Don Justino, un cura rural ®

¿De dónde sale esa palabra, “cura”, con la que los cristianos señalaron durante siglos al sacerdote, especialmente al párroco? Muchas veces la hemos asociado al sacramento de la confesión, o penitencia, en tanto que el sacerdote oyendo y perdonando – in persona Christi – sanaba conciencias. Y de ahí la interpretación de “cura de almas”.

El vocablo “cura” es italiano, uno de los muchos falsos amigos que despistan a los traductores. El verbo italiano curare significa cuidar. Cura de almas en su principal acepción designa el cuidado de los fieles para que no se descarríen de la gracia y del amor de Dios, así como el darlo a conocer a cualquiera de sus criaturas. Simplificando, un cura es quien "se cuida" de las almas en su relación con Dios, tanto las que pertenecen a la Iglesia por el bautismo como las susceptibles o deseosas de conocerle.

El paradigma de esta función son sin duda los curas de aldea, de barrio, de parroquia. Benditos sean.

Por mi trabajo en el mundo rural en aquellos años cercanos a mis cuarenta, conocí y traté, por suerte, a un buen cura de aldea. De entre mis recuerdos selecciono un prototipo que llamaré Don Justino. Vivía con su hermana. Qué poco se sabe de esas hermanas que no se casan, o de esas madres de longevidad milagrosa para cuidar al hijo cura. Mujeres que sabían hacer cálido hogar de vetustos e inhóspitos edificios.

Don Justino fue capellán de campamentos en la sierra y de dos conventos de monjas de clausura; coadjutor y párroco. Nunca aspiró a obispo, qué locura, sino sólo a estar con sus paisanos y feligreses. Un día, de esos de guerra y persecución, unos activistas le llevaron a una cárcel a espera de eliminarle junto a otros condenados a muerte. Del montón de asesinados, él no recibió el tiro de gracia y, desmayado y medio muerto, porque Dios lo quiso, despertó y se fue. “Nervioso, sin más luz que una luna de cuarto, "recé entre lágrimas un padrenuestro por todos aquellos pobrecitos y me fui a mi casa.

Cumplidos ochenta años conservaba una alegría juvenil adornada de un agudo humor. Venía a nuestra casa a comer un sábado al mes. "¿Que quiere usted para hoy Don Justino?", le preguntaba mi mujer. Y él, un pajarito que apenas comía, bromeaba: "Pues, algo ligero... ¡Un par de liebres!"

Y qué decir del amor a las almas (pocas veces se les oye a los nuevos pastores citar las almas) que derrochaba en su ministerio con muchas horas de confesiones y el hacer casi imposible acompañarle pues que le paraban constantemente. Una tarde que tuve la suerte de encontrarle libre en su confesionario quise aprovechar para confesarme, pero una mujer vino por no sé qué urgencia y le obligó a salir. “Espera, que enseguida vuelvo”, me dijo. Pude ver entonces en el asiento el libro que solía tapar su sotana: Un catecismo Ripalda y una estampa de la Virgen del Pilar. ¡Ese era su manual de instrucciones!

Un viaje muy rural

Un día me pidió acompañarme en alguno de mis viajes profesionales. Quería aprovecharlo para que yo le llevase a visitar familias amigas en pueblos de mi ruta. Bien debo afirmar que el aprovechado fui yo de lo que resultó una experiencia inolvidable.

Era un mes de marzo al norte de la provincia de Ávila. El frío daba al paisaje una serenidad y belleza increibles. Mi Citroën-GS se metía por carreteras comarcales atravesando hectáreas de remolacha, de garbanzos y campos de cebada verderona bajo cielos de un azul pintado. Allá lejos vimos un gran rebaño de ovejas y Don Justino me dijo: "A ver si puedes desviarte que seguro son las del Segis." ¡Ah! Cómo me alegra todavía aquel aparte de mi camino. Nos acercamos como pudimos y llegados adonde ya no pasaba el coche, Don Justino salió y le hizo señas mientras yo sonaba el claxon. "El Segis" era un joven pastor de 61 años, hijo y nieto de pastores. Mucho reto es para mí describir el lustre de su tez amanecida desde una barba blanca; aqullos ojos francos y socarrones, una sonrisa gratuita y una voz con delicioso acento campero. Nos dijo que cuando vio "salir del coche la sotana" pensó si sería una urgencia de su casa. Imposible describir aquí su sorpresa, respeto y cariño ante Don Justino que le repasó a toda su familia. Yo escuchaba embobado. Sentados los tres en dos hermosas piedras, de pronto, Segis daba una voz al perro que le obedecía como el mejor sargento reagrupando a su tropa. ¡Y cómo insistió en llevarnos a no sé dónde para beber un vino!

