Celibato, sacerdocio y homosexualidad. ©
Tengo mis ideas acerca de por qué y por donde entró esta desgracia, mas como estoy seguro de que también lo saben las autoridades apostólicas no quiero tocarlo, por lo que me ceñiré a su incompatibilidad con el sacerdocio. Es decir, como es habitual en este blog a la parte religiosa del asunto, donde tiene importante papel el celibato.
Orígenes generales.-Siempre hubo casos de desvío pero nunca como ahora. Y parece que la razón de esta acedia, este dejar pasar de nuestros pastores, es muy clara: la doctrina humanista que nos coloca, a nosotros, los amos del Olimpo, por encima de toda Ley y orden natural. Trepando como amos al Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal para legislar al antojo de nuestros particulares demonios. Falsa antropología que en la vida de la Iglesia acarreó siempre la parvedad vocacional y la consecuente relajación en las admisiones al seminario.
Pocos reflexionan sobre cómo se llegó a esto. No es plato de gusto. Pero ningún mal desaparece ignorándolo. La gangrena y las úlceras se curan oxigenándolas, no tapándolas. Como avestruces usamos de prudentes regates: “Son cosas del extranjero...” O se echan balones fuera: “Campañas de una prensa anticlerical...” Pues, no. Es problema de la Iglesia.
Porque la homosexualidad se ha convertido en un nuevo instrumento para nuestra destrucción, junto a la masonería y el marxismo. Hay más daño hoy con este triángulo mortal que con los incendios y persecución de los doscientos años pasados. No querer verlo es casi una prueba de complicidad. Jamás hubo dentro de la Iglesia una enfermedad moral semejante, secreta y a la vez visible, de sus miembros. Este problema de nuestro tiempo es tan siniestro, tan ladino, oscuro y letal que no le vemos otro arreglo que una mayor exigencia en el filtro de las admisiones a los seminarios y noviciados. Algo se está intentando, pero sin ir a la raíz y origen puesto que a la soberbia le duele mucho rectificar.
Será bueno que hablemos del celibato religioso.
Sobre la virtud que lo sustenta.- La castidad y la pureza son elementales para el célibe religioso. El celibato sin castidad es un tormento, una equivocación que no puede mantenerse a riesgo de volverse locos. Creo que la jerarquía — esa forma de no decir la autoridad apostólica — debe preocuparse del celibato de los sacerdotes, sí, desde luego, pero más de educarlos en la virtud de la castidad. Es evidente que el compromiso del celibato se vuelve papel mojado si no se fundamenta en una educación espiritual.
Creo no desviarme de la realidad si digo que la razón de que el celibato fracase está en la doctrina nueva de la Iglesia que, en la vida práctica, ha mundanizado el objeto del sacerdocio por el que ahora sus ministros hablan más del mundo y sus filosofías que de las verdades de nuestro Credo y sus bienes. Mientras siga la moda - de moda, moderno y, de moderno, modernista – de esquivar la proyección hacia Dios para servir al hombre y a sus derechos, todo lo que se imparta en los seminarios será contrario al Evangelio.
Porque en el Evangelio se enseña que el sacerdocio sirve para colocar al hombre delante de Dios. ¿Es que no es así la insistente referencia de Cristo, en todos los pasajes, incluido el Sermón de la Montaña? De mi propia experiencia de creyente deduzco que este desequilibrio de la Iglesia contemporánea es lo que durante las últimas décadas ha producido sacerdotes al borde de la esquizofrenia por las cosas santas que hacen frente a las prosaicas que predican, empeñados en defender lo meramente humano.
La castidad es posible; y, por supuesto, el celibato cimentado en ella. Porque la castidad es la virtud que determina el celibato, y no al revés. Incluso los matrimonios cristianos ejercen castidad para bien pasar ocasiones de la vida que les sirven de purificación. No se es casto por la obligación de ser célibe sino que celibato y castidad son en el sacerdote, o en el consagrado, la consecuencia lógica y natural de una elección definitiva de servicio a Dios. Proviene del contacto directo con lo divino, y sus cosas sagradas.
