"Lo que subyace tras la exclusión de la mujer del sacerdocio ordenado es el temor a perder el modelo de poder establecido" Sin igualdad no habrá sinodalidad ni auténtica fraternidad en la Iglesia
"Creo que ha llegado el momento de alzar la voz, especialmente en lo que respecta a la injusticia que padecemos las mujeres en la Iglesia, quienes somos excluidas para el sacerdocio ordenado y marginadas en la toma de decisiones"
"¿Debemos las mujeres permitir que sean los varones eclesiásticos quienes determinen nuestro lugar en la Iglesia?"
"Las mujeres ya no podemos conformarnos con concesiones superficiales, que buscan perpetuar el sistema establecido que nos margina. No debemos aceptar las migajas que caen de la mesa de las autoridades eclesiásticas"
"Las mujeres ya no podemos conformarnos con concesiones superficiales, que buscan perpetuar el sistema establecido que nos margina. No debemos aceptar las migajas que caen de la mesa de las autoridades eclesiásticas"
| Anna Seguí ocd
Introducción
Quiero compartir mis reflexiones sobre la sinodalidad, abordando este tema con paz, pero también expresando mis preocupaciones sobre las incoherencias y desproporciones que hay en cuanto a la representatividad. Creo que ha llegado el momento de alzar la voz, especialmente en lo que respecta a la injusticia que padecemos las mujeres en la Iglesia, quienes somos excluidas para el sacerdocio ordenado y marginadas en la toma de decisiones.
Dice Juan de la Cruz: “El mirar de Dios es amar”. Y esa mirada divina posee el poder de sanar y liberar. En este momento crucial de la historia, nosotras, las mujeres seguidoras de Jesús que vivimos una vida para el Evangelio, sentimos esa mirada llena de amor y acción libertadora. Esto nos impulsa y da la valentía necesaria para ir desafiando el poder excluyente que caracteriza el sistema eclesiástico, reivindicando nuestra dignidad como hijas de Dios, creadas para la libertad y la igualdad.
El amor de Dios y la encarnación de Cristo Jesús nos sitúan en un plano de igualdad respecto a los varones, en derechos, en fraternidad y en libertad plena. En la Iglesia, lo que debemos vivir es el servicio mutuo entre hermanos y hermanas, entregándonos generosamente, tal como lo hizo Jesús. El amor fraterno nos pide vivir en la comunión entre iguales, sin que nadie esté por encima de los demás. Es fundamental comprender que, sin igualdad, no hay sinodalidad ni auténtica fraternidad.
Mujeres ¿quién ha de decidir nuestro puesto en la Iglesia?
¿Debemos las mujeres permitir que sean los varones eclesiásticos quienes determinen nuestro lugar en la Iglesia? Hoy Dios nos hace comprender que ya no debemos ser excluidas de la toma de decisiones sobre aquello que nos concierne dentro de la realidad eclesial. Lo que nosotras hemos de vivir, nosotras mismas lo hemos de decidir. Esta situación exige un cambio radical en la forma en que se ejerce la autoridad en la Iglesia. Es necesario pasar de un modelo de poder imperialista a otro muy distinto, basado en el servicio humilde y compartido, que incluya activamente a las mujeres. Solo así podremos avanzar verdaderamente en el camino de la sinodalidad, promoviendo una comunidad eclesial más inclusiva y representativa de todos sus miembros.
La jerarquía debe bajar de su encumbramiento para encontrarse con el Pueblo de Dios y tratar entre iguales, como sencillos y humildes hermanos y hermanas en la fe. Lo femenino debe ser reconocido con todos sus derechos. Nuestro papel en la Iglesia como mujeres debe desarrollarse en igualdad de condiciones y oportunidades. En última instancia, todos debemos situarnos donde Jesús se situó: a los pies de la humanidad. Este es el lugar de los cristianos en la Iglesia y ante el mundo entero: ser simples servidores y servidoras a imitación de Jesús, quien “pasó haciendo el bien”.
Realizar lo que somos
Las mujeres debemos ejercer nuestra libertad y ubicarnos en el lugar donde Dios nos quiere: ser presencia eucarística en medio de la humanidad. La identidad del cristianismo es, en su esencia, eucarística, lo que nos invita a ser celebradoras de lo que Dios nos ofrece: la carne y sangre de Jesús, el pan de Dios. Es momento de empezar a ejercer esta libertad celebrativa en pequeños grupos, sin temor a represalias. Con valentía y determinación, libres y sin temores, debemos llevar a cabo gestos visibles de nuestro sacerdocio en Cristo Jesús. La Eucaristía no es de propiedad exclusiva de los sacerdotes; forma parte de la identidad de cada hijo e hija de Dios, es una gracia divina destinada a toda la comunidad y el Pueblo de Dios.
