Las sociedades actuales han experimentado un cambio de paradigma frente al dolor Miedo generalizado al sufrimiento
Nadie duda de que el dolor es una experiencia que atemoriza, que puede conmocionar a cualquiera, que paraliza o aminora el rendimiento personal, que convierte la vida ordinaria en una prolongada cuesta arriba, que altera todos los equilibrios y, en definitiva, que hace del vivir un especie de tormento, que perturba la adaptación a las situaciones adversas que suelen hacer acto de presencia. No ha de extrañar, en consecuencia, que exista un miedo generalizado al dolor y al sufrimiento. ¿Cómo afrontarlo? ¿Qué hacer?
Si algo ha sido evidente en la historia de la humanidad ha sido la realidad palpable del límite, de la fragilidad, de la debilidad, de la finitud de la naturaleza humana. El ser humano siempre ha experimentado en sus propias carnes la enfermedad y la injusticia, la pobreza y el hambre, las guerras y la violencia, los desplazamientos y las agresiones de todo tipo. El sufrimiento y el dolor, la soledad y el abandono, en consecuencia, han pasado a formar parte del panorama habitual de la vida humana.
No hay duda alguna. La vida humana está coloreada de dolor y de sufrimiento. Son consubstanciales a ella. Son una realidad en la vida de los humanos. Son, como ha dicho Viktor von Weizsäcker, una ‘verdad encarnada’. Se podría, incluso, afirmar que el dolor, que trae causa de las relaciones humanas, es un criterio fiable de verdad. Por todo ello, entiendo, fruto también de mi personal experiencia, que el discernimiento de su sentido, en la vida de cada cual, tiene una importancia capital.
Ya hace mucho tiempo, Ernest Jünger explicitó otra evidencia: “Cuéntame qué es para ti el dolor y te diré quién eres”. Creo que acertó en tal orientación. Al menos, esa ha sido mi experiencia de vida. La forma en que experimentamos el dolor y la enfermedad, la actitud con que nos enfrentamos a diario al sufrimiento y al desencanto que, a veces, nos genera la convivencia en familia, la educación de los hijos y el trabajo profesional, determina y fija, a su vez, la posibilidad de amar y acompañar (ocuparse) a los demás así como dejarse amar por ellos.
Nadie duda de que el dolor es una experiencia que atemoriza, que puede conmocionar a cualquiera, que paraliza o aminora el rendimiento personal, que convierte la vida ordinaria en una prolongada cuesta arriba, que altera todos los equilibrios y, en definitiva, que hace del vivir un especie de tormento, que perturba la adaptación a las situaciones adversas que suelen hacer acto de presencia. No ha de extrañar, en consecuencia, que exista un miedo generalizado al dolor y al sufrimiento. ¿Cómo afrontarlo? ¿Qué hacer?
Cambio de paradigma
Las sociedades actuales han experimentado, también frente al dolor, un cambio de paradigma. Ahora se busca vivir en un ambiente de positividad. Todo el mundo se sube, con desigual grado de consciencia, a este carro. Todos queremos, de alguna forma, librarnos de expresiones y formas de negatividad. Y el dolor, en sus más variadas manifestaciones e intensidades, lo es por excelencia. ¿Quién se resiste a la atracción que significa experimentar (ocuparse) un estado, más o menos permanente, de bienestar, de felicidad, de optimismo y de ideas en positivo? Probablemente, nadie o muy pocos.
La ideología del bienestar permanente acabó por instalarse con fuerza en nuestras sociedades actuales
Precisamente, porque la idea de un estado de bienestar permanente fue gozando de una aceptación cada día más amplia, se fue imponiendo una práctica, hoy día ya generalizada, consistente en utilizar la medicina paliativa también en personas sanas. Es decir, la ideología del bienestar permanente acabó por instalarse con fuerza en nuestras sociedades actuales. Buen ejemplo de ello es que, ya en los años noventa, al decir D. B. Morris, los norteamericanos consideraban “la existencia sin dolor un especie de derecho constitucional”. ¿Estábamos ante un imposible, ante una evidente exageración o a ante el reconocimiento de un fracaso previo? No lo sé. Lo que sí sé es que, en la época postindustrial, la sociedad disciplinaria (Foucault) se desplaza y, como ha observado Byung-Chul Hann, “el cuerpo hedonista, que se gusta y se disfruta a sí mismo sin orientarse de ninguna manera a un fin superior, desarrolla una postura de rechazo hacia el dolor. Le parece que el dolor carece por completo de sentido y de utilidad”. Perspectiva, ciertamente, dudosa, aunque plenamente vigente.
En todo caso, lo que me parece indiscutible es que, ante el temor generalizado al dolor, ha acabado por imponerse, en las sociedades actuales, el imperativo neo-liberal“sé feliz”.Se formula en términos de obligatoriedad e inspira las conductas y las respuestas, en todos los ámbitos de la vida, a fin de prevenir la negatividad del dolor. Sin embargo, no es tan claro que las cosas transiten por ese vial. La repercusiones reales del cambio operado, sobre todo en la actuación educativa de los padres en el hogar familiar y la de éstos y los educadores en los centros públicos y privados de enseñanza (Leyes emotivas), ponen sobre la mesa demasiadas dudas en torno a su eficacia positiva. Lo analizaremos y concretaremos en entregas sucesivas.
La narrativa del cristianismo
Como contrapunto habría que subrayar que, en la narrativa del cristianismo, el dolor y el sufrimiento desempeñan, entre otras funciones, un papel protagonista en la búsqueda personal de Dios mediante el ejercicio de la solidaridad con los demás. El cristianismo -cuya originalidad reside en la encarnación/humanización de Dios en la persona humana de Jesús- no nace de la religión, sino del evangelio. Como subrayado J.M. Castillo, “la idea determinante de Jesús fue (y es) la relación del ser humano con los demás seres humanos. Es decir, el proyecto de Jesús fue la lucha contra el sufrimiento”.
Si, en efecto, repasamos los relatos de humanización, que Jesús llevó a cabo en su vida pública (Delgado, La despedida de un traidor, págs. 227-244), caeremos en la cuenta que su actividad tuvo que ver con el sufrimiento de quienes le seguían (sanar de enfermedades y dolencias físicas o anímicas, paliar el hambre de los necesitados, atender a los pobres, mejorar las relaciones humanas). Cuando Juan Bautista, supo de las obras de Jesús, envió discípulos para preguntarle quién era en realidad. Jesús respondió: “Id y contad lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los ordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11, 4-6; cfr. Lc 7, 18-22). La prueba concluyente y definitiva nos la ofrece Mt 25, 31-46. Es tan claro que no necesita explicación alguna. Basta su simple lectura. “Cuánto hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40) y “Os digo que cuanto dejasteis de hacer a uno de estos más pequeños, a mí dejasteis de hacerlo” (Mt 25, 45).
La bondad, la humanidad, la cercanía a los demás que, por las diferentes causas de la vida, sufren y experimentan dolor y tormento, es el gran signo de identidad del cristianismo. Aquí tiene sentido el sufrimiento humano: lleva consuelo a los demás (solidaridad) y posibilita el encuentro de Dios.