¿Cisma? No. Mejor decir herejía. ©
Así que, tal vez, esto de que estemos en un cisma no sea lo grave que se dice, sino... mucho más. Porque seguir llamando cisma a lo que ocurre en la Iglesia -ya pasa de medio siglo- es una manera de refugiarse en la apariencia inmediata sin reparar en el contexto general. Es un desviar la atención como si solo fuera “un problema de casa”, “rencillas de familia”. Pero, no. Lo que está claro y patente es que a la Iglesia fiel se la está alimentando de herejía.
Una herejía iniciada ya por Juan XXIII al llamar “Pastoral” a un Concilio que, enseguida, por la nueva teología del atropello resultó a la contra de todo lo enseñado, creído y practicado en la Iglesia. Con tanto éxito, que a su impulsor le hicieron santo contra viento y marea, apoyados en su montaje hagiográfico y no en el balance -y signo- de sus obras. (Mt 7, 15-20)
Los cardenales que impugnan los errores de la Encíclica Amoris Laetitia están ya en la primera fase del inevitable enfrentamiento. A esta oposición de cuatro, o cinco, cardenales se ha dado en llamarlo cisma. Aun así, no está claro que lo sea, todavía, ni siquiera que se ande en ese camino. Sin embargo, la posición objetora a un documento de Pontífice en ejercicio lleva pronto a la objeción de herejía. Porque ante el riesgo de herejía se hace urgente definirla para atajarla. Máxime si proviene del ocupante de la Cathedra; el obispo de Roma (“llamáme Jorge”) al que los fieles, cruzando los dedos a la espalda quieren mirar como Papa.
El arrianismo también pareció un cisma pero enseguida se descaró como herejía totalitaria, destructora del incipiente cristianismo. A nuestro San Hermenegildo le degollaron por negarse a recibir la comunión de manos de un cura arriano... que se la ofrecía como simple pan. Y es que a este extremo se llega cuando la herejía se asienta en lo más alto.
La peor de las herejías porque, lo digo repentizando, se ha hecho de Nuestro Señor Jesucristo uno más entre los profetas y chamanes, en Asís; porque la moral la han desgajado de su tronco evangélico adaptada a la de las calles (homosexualismo, adulterio reconvertido, pobrismo marxistoide, liturgia protestantizada, reducción de las confesiones...) Porque a los mayores enemigos de nuestra fe se les ha dado un insólito protagonismo de igualdad (Lutero), cuando no de superioridad (judíos), que nos lleva a los católicos a excomulgarnos de nuestra milenaria identidad. Y no digamos de la adhesión orgullosa, satisfecha a los filósofos materialistas. Aquellos por cuyas ideas se masacró a millones de creyentes en la URSS, en España, en México, en China, en el Caribe, en Indochina, en África negra, en Argelia...
Mandangas y huidas.
La situación actual hay que llamarla como exige la realidad: herejía en proceso de eclosión. Porque abundan demasiado las autoridades vaticanas que, mantenidas en el momio de su cargo, han perdido autoridad o ninguna les queda, pues que se han alejado de su fundamento apostólico. Timoteo ya no guarda el Depósito (1 Tim 6, 20); el sucesor de Pedro ya no apacienta el rebaño de Cristo. (Jn 21, 15-17)
Los que pueblan el aparato curial y, quizás, por obediencia o deuda gran parte del funcionarial, se manifiestan como pobres inválidos, incapaces de plantarse y exigir el retorno al "principio y fundamento"; criterio que se siguió en casos parecidos. Por tanto, no pongamos tiritas de cisma al escándalo histórico, filosófico, sociológico y teológico que se está cocinando dia-a-dia en un cuerpo eclesial que rezuma herejía... Benedicto XVI lo llamó "hacer agua por todas partes".
Estamos obligados, en Derecho, a expresar nuestra alarma y denunciar los efectos de destrucción que se extienden y se aceleran.
El Nuevo Orden Mundial sabe que no puede imponerse con la cultura católica tradicional (valga la redundancia de calificativos). Necesita exterminarla... Y no vamos a ser precisamente los fieles los que secundemos sus planes colgándonos esa piedra al cuello.
Hay que llamar a las cosas por su nombre.
No hablemos de cisma y preguntémonos qué clase de cristianos somos que todo lo que antaño nos definió, ahora es motivo de vergüenza y petición de perdones... a quienes niegan y persiguen lo que creemos.