Benedicto XVI, un nombre para la eternidad - Segunda parte

El post anterior con este título ha recibido un comentario de quien se firma Geroteo de Segovia. Su enfoque es verdaderamente singular, en tal grado que lo hace digno a ser liberado de los comentarios y convertirlo en segunda parte de mi artículo. Los párrafos de nuestro susodicho lector nos dan un complemento enriquecedor del tema que mis fieles lectores seguramente agradecerán.

Autorizado por el autor solamente he subrayado algunas palabras o frases de atención preferente y adaptado su texto a la confección usual del blog. Queden, pues, en el aire el misterio o la indiferencia, las perplejidades y las proyecciones de presente. Y que cada cual cace al vuelo lo que su espíritu le conceda.

Seguidamente el texto que firma Geroteo de Segovia:

¿Por qué Benedicto?

Muy interesante la relación que se establece en su artículo entre la elección del nombre Benedicto cinco años antes de la elección, y esa previsión de Jean Raspail, decenas de años antes. Ni lo uno ni lo otro son casualidades, sino causalidades, y además estrechamente relacionadas. Los que le conocen saben que Jean Raspail demostró en repetidas ocasiones, aunque de modo totalmente involuntario, tener una facultad profética verdaderamente asombrosa.

Igual que ante sonados "affaires" los franceses suelen decir "Cherchez la femme", busquen a la mujer inspiradora, de los últimos Papas hay que decir "Cherchez l´écrivain", busquen al inspirador de esos personajes. Buonaiuti para Juan XXIII, Maritain o Jean Guitton para Pablo VI, Mickiewicz para Juan Pablo II, y Jean Raspail, para Benedicto XVI. Más concretamente, en su novela "L´anneau du pêcheur" (El anillo del pescador), donde pone en escena a los sucesores del Papa Luna, Benedicto XIII.

No es éste otro que nuestro aragonés Pedro de Luna, Papa en Aviñón, que se mantuvo "en sus XIII", persistiendo hasta el final en afirmar que él era el único Papa verdadero, cuando el Concilio de Constanza ya había cerrado la cuestión eligiendo a Martín V. Desde Peñíscola, señala entonces para sucederle a unos pocos cardenales que elegirían a otros Papas, (o antipapas), siempre llamados Benedicto, preservando a través de los siglos un “papado” legítimo cada vez más acosado, ignorado, necesitado. Y es aquí donde el autor pone en escena al último Benedicto, en el año 1993, vagando por las calles de Rodez, harapiento y macilento, pidiendo limosna para poder sobrevivir, pero conservando en su vieja mochila el cáliz del S. XV. con el que dice Misa tradicional, en latín, siempre que puede, su estola roja pontificia y el anillo del pescador, con el que sellar algún improbable documento oficial.

Este singular peregrino realiza su último viaje, hasta Roma, para avisar a su competidor más afortunado, Juan Pablo II, de los peligros que se ciernen sobre la Iglesia, y que podrían reducir a los Papas romanos a la misma indigencia y al mismo estado de fugitivo en que él se encuentra ahora.

El autor aprovecha ese periplo para pasearnos por ciertas localidades del Sur de Francia, relacionadas con uno u otro de esos Benedictos, por ejemplo Maguelone, en que la antiquísima catedral, situada, como Venecia, en entorno lacustre, se ha convertido en dolorosa metáfora de la situación presente y, sobre todo, futura, de la Iglesia: De ser ciudad rica y populosa, cabeza de importante diócesis, sobre la que regía poderoso monasterio, no quedan sino ruinas en medio de las que surge una despojada catedral dedicada a Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia Romana.

Aquel Benedicto acaba muriendo en Senez, sede del obispado más pequeño y más pobre de Francia, en brazos de un agente del Vaticano, que acabará celebrando su funeral y sepultándolo en las cuevas vaticanas.

Puede adivinarse que desde que leyó esa novela el entonces cardenal Ratzinger se identificó plenamente con Benedicto, profecía viva del oscuro futuro de una Iglesia cuyos bastiones él mismo había desmantelado bajo la guía de su maestro Hans Urs von Balthasar.

Es por ello que aceptó la misión, 10 años antes de la muerte de su predecesor, consistente en abandonar progresivamente la influencia externa que aún pudiese quedarle a la estructura institucional vaticana, para permitir que la Iglesia se replegara sobre lo más importante y necesario, representada en instituciones como, sin duda lo es la fundación de Mons. Lefebvre, la FSSPX.

En el Año Santo 2000 el Cardenal Ratzinger estaba, por tanto, recorriendo el mismo camino que el último sucesor del Papa Luna. Primero, haciéndose peregrino como él, y luego recorriendo el Sur de Francia tras sus huellas. Por eso escribe la postal en Montpellier. Después de haber visitado Maguelone la echa al correo en el municipio de Les Thuiles, tras haberse recogido en la diminuta catedral de Senez, y acaba su periplo en Tarantasia, origen de Pedro de Tarantasia, cardenal-obispo de Ostia, dignidad que el Cardenal Prefecto recibió poco después como Decano del Sacro Colegio, y sucesor señalado de y por el mismo Juan Pablo II.

Más coincidencias: Antes del Cónclave de Abril 2005, se retira al monasterio benedictino de Subiaco, origen de toda la Orden benedictina forjadora de Europa, y todo el mundo cree que de ahí viene el nombre Benedicto. Pocos se acuerdan de que el reconocido escritor modernista Fogazzaro sitúa su "santo reformador" precisamente en Subiaco. Es allí donde el protagonista, Piero Maironi, cambia su nombre por Benedetto. Finalmente va a Roma, donde trata de convencer al Papa de la necesidad de lanzar una reforma radical, pero incomprendido y enfermo muere decepcionado.

Para más coincidencia, "Il Santo" se publicó justo un siglo antes de la elección del actual Benedicto XVI...

La última conferencia del Cardenal Ratzinger, antes de la elección, pronunciada en el mismo Subiaco, es elocuente: Pinta con mano maestra la historia del enfrentamiento secular entre dos religiones: la de Dios que se hace Hombre, la Iglesia, enfrentada con la del Hombre que pretende hacerse Dios, la Ilustración. Aunque propone una imposible síntesis de esas dos religiones en una unidad superior, intentada por el Concilio, se adivina, por sus silencios mejor aún que por sus palabras, que sabe perfectamente que le espera un enfrentamiento cataclísmico en que uno sólo de los contendientes sobrevivirá, y sabe que esa hora de la verdad puede tocarle a él, despojado de todo y fugitivo, como el Benedicto de Jean Raspail.

No en vano la profecía de san Malaquías le señala como el último pontífice, antes de la renovación de la Iglesia y del mundo... Gloria Olivae.



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Con mi agradecimiento.
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