Don Justino, fortuna inesperada de mi viaje; sabio inolvidable del ser y del estar; hilo superconductor del amor de Dios por nosotros y de nosotros a Dios. Hablábamos de las cosas más dispares; me obligaba a rezar el Ángelus, el rosario... Si a 90 por hora divisábamos cipreses, como lanzas de un cementerio, salía de sus labios una bendición: Requiescat in pace, decía. Y me contaba de alguien que estaba allí enterrado.

"Estar en la gloria..."

Apartados de rutas principales visitamos a algunas familias labradoras y, también, a un viejo ex-alcalde, o a un farmacéutico cuyos padres casara Don Justino. Conocí las casas con gloria, una calefacción romana consistente en un túnel semisótano donde la paja ardiendo mantenía los suelos calientes. ¡Cómo le recibían! Bueno, mejor decir cómo nos recibían, en plural, pues yo pasaba a ser tan importante como él, por llevarle. Cariño casi de familia y reverencia a su condición sagrada se manifestaban juntos y diferenciados. Yo disfrutaba con aquella imprevista aparición de una España de realidades católicas. Todo un regalo. En una casa donde fue su honra que nos quedáramos a comer, al entrar lo primero que me llamó la atención fue la ropa blanca tendida en el suelo -"tendida", el verbo adecuado para este menester- repartida con cuidado para dejar paso. El suelo estaba caliente y era un bálsamo para el que llegaba del frío. Comprendí que "estar en la gloria" era algo más que lo imaginado en las catequeis. Una vez sentados a comer, se me ocurrió decir: -Don Justino, usted debe haber casado a todos los habitantes de esta provincia. A lo que la anfitriona me respondió: -¿Don Justino? ¡A todos y a la mitad...!

Recordando estas cosas me viene el pensamiento de cuánto se esmeró la revolución anticristiana por apartar de nuestros pueblos y comarcas a los curas tradicionales. Qué ladino fue el progresismo para infundir en la vocación pastoral criterios de incomodidades inexistentes. Claro que comprensible cuando la vocación se limita a considerar las parroquias como franquicias comerciales.

Todos tendemos hacia Dios de alguna manera en cualquiera que sea nuestro estado, pues que no es Dios propiedad de nadie. Incluso todo joven atraído por una muchacha adorable, o el revés, camina hacia Dios aun sin saberlo. Detrás de la pareja más deliciosa espera una boda que se hace ante Dios; un compromiso de familia que se acepta también, entero y para siempre, delante de Dios, y un perpetuo aprendizaje de renuncias y agradecimientos que nos coloca por sorpresa en la vejez... y a dos pasos de Dios.

El sacerdote es algo muy distinto y necesario. Es esencial para rendir culto a Dios. Del modo de dar 'culto a Dios' se deriva la cultura de un pueblo. Esa cultura determina los modos de vida, la moral, las costumbres, la sabiduría popular, las creencias y las leyes de una nación. Así tenemos que de la cultura, que se deriva de un culto, se desarrolla una civilización. Y coherentemente, quienes desde su inicio pretendieron destruir la civilización cristiana, todavía honda y fuerte, antes se prepararon para introducirse en el Papado y sus servidores para difuminar toda disciplina y gobierno. Para infectar los seminarios de liberalismo, marxismo y relajación (nadie olvide que delSeminario de Madrid se tiraron a la calle los crucifijos de las habitaciones y que en otros casos -yo soy testigo- se cambiaron por carteles del Che Guevara, de Mao y hasta de Marilyn Monroe). Se desbarató la red de sacerdotes y misioneros, se licuó los sacramentos, se desmontó el trono de Dios para dárselo al hombre y, consecuentemente, se aguó la Misa. De esta manera, perdida la fe y el culto, se perdieron más de la mitad de las colectas y donaciones y, consecuentemente, se arruinó la Sede de Pedro y el Estado Vaticano, que lleva décadas encadenado a poderes financieros extraños, cuando no enemigos seculares. Todo esto lo aprendí de esos sacerdotes y obispos que personifico en Don Justino.

Justamente, la más dramática paradoja de los sacerdotes progresistas es su incapacidad para valorar tan gran tesoro del que Santo Tomás de Aquino afirmaba que, si a su paso encontrase juntos a un sacerdote y a un ángel, saludaría primero al sacerdote.