Convocar y celebrar lo que somos es ya un signo profundo de nuestra identidad celebrativa y de nuestra libertad en Cristo Jesús. Él vive en nosotros y nos transforma en lo que Él es: Pan de Vida. La Eucaristía no puede ser “acción de gracias” cuya celebración esté reservada exclusivamente a varones. Dios no impone restricciones; estas limitaciones provienen de la estrechez de la mente humana, revelando una comprensión muy mezquina además de una gran falta de generosidad. “Siempre seréis ricos para ser generosos” (2 Cor 9,9). Todos y todas poseemos los dones y la gracia de Dios, y la llamada del Resucitado “Id y anunciad” es para todas y todos. El único sacerdote es Cristo Jesús, quien se nos da plenamente a todos y todas.
El Espíritu de Dios nos da fuerza y nos anima a vivir nuestra esencia en plena libertad. Es fundamental manifestar lo que realmente somos: Eucaristía. Ya no podemos esperar un “permiso oficial” para hacerlo. Ha llegado el momento de reconocer y actuar conforme a nuestra identidad. Todos y todas participamos del único sacerdocio de Cristo Jesús y de esta realidad de “ser Eucaristía”.
Desgraciadamente, la visión muy limitada de gran parte de la jerarquía eclesiástica no puede reconocer este derecho y don de Dios que nos pertenece a cada uno y cada una de nosotros. La institución, a lo largo de los siglos, se ha ido convirtiendo progresivamente en un imperio autoritario, distanciándose del estilo sencillo, humilde y pobre que caracterizaba a Jesús. Es esencial que volvamos a nuestros orígenes, revalorizando la inclusividad y la participación activa de todas las personas creyentes, para que juntos podamos vivir y compartir la Eucaristía en toda su plenitud.
Muchos y muchas somos conscientes de que esta situación ya no es sostenible, y es responsabilidad de todos y todas romper con esta injusticia, que quita toda credibilidad a una Iglesia que se define a sí misma “católica”, universal. Esta búsqueda de libertad representa un desafío profético, tanto para cada creyente como para toda la comunidad eclesial. Porque, de hecho, en el fondo de la cuestión de la exclusión de las mujeres del sacerdocio ordenado, lo que subyace es el temor a perder el modelo de poder establecido. Pero la verdadera justicia del Reino se manifestará solo cuando las relaciones se fundamenten en la igualdad, garantizando los mismos derechos a todas las personas. Sin duda, la exclusión de las mujeres es una violación de la justicia del Reino de Dios. ¿Puede realmente existir sinodalidad sin igualdad?
Ser voz y mensaje
Dios nos está inspirando, y nos brinda todo lo necesario para atrevernos a embarcarnos en la aventura de crear y vivir la nueva Iglesia del futuro, aquella que aún no ha sido revelada. Durante dos mil años, a las mujeres se nos ha negado la oportunidad de expresarnos plenamente, silenciándonos con frases como: “Las mujeres callen en la Iglesia” (1Co 14,34). Sin embargo, ha llegado el momento: Dios nos impulsa a alzar la voz y proclamar un mensaje lleno de agudeza y valentía, permitiéndonos ser libres para celebrar nuestra verdadera naturaleza: todo lo que Él es y que se manifiesta en nosotras. Anunciarlo y vivirlo se convierte en nuestra nueva y urgente misión. Es hora de que la Iglesia reconozca nuestros dones carismáticos y proféticos, abriendo realmente camino a lo femenino, y las mujeres podamos ejercer el ministerio del sacerdocio ordenado como servicio a las comunidades.
No buscamos dividir, sino ampliar la unidad en la gran pluralidad y riqueza de la diversidad, como carisma libertador que llevamos dentro. Nos afirmamos en Jesús y en su deseo profundo de que hombres y mujeres experimenten plenamente la fraternidad y anuncien con su vida el Reino de Dios. Jesús se entregó totalmente a todos y todas, sin mandar a los varones que se convirtieran en sacerdotes, ya que, de hecho, no ordenó a nadie, ni a varones ni a mujeres; la apropiación exclusivamente masculina del sacerdocio ordenado ha sido fruto de los condicionantes culturales, primero de los cuales, la supuesta “inferioridad” de la mujer (S. Tomás) respecto al varón.