Para los que con auténtica fe viven el misterio del altar y se notan tan cerca de la zarza ardiente, tiene que hacérseles muy llevadera, virtualmente fácil, la castidad. Es la grandeza única del sacerdocio católico que maneja entre paños y vasos cosas tan grandes que le sobrepasan. Que nos sobrepasan. Como lo que creemos es Cuerpo y Sangre de Jesucristo entregados por nosotros en el Sacrificio de la Misa. Cuando al ex-presidente americano, Richard M. Nixon, dos grandes compañías multinacionales le ofrecieron aceptara presidirlas, él contestó: «Después de dirigir a la nación más poderosa del mundo no hay cargo que me entusiasme». Es una respuesta lógica. Lo refrenda la experiencia de Moisés de quien la tradición rabínica nos asegura que cuando bajó del Sinaí «no conoció más a su mujer». Como lo asegura el judío Filón al afirmar que el celibato por motivos de religión era costumbre entre los hebreos. (Comentarios a las Sagradas Escrituras).
Del mismo modo podemos creer que desde que la Virgen María fue cubierta «por la fuerza del Altísimo» le resultara de lo más natural continuar virgen, y a San José entenderlo. Me afirmo, pues, en que de la castidad del sacerdote, fuente del celibato, surge como de una ecuación matemática responder por encima de la naturaleza a una profesión que es, siempre, sobrenatural. Desgraciadamente, el meollo del problema está en la lenidad asombrosa de la Iglesia postconciliar que relegó, quizás repudió, el sentido sobrenatural de su ser y de su estar en el mundo para transformar a sus sacerdotes en personas “iguales al resto de la gente”. ¡De qué se asombrará nadie que un obispo argentino tenga una amante, que aquél prior caiga en la pederastia y algún cura en la homosexualidad!
La homosexualidad...- Interesante el desprecio a la mujer de algunos progresistas. Ya resultaban raros sus argumentos respecto a la comunión en la mano. Así, cuando entre ellos estaban "el asco a las babas de los viejos” y a "los labios pintados de las jóvenes". Igualmente esas repetidas ironías en opulentas parroquias que se prodigan en sus sermones contra lo que ellos llaman “marujonas”. Pobres mujeres, madres, hermanas y abuelas. Fundamento de la sociedad cristiana, maquinistas de un hogar confortable, expertas de una administración más filosófica que económica, constructoras de un refugio cálido y pacífico.
Asimismo no se entiende como se mantienen argumentos usados en algunas congregaciones para captar “vocaciones” sin pensar en el daño que siembran. Por ejemplo aquellos que afirman: «Si no vas a encontrar una mujer como la Virgen (o, para ellas, un marido como San José), lo mejor es que no te cases». Pero lo más "vocacional" a los deleites del cielo es esta cutre propuesta todavía hoy explotada (?) por algunos directores espirituales: «A esa chica tan guapa y que tanto te gusta... ¡imagínatela en el retrete!» Aunque, verdaderamente, el rey de los argumentos para echar a correr fue: «El matrimonio es para la clase de tropa», soberbia descomunal vestida de elitismo.
...y el sacerdocio.- La reflexión central sobre esta incompatibilidad entre la homosexualidad y el sacerdocio católico es que la homosexualidad es una atracción hacia el mismo sexo no originada en un enamoramiento transitivo sino en un deseo homologador e invertido. Amor del propio ego. Un deseo sensual porque la atracción está siempre encaminada a la posesión del “otro yo”, sosias o ”alma gemela”. Los homosexuales protestan de que se trata de amor, pero está claro que esconde un egoísmo arrollador. "Homo” significa igual.
