La Misa Crismal del Jueves Santo fue un momento de fraternidad sacerdotal, donde ante el Patriarca que presidió la ceremonia, y los obispos auxiliares, los sacerdotes renovaron las promesas de su sacerdocio.
Algunos de ellos, venidos de lejos, presentaron al Señor los sufrimientos de los últimos meses, llevando las oraciones de sus feligreses, dando testimonio de su fe llena de esperanza a pesar de la situación, recogiendo para ellos recuerdos de estos días santos, en los que tanto les hubiera gustado participar.
En su homilía, el Patriarca recordó que «hoy hemos regresado místicamente al Cenáculo para revivir la última noche del Señor. Estamos aquí para aprender una vez más del Maestro que nos pide actuar, o más bien que seamos como Él. (...) Estamos aquí porque queremos seguir siendo, a pesar del cansancio y del desconcierto, "cristianos y sacerdotes del Resucitado", (...) capaces, gracias a Él, de un amor cada vez mayor y de abandonarnos hasta el final con confianza y esperanza en el Dios que resucita a los muertos.»
El Santo Crisma, consagrado durante esta Misa, en presencia de todos los sacerdotes y obispos de la Diócesis de Jerusalén, se utilizará para todos los sacramentos del próximo año.
El Santísimo Sacramento fue llevado en procesión alrededor del edículo y luego hasta al Calvario, antes de ser depositado en el Santo Sepulcro que sirve de lugar de reposo. De este modo, la liturgia nos ayuda a marcar la entrada de Nuestro Señor en la agonía y la espera de la Resurrección.
Al finalizar la ceremonia, un grupo de peregrinos procedentes de Nigeria expresaron su gratitud y emoción por poder celebrar la Pascua en los mismos lugares donde tuvieron lugar estos acontecimientos, hace 2000 años.
El servicio del Viernes Santo fue presidido por el Cardenal Pizzaballa. Después de llevar una reliquia de la Vera Cruz en procesión al Calvario, ante la cual se postró, se leyó el relato de la Pasión, seguido de una veneración de la cruz, marcada por la presencia de varios Caballeros y Damas del Santo Sepulcro, que habían venido especialmente para el Triduo Pascual, en solidaridad con los habitantes de Tierra Santa.
Organizadas por la Custodia Franciscana de Tierra Santa, las conmemoraciones de la Pasión del Señor se sucedieron, ya fuera el Vía Crucis en la Vía Dolorosa, o la ceremonia, específica de Jerusalén, de las Exequias de Cristo.
En la Vigilia Pascual del Sábado Santo, presidida por el Patriarca, después de la liturgia del fuego y el agua, repicaron las campanas y sonaron los aleluyas por primera vez desde el Miércoles de Ceniza. Frente a esta tumba vacía que todas las parroquias del mundo celebran ese mismo día,la homilía del Patriarca tomó toda su fuerza: «Todavía entramos en la muerte, pero ya no permanecemos en ella, la superamos. Jesús derribó las puertas del reino de la muerte con la única arma a la que la muerte no puede resistir, la del amor».
Esta vigilia preparaba el "Evangelio lleno de entusiasmo y de vida" de la Misa del Domingo de Pascua, donde el Patriarca, que presidió la ceremonia, nos exhortó en su homilía a "empezar de nuevo", con valentía y esperanza, a la luz del Señor Resucitado: «Queremos ser los que tenemos la valentía de apostar por la paz, de seguir confiando en los demás, de no temer la traición, de ser capaces, sin cansarnos, de empezar de nuevo cada vez a construir relaciones de fraternidad, porque nos impulsará no la expectativa del éxito, sino el deseo de bien y de vida que el Resucitado ha puesto en nuestros corazones».