La desigualdad que hemos padecido ha sido el resultado de un largo proceso histórico en el que hemos sido marginadas, excluidas y silenciadas por completo. Nuestra exclusión en la Iglesia es, en esencia, una injusticia profunda. Todo lo que no sea humanamente digno y no esté en sintonía con la voluntad amorosa de Dios debe ser erradicado. La exclusión ni es humanamente digna ni es de Dios; excluir es un acto tiránico, que perpetúa el sufrimiento y la desigualdad. Durante milenios las mujeres hemos sido sometidas. Ahora hemos despertado para alzarnos y liberarnos de las cadenas de la exclusión y las imposiciones. Dios nos quiere erguidas, con voz y palabra, no sometidas ni encorvadas ante lo clerical.
Sin igualdad no habrá sinodalidad
Lo esencial de la praxis y el mensaje de Jesús radica en la dignidad y la libertad para toda criatura humana, en la fraternidad y la amistad que nos iguala. Todo lo que la Iglesia oficial no reconozca como principio liberador, no podrá generar la justicia del Reino de Dios, tan necesaria y urgente para la humanidad. Urge promover la igualdad y los derechos plenos para las mujeres, ya que esto es fundamental para alcanzar la sinodalidad, el “caminar juntos” hacia la Plenitud que es Dios. Sin igualdad no habrá sinodalidad.
Nuestra vocación cristiana es ser portadores de las Bienaventuranzas del Reino de Dios, donde no hay lugar para exclusiones. Solo a través del amor y el servicio mutuo podremos ser verdaderamente personas iguales, libres, generosas y dignas de confianza. Cuanto más sencillo y humilde sea el sistema eclesial, más claramente brillará el rostro del Resucitado y más evidente será el Reino de Dios. Si Jesús se abajó a los pies de la humanidad, también nosotros-as debemos hacerlo.
El presente y futuro de la Iglesia están en manos de las mujeres, que en ella somos mayoría. Sin las mujeres, ¿existiría realmente la Iglesia? Ellas son las anunciadoras de la Resurrección y las primeras enviadas. Es crucial que avancemos juntas para tener voz y voto en las decisiones que afectan a toda la Iglesia. Debemos avanzar hacia un modelo de Iglesia en el que se escuche de verdad a todas las comunidades eclesiales. Ya no es tiempo de imposiciones, exclusiones, prohibiciones, sumisiones o dominaciones.
La jerarquía y el Pueblo de Dios, así como las comunidades y las diócesis, deben caminar juntas -en esto consiste la sinodalidad- en diálogo y consenso. Es necesario repensar y renovar la Iglesia de manera colectiva, entre todos y todas. Ya no puede ser un sistema absoluto que decide por todos, sino una fraternidad que toma decisiones comunitariamente, orando, reflexionando, dialogando y confrontando propuestas. Todo debe partir del Evangelio, no del Derecho Canónico. El servicio humilde y fraterno debe ser el modelo a seguir, no la imposición de unos sobre otros-otras. En la vida cristiana, solo Jesús es el Maestro.
Conclusión
Lo repito cual profeta y mística, lo repetiré hasta el fin de mis días, y ante el Papa tantas veces como Moisés ante Faraón: sin igualdad, no puede haber sinodalidad ni auténtica fraternidad. Devuélvannos la dignidad que se nos ha robado. Las mujeres ya no podemos conformarnos con concesiones superficiales, que buscan perpetuar el sistema establecido que nos margina. No debemos aceptar las migajas que caen de la mesa de las autoridades eclesiásticas, quienes temen alterar el modelo que ellos mismos han creado. Es fundamental reconocer que, sin igualdad, plenos derechos y libertad para las mujeres, la justicia del Reino de Dios queda crucificada.
Esta demanda exige una reforma radical y profunda en la Iglesia, promoviendo el reconocimiento integral de los derechos de las mujeres. No debemos conformarnos con menos. Es hora de exigir un cambio verdadero y significativo que refleje la esencia del mensaje y la praxis de Jesús. Un cambio que no solo incluya a las mujeres en el diálogo, sino que también nos otorgue el pleno derecho de decisión y participación. Solo así podremos construir una comunidad eclesial que viva en auténtica sinodalidad, donde cada voz sea escuchada y valorada. La igualdad no es un objetivo a alcanzar, sino un principio fundamental de nuestra misión como mensajeras del Reino de Dios.
Caminemos juntas hacia la ansiada renovación, para que cada persona pueda encontrar su lugar en el corazón de nuestra madre Iglesia, y vivirlo plenamente y con gozo.
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