Un seductor experto, el miedo a las exigencias de la vida, el desencuentro paterno-filial o cualquier otro origen más o menos culpable pueden explicar el desvío de la naturaleza, pero, sea lo que sea, lo que triunfa sobre toda supuesta inocencia es la egolatría, el amor de sí mismo. Y eso, ese egoísmo, es lo que hace antagónico el Orden sacerdotal. Es imposible que el amor a Dios y a las almas surja de una tal pasión involutiva. Es una fantasía pensar en el sacerdocio para tal sujeto puesto que la adicción homosexual es el efecto de algo más grave y definitivo: el narcisismo que impide salir de sí. La homosexualidad es efecto del desorbitado, patológico amor de sí mismo proyectado en el amante homólogo. Justamente, el mito griego nos dice que el despreciativo muchacho, convertido en narciso, no quiso apartarse de la contemplación de su propia imagen porque el reflejo de las aguas le enamoró de sí, le “en-si-mismó”.
Debe mirarse a la homosexualidad tal como es, una concupiscencia aun cuando el sujeto la ignore. No es el narcisismo sólo una hipócrita rama del “amor a la belleza humana”, sino la vulgar exageración de la propia. He ahí el problema, tanto para el homosexual práctico como para el escondido. La homosexualidad procede frecuentemente de un espíritu vano que se ama en el sujeto igual, el "otro". Sin esta morbosidad no podrian explicarse consecuencias infractoras adornadas de lascivia que apartan del orden natural hasta los umbrales de la locura. Así esos Don Juan presuntuosos de conquistas, los envanecidos políticos que ascienden sin esfuerzo, el gigoló, el playboy, el... suelen ser homosexuales disimulados.
No casualmente el leit motiv de los Evangelios es vacunarnos de tal onfalitis cuando Jesucristo afirma (Mt 19, 21) que si queremos ser perfectos, es decir, santos, deberemos negarnos a nosotros en el amor que damos, sin preocuparnos de que sea correspondido. Digamos de paso que esta abnegación es un poderoso combustible de supervivencia hasta las etapas más duras de la vejez. Parecidamente que el muchacho del mito griego o que, con sus diferencias, el joven rico de la cita, el homosexual es un Peter-Pan sin esperanzas, ya que alcanzarlas le exigirá renuncias que en su fuero interno no acepta. Así, según aumenta en su práctica, el amor de sí mismo no sólo le impide amar al sexo complementario sino a toda otra persona, inclusive la supuesta homologable.
Este egotismo que todo buen cristiano compadece, es lo que aparta al homosexual ontológicamente del sacerdocio y, peor aún, de la salvación de su alma. Esa incapacidad para trascender de sí es lo que le niega para el sacerdocio católico.
Por otra parte, ¿es pensable que a quien ha de actuar en la persona de Cristo se le acepte con tales desviaciones? Imposible celebrar Misa, indeseable como confesor, engañoso como compañero. No; claro que no; porque una cosa es reconocer humildemente las debilidades de la criatura humana y otra dar a la Iglesia sacerdotes afectados por la involución homosexual. Jesucristo, el mejor de los jueces, pues sabe de toda conciencia, ya hará con cada vida lo que a Él le mueva, pero los católicos tenemos el deber de prevenir y preservar a la Iglesia.
San Juan Crisóstomo, en su Homilía IV sobre la Epístola a los Romanos, argumentó contra la demagogia homosexual. Y San Pablo advierte que no cabe otra actitud: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los homosexuales [...] heredarán el Reino de Dios.» (1 Co 6, 9-10). Esto no es crueldad. Cruel sería, y lo es por desgracia, manchar adrede la Iglesia por no saber prevenir a los fieles de este mal social. Omisión no cometida por el obispo - epi-skopo significa "vigilar en derredor" - Reig Pla vergonzosamente ignorado por no pocos de sus colegas.
-- -- ---
Los textos de este blog son originales.
En cualquier reproducción citen, por favor, la fuente.
Los comentarios son libres. Por favor, procuren ceñirse a los asuntos tratados.
El blogger se reserva el derecho de admisión y moderación.