El 10% del clero procede de Karadima La preocupante realidad de la Iglesia chilena
(Marco A. Velásquez).- La vocación esencial de la Iglesia es servir. Se trata de un servicio que consiste en actualizar la esperanza que despierta la fe en Jesucristo. Y vaya que hay necesidad urgente de esperanza en el mundo y en Chile. Por eso, toda la Iglesia Pueblo de Dios se orienta a ese fin, y ninguna excusa justifica desviarse de esa obligación.
El bien y el mal conviven en el corazón humano, como el trigo y la cizaña conviven en la sementera donde se labra el Reino de paz, de justicia y de amor. Si el trigo alimenta y alegra a los trabajadores del Reino, la cizaña malogra la fatiga humana y desvirtúa los sacrificios de los sembradores. Cuando la cizaña se dispersa en abundancia, mata la esperanza de un pueblo que espera ansioso la cosecha. Algo de eso viene ocurriendo en la Iglesia chilena.
Chile tiene un pasado eclesial glorioso. La historia se remonta a los tiempos de la Colonia donde la influencia de los primeros misioneros españoles, dominicos, franciscanos y jesuitas, trajeron la simiente del Evangelio. En la Independencia, Chile contó con audaces clérigos que contribuyeron a consolidar las ideas emancipadoras. En el apogeo de la República, la Iglesia fue un baluarte que ayudó a sentar las bases de su historia.
A mediados del siglo XX, Chile contó con intrépidos obispos que, empapados de la doctrina social de la Iglesia, impulsaron grandes transformaciones sociales como la Reforma Agraria. En ese espíritu se forjó el gran apóstol social, san Alberto Hurtado, que marcó a Chile con una impronta solidaria que sobrevive especialmente entre los jóvenes. Como anticipo del Concilio, obispos como Manuel Larraín tuvieron la intuición de crear la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM); cuna de las magistrales conferencias de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida. Y en los tiempos dolorosos de la dictadura, la mayor parte del episcopado y muchos sacerdotes, religiosos y religiosas, se jugaron la vida defendiendo los Derechos Humanos de hombres y mujeres perseguidos, cuyo mayor emblema fue la Vicaría de la Solidaridad.
Eran días en que el trigo crecía y se multiplicaba con generosa abundancia en Chile.En los años 80, en plena dictadura, mientras unos sembraban esperanza, otros, ocultos en la sombras de una noche oscura, dispersaban cizaña pastoral que habría de frutificar varios años después, con odiosa fecundidad.
Eran los días en que el nuncio del papa Juan Pablo II, ahora cardenal Angelo Sodano reconfiguraba el episcopado chileno. Lo hacía en la "salita del nuncio", ubicada en la Parroquia de El Bosque, donde escuchaba los consejos del padre Fernando Karadina y del encargado de Pinochet para los asuntos religiosos, don Sergio Rillón.
Con el paso de los años, el padre Fernando Karadima fue acusado de graves delitos de pederastia. Los hechos prescribieron judicialmente por obstrucción y por dilación. Aún así, la justicia civil investigó y encontró verosímiles las acusaciones que no pudo sancionar. Sólo la Congregación para la Doctrina de la Fe pudo declararlo culpable y lo sancionó, retirándolo a una vida de oración y penitencia.
Fernando Karadima, de quien se había construido una verdadera idolatría, ha sido y es protegido por importantes eclesiásticos chilenos y extranjeros, en virtud del poder económico, político y eclesial que lo asiste. Gozaba de la más alta consideración eclesial y social por haber regalado abundantes vocaciones sacerdotales a la Iglesia, logrando la ordenación de cerca de 50, cinco de los cuales fueron ungidos como obispo. La influencia de Fernando Karadima en la Iglesia chilena ha sido y sigue siendo determinante, ya que cerca del 10% del clero de la arquidiócesis de Santiago fue formado a su estilo, bajo la eclesiología de El Bosque, que dista mucho de sintonizar con el Concilio Vaticano II. Entre los sacerdotes formados por Karadima hay buenos hombres, aun así, son objeto de las desconfianzas naturales de sus fieles.
Actualmente existe un juicio civil contra el Arzobispado de Santiago, donde las víctimas de Karadima acusan a los cardenales Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati de no haber actuado conforme al conocimiento que tenían de los delitos cometidos por el párroco de El Bosque. En este mes de septiembre dicho juicio se ha reactivado, por lo que se espera que las desconfianzas que afectan seriamente a la Iglesia chilena sigan socavando su credibilidad social.
Lamentablemente existen otros graves escándalos que han dañado la imagen de la Iglesia chilena y que agudizan su descrédito, aun cuando la mayoría del clero y algunos obispos son cristianos ejemplares.
