controlar, es acompañar. Si es una obra artesanal requiere tiempo, paciencia, cuidado e imaginación. No es lo mismo mandar que formar. El mando hace, de momento, personas dóciles, con una docilidad que esconde la rebeldía, que un día explotará. La formación hace personas flexibles, capaces de recibir, acoger y comprender.


La formación, el acompañamiento, busca hacer personas responsables, no personas dependientes. Y eso hasta el punto, dice este documento que estoy citando, que “la verdadera obediencia no excluye, sino que por el contrario exige, que cada uno manifieste su propia convicción madurada en el discernimiento, aunque dicha convicción no coincida con lo que el superior pide”. Una buena educación en el acompañamiento ayuda al formando a desarrollar su personalidad y a tener convicciones fundadas y razonadas. De modo que, quizás un día la opinión del formando, del hijo, podrá discrepar de la opinión del formador, del padre. Si el padre asume esto con normalidad entonces ha sido un buen formador, ha sido para su hijo una buena compañía.

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