El cura de parroquia bendijo a nuestros padres en su boda, nos registró como cristianos al oficiar nuestro bautizo, nos formó en el catecismo para preparar la Primera Comunión. Es el sacerdote el que da oidos y boca a Jesús para ayudarnos y perdonar nuestros pecados en el sacramento de la confesión; y, finalmente, es el sacerdote el que nos abre la puerta del cielo con los últimos óleos... Por tanto, saquémosle del anonimato y ensalcémosle por encima de la inflación de teólogos sin fe, de innovadores mundanos, de doctores de la moda y de esa vanidad de progrez y perroflutas.

El mayor mal de esta era posconciliar, la catástrofe más devastadora es que la mayoría de nuestros sacerdotes perdieron conciencia de lo que son. No sienten el cuidado de las almas bautizadas, porque según algunos guías -de perdición- de la Iglesia todos los credos salvan. Como no fueron enseñados en la tradición que los Apóstoles nos advirtieron guardar, se han vuelto ciegos incapaces de guiarnos. Ya no dan importancia a la fe sino a la obediencia y al puesto; el que pueden ganar o el que pueden perder.

Por el contrario, con pastores de trascendencia sobrenatural fue posible extender y conservar la civilización cristiana. Por eso es deber alabar al sacerdote clásico que fue durante generaciones guía de conciencias sin norte, curador de mentes atolondradas, educador de jóvenes, amparo de niños abandonados. El cura del pueblo que llevaba alivio a los enfermos y esperanza de vida a los ancianos... Ese párroco de nuestros pueblos que tenía pronto su consejo para los desesperados, gestión de encargo para el campesino, protección para los desvalidos y que, en muchas ocasiones, hacía el papel de Buen Samaritano pidiendo a los que tienen para socorrer a los que no tienen, ofreciendo al deudor la ventaja de pagar, o no pagar, sin avergonzarle ante el acreedor.

Y es que el sacerdote católico, no obsesionado en ser igual al común de la gente pero sí siempre deseoso de guiar almas hacia Dios, nos ha ayudado durante siglos a enmendar errores, a superar diferencias. Los curas tradicionales que conocimos los pocos privilegiados de otros tiempos, que en esto sí que fueron mejores, guiaban a muchas familias en la paciente renovación generacional de fieles bien formados. Ellos mediaban en conflictos familiares, porque así se lo solicitaban; con tacto y vigilancia conseguían que los novios no comieran la tarta antes de partirla; que el cacique no llegara a extremos indignos de sus poderes; que la escuela enseñara sin mentiras... Era el sacerdote de pueblo el que orientaba al aldeano a hacer gestiones en la capital, a los jóvenes a elegir estudios, a los mozos orientación y recomendación en los trabajos, a los patronos a corregir la avaricia... Eso sí que era humanismo aunque ahora se llame intrusismo, injerencia... en astuta inducción del rey de la soberbia.

Algunos piensan, o se lo creen, que hasta que el progresismo humanista invadió la Iglesia ésta nunca había entendido de Caridad y humanitarismo. Pero de mucho antes de llegar estos salvadores del proletariado, los orgullosos de sus orígenes humildes, nuevo clasismo al revés, es incalculable el número de personas que se superaron por la cultura, por la educación y la virtud gracias a que el cura de pueblo supo aguijonearles el esfuerzo y la propia confianza.

Si miramos los veinte siglos de la Iglesia descubriremos que sin el sacerdote de pueblo la fe católica no se habría transmitido. De él es el mérito de la conservación de la fe contra todas las herejías. Quienes mejor lo vieron fueron los comunistas y así elaboraron el plan de su captación. A bote de memoria recuerdo haber leído a Stendhal, no sé bien si en Rojo y Negro, que los jacobinos soñaban usurpar todos los púlpitos; y, más cercano, que la policía del Mariscal Petain encontró en los archivos de las logias el programa de cómo conseguir algún día sentar a uno de los suyos en la Silla de Pedro “de modo que los católicos, creyendo obedecer al Papa, sigan a uno de los nuestros”.

Cuando redescubrimos al cura de aldea, o de parroquia, nos surge esta pregunta: ¿Por qué su exiguo santoral? Me refiero al ridículo número de canonizaciones y no, por supuesto, a que entre ellos falten los santos. ¿Es que la canonización ha de ser apabullante para fundadores y altos prelados?

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