En el año 2002, se presentaron graves denuncias por abuso de menores contra el arzobispo de La Serena, Francisco José Cox. Sin mediar un proceso canónico que fuera informado a la sociedad, fue obligado a renunciar a sus labores pastorales y se le recluyó en un monasterio en Alemania. Los mayores costos eclesiales los sigue pagando el sacerdote diocesano que lo denunció, el padre Manuel Hervia.
En 2011, el suicidio del religioso Rimsky Rojas puso término a la posibilidad de esclarecimiento y justicia a un conjunto de casos de abusos sexuales contra menores, según hechos denunciados en las diócesis de Punta Arenas y Valdivia. Entre los hechos denunciados persiste la inexplicable desaparición del joven Ricardo Harex, de cuyo destino nada se sabe desde el año 2001.
En enero de 2006, apareció muerto en su domicilio el padre Benedicto Picardo en la arquidiócesis de Puerto Montt, cuya investigación determinó su asesinato en el contexto de una red de homosexuales que frecuentaban su domicilio. El hecho involucró a otro sacerdote, que fue expulsado del clero y que se mantiene excomulgado por fundar una Iglesia aparte en la localidad de Piedra Azul.
En abril de 2006, la diócesis de Chillán fue remecida por el asesinato pasional del padre Cristián Fernández Fletá. Las pericias de la Policía de Investigaciones determinaron que ocho sacerdotes estaban confesos de participar en fiestas privadas con jóvenes de escasos recursos para mantener relaciones sexuales.
En 2012, en el obispado de San Felipe se produjo el impúdico hecho en que sacerdotes del clero diocesano denunciaron a su obispo y a un religioso por abuso de menores; a lo que el obispo reaccionó denunciando a algunos miembros de su clero. Los hechos fueron investigados por la Congregación para la Doctrina de la Fe, estableciendo la inocencia del obispo.
En el año 2012, el obispo de la diócesis de Iquique, Marco Antonio Ordenes, reconoció como "acto imprudente" su relación con un joven, motivo por el cual se vio forzado a presentar su renuncia al episcopado.
En enero de 2015, la diócesis de Osorno fue remecida con la designación del obispo Juan Barros Madrid como pastor de esa Iglesia local. Los primeros en reaccionar fueron las víctimas de Fernando Karadima, que acusaron al obispo Barros de encubrimiento y complicidad de los delitos cometidos en El Bosque. La situación desencadenó reacciones de todos los sectores de la vida social y eclesial de Osorno, convirtiéndose rápidamente en un hecho de impacto nacional. Ninguna de las gestiones destinadas a impedir dicho nombramiento produjo resultados y el obispo asumió en medio de vergonzosa ceremonia, quedando como un obispo impuesto.
La comunidad se organizó y el problema, lejos de aquietarse con el paso del tiempo, se ha agravado dolorosamente. Así, una creciente cantidad de fieles reniega del obispo, incluyendo a sacerdotes, religiosos, religiosas y diáconos; las comunidades no le permiten acceder a sus asambleas y el obispo, en consecuencia, permanece encerrado y no participa de actos públicos. Los jóvenes que esperan recibir el sacramento de la confirmación no aceptan recibirlo bajo la consagración del obispo. Los hechos, han reafirmado las convicciones de una comunidad herida con la jerarquía de la Iglesia, porque no se sienten escuchados, se sienten discriminados, humillados y menoscabados como cristianos.
En medio de la adversidad, las comunidades se han unido férreamente, y ante la incapacidad del obispo para ser el signo de comunión y unidad fraterna, han convertido al querido siervo de Dios y primer obispo de Osorno, el fallecido fraile capuchino Francisco Valdés Subercaseaux, en su legítimo pastor. Sin desfallecer en su propósito de reclamar un obispo con olor a oveja, las comunidades han optado por formarse teológicamente, madurando la espiritualidad laical y tomando conciencia de actuar unidos como Pueblo de Dios.
Al contemplar la compleja y dolorosa realidad de la Iglesia chilena, comienzan a observarse signos de esperanza, donde el laicado de Osorno parece dar pistas interesantes de una suerte de resiliencia pastoral en medio de la adversidad. Porque ese testimonio comienza a ser observado por otras comunidades eclesiales del país y de otros lugares del mundo, donde son invitados a compartir su experiencia.
La admiración que despierta en muchas latitudes el ejemplo de los laicos de Osorno es su capacidad de constituirse como auténtico Pueblo de Dios, prestando de paso un invaluable servicio que ayuda a desclericalizar la Iglesia, porque al fin y al cabo "todo redunda para el bien de los que aman a Dios" Rm 8, 28.