"Todos los orantes son nómadas" Frei Betto: "Orar es algo más allá de lo más íntimo de uno mismo"
"¿Por qué ya no sabemos ser alegres en la relación amorosa con Dios?"
"Orar es arar, surcar lo más profundo de mis sentimientos y pensamientos, dejar que las sombrar se desvanezcan para dar lugar a la luz"
"Quien ora nunca debe proyectar que transpira santidad o aspira a ella. Ni que ansía escalar a las cimas de las virtudes. Basta con acoger lo Trascendente como la tierra se deja fecundar por las semillas"
"Quien ora nunca debe proyectar que transpira santidad o aspira a ella. Ni que ansía escalar a las cimas de las virtudes. Basta con acoger lo Trascendente como la tierra se deja fecundar por las semillas"
Hay muchos modos de orar. Seductora inconclusión, orar es siempre insatisfacción, algo más allá de lo más íntimo de mí mismo. Un gusto de sal arde debajo de la lengua. Un gusto de Sol calienta el pecho y deja nostalgia, una profunda nostalgia del ser que no soy. Y, sin embargo, solo soy siendo. El que no soy y se hizo humano, y se convierte en mi espíritu el ser que soy y debo ser.
Orar es arar, surcar lo más profundo de mis sentimientos y pensamientos, dejar que las sombrar se desvanezcan para dar lugar a la luz. La oración es preanuncio y camino de plenitud. Todos los orantes son nómadas en busca de lo Inaccesible. Dios se encuentra donde menos se espera. Recorre el mundo. Está en lo más ínfimo y en lo más pleno. Aquí y ahora.
Orar es hacerse presente. La nostalgia es siempre ausencia. El futuro, la búsqueda de lo que no se posee. La espera de lo que se sueña. El presente es ser lo que se es siendo lo que no se es, y sí lo que se es en aquel que Es.
Quien ora nunca debe proyectar que transpira santidad o aspira a ella. Ni que ansía escalar a las cimas de las virtudes. Basta con acoger lo Trascendente como la tierra se deja fecundar por las semillas. Dios duerme en el umbral de la puerta, como un perro que vigila y aguarda. Fiel, jamás abandona la casa que lo abriga.
La oración no puede medirse por la extensión de las palabras. Ni por la belleza litúrgica. Tampoco por la armonía de los cánticos o la ausencia de conflictos. Aunque cuando es comunitaria debe ser alegre y festiva.
Ya en el siglo IV se recomendaba que los coros infantiles estuvieran acompañados por instrumentos musicales, bailes y cascabeles. A los ojos de la comunidad, los coros danzantes evocaban los bailes angélicos. En el siglo III, Clemente de Alejandría describía en su Carta a los gentiles una ceremonia de iniciación cristiana en la que había antorchas, cantos y ruedas de danza, “junto con los ángeles”. Eusebio de Cesárea (+339) narra que los cristianos conmemoraron la victoria de Constantino bailando ante Dios: “Con danzas e himnos en campos y ciudades honraban primero al Dios del Universo… y después al piadoso emperador”.
Hoy en día nos avergüenzan el cuerpo y los movimientos del cuerpo. La racionalidad moderna nos transformó en ángeles barrocos: cabezas enormes sobre cuerpos deformes. Loamos a Dios pronunciando discursos. Pero en la relación de amor entre un hombre y una mujer, las palabras cuentan menos que los gestos. ¿Por qué ya no sabemos ser alegres en la relación amorosa con Dios? ¿Será que como los sesudos monjes de Umberto Eco en El nombre de la rosa consideramos que la risa es un atributo del demonio? Según Dante, en el infierno no hay esperanza ni risa; en el purgatorio no hay risa, pero queda la esperanza; y en el cielo, la esperanza ya no es necesaria, todo es risa.
Felizmente, hay quienes se atreven a romper los límites cartesianos que nos encierran en el espacio restringido de una liturgia ortofónica, repetitiva, recitativa (por eso los protestantes usan el verbo orar, y no rezar, derivado de recitar) y levantan vuelo al amplio espacio de la gratuidad amorosa.
Cuando salí de la prisión política a fines de 1973, las monjas benedictinas de Belo Horizonte me recibieron con un espectáculo de danza animado por una novicia proveniente del ballet de Bahía. Ellas entendían de liturgia.
La oración es acción, inhalación, respiración, conspiración, sublimación, encarnación, conversión, revolución y, sobre todo, pasión. Oro no solo cuando medito, pido, hablo o usufructúo el silencio que acaricia mi espíritu. Oro no solo en el silencio que me absorbe como vigilia permanente, sueño despierto, muerte que gesta vida. Oro, sobre todo, cuando el Espíritu viene en socorro de mi debilidad, como escribió San Pablo. “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8,26).
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