Isabel de España, «La Reina» - II ©
Con estos dos posts haremos homenaje a tan grande princesa, nacida un 22 de abril, a la vez que a la Fiesta del Libro, en razón de su biografía escrita por uno de los más nobles hispanistas, el citado Thomas Walsh. Que lo fue doblemente, sabido que por el estudio de nuestra historia desembocó en sincera conversión al catolicismo. Y no sólo él sino sus descendientes.
El Islam arrollador
Por otra parte, los musulmanes, desde hacía muchos años, se habían apoderado de un gran trozo de Europa occidental, dominando a España. De las tres grandes penínsulas que la Cristiandad había plantado, como gigantes pies, en el Mediterráneo, poseían ya Grecia y se preparaban para atacar a Italia; España era un campo de batalla desde hacía ochocientos años.
Cuando hacía poco tiempo que los árabes musulmanes habían sometido y organizado bajo su yugo a los bereberes del Norte de África, recibieron una invitación de los judíos de España para que, atravesando el Estrecho de Gibraltar, se apoderasen de aquel reino cristiano. El complot fue descubierto y los judíos severamente castigados. Sin embargo, una segunda tentativa triunfó, en momentos en que la monarquía de los visigodos sucumbía víctima de sus locuras. «Hay un hecho cierto ─ dice la Enciclopedia Judía, ─ y es que los judíos, bien directamente o por mediación de sus correligionarios de África, animaron a los mahometanos a conquistar España.» En el año 709 el general árabe Tarik atravesó el estrecho a la cabeza de un ejército de bereberes, en el que militaba gran número de judíos africanos. Tras derrotar al Rey Don Rodrigo, con ayuda de los traidores cristianos, en la gran batalla de Jerez de la Frontera, las hordas sembraron la muerte y la ruina por toda la Península. Por todas partes por donde los invasores iban, los judíos les abrían las puertas de las principales ciudades; y, así, en poquísimo tiempo, los africanos se hicieron dueños de toda España, excepto del pequeño reino de Asturias, en las montañas del Norte, donde los cristianos supervivientes, que rehusaron abrazar la religión del Islam, se reunieron dispuestos a reconquistar la tierra de sus padres.
Los bereberes llegaron también a penetrar en Francia, por las costas del Mediterráneo. Toda la cultura occidental romana peligraba por segunda vez y por el mismo enemigo; porque, por una extraña coincidencia, era la misma raza berebere la que, mil años antes, había seguido a Aníbal hasta el corazón de Italia. La suerte de la Cristiandad dependía sólo del resultado de una batalla.
España reacciona
La gloriosa victoria de Carlos Martel en 732 salvó nuestra civilización; pero durante varios siglos España quedó fuera de la Cristiandad. Sus iglesias fueron transformadas poco a poco en ciudades de placer, al estilo oriental, para recreo de los califas. Córdoba, en el siglo X, bajo Abderrahman, de la dinastía de los Omniadas, era más bella que Bagdad, y rivalizaba en esplendor con Constantinopla, la más hermosa ciudad de toda Europa; en sus escuelas se enseñaba la medicina, la filosofía y las matemáticas. En una época en que los cristianos del Norte luchaban penosamente para defender sus vidas, los califas disfrutaban de rentas superiores a las que reunieran todos los reyes de Europa.
Lenta y penosamente, animados por la esperanza que nacía de su fe, los caballeros cristianos se abrieron camino hacia el Sur, a través de la tierra de sus antepasados. A costa de grandes sacrificios de sangre, nacieron cinco pequeños Estados: Castilla y León, sobre la gran meseta central; Navarra, a la sombra de los Pirineos; Aragón, nacido de una colonia franca, y Cataluña ─antigua Marca Hispánica─ en la costa oriental. Alfonso VI de Castilla conquistó Toledo en el año de 1085, aunque poco después fue derrotado por los sarracenos, auxiliados por las hordas de los almorávides, que llegaron de África. Alfonso Sánchez reconquistó el sagrado lugar donde Santiago Apóstol construyó la primera iglesia cristiana de España. Aragón y Cataluña se unieron bajo unos mismos Soberanos. Portugal se hizo independiente en 1143. Poco después, en 1195, una gran derrota que sufrió Alfonso VIII puso nuevamente en peligro lo que tan penosamente había sido rescatado.
En aquel momento crítico se dejó oír la voz del Papa Inocencio III invitando a toda Europa a unirse a la Cruzada española, y así pudo evitarse una segunda catástrofe. Diez mil caballeros y cien mil infantes acudieron de Francia y de Alemania a tiempo para reforzar los ejércitos de Castilla y de Aragón. Y en 1212 el poderoso ejército sarraceno fue completamente derrotado en la batalla de las Navas de Tolosa, dejando doscientos mil muertos en el campo.
Fue el punto culminante de la historia de la Gran Cruzada. Pronto Fernando III el Santo reconquistó Córdoba, Sevilla, Jerez y Cádiz. La exuberante Andalucía y el Sur de Castilla se vieron libres de los invasores. Al comenzar el siglo XV sólo quedaba el reino de Granada, al Sur de la Península. Era, no obstante, la parte más rica, más deliciosa y más fértil de España, con una población numerosa y guerrera, que disponía de grandes recursos, proporcionados por tierras fecundas