Felices quienes no echan nunca la llave a la puerta, y así esté siempre abierta para cualquiera que pida un consejo, una palabra de consuelo, una confidencia, un silencio cómplice y acogedor.
Felices quienes estrechan la mano con calidez, y con una sonrisa te acomodan en el sillón más confortable de su casa.
Felices quienes hacen de la hospitalidad el lema y principio de su relación con los demás, de esta forma crecen cada día más en humanidad.
Felices quienes, cuando te invitan, lo hacen de corazón y te sientes en ese hogar como en tu propia casa.
Felices quienes se despojan de su tiempo con generosidad para acompañar a quienes se encuentran solos, abatidos, desesperanzados, hundidos, agotados.
Felices quienes reciben con los brazos abiertos a los que la sociedad rechaza: emigrantes, presos, marginados, enfermos de sida, prostitutas, jóvenes conflictivos…
Felices quienes intentan entender al diferente, a quien tiene otra manera de pensar, otra religión, otra opción política u orientación sexual, para llegar poco a poco a admitir a los demás tal como son.
Felices quienes acogen y apoyan a los demás cuando les necesitan, quienes acuden a la primera llamada y vuelven más unidos, por el mismo sendero de la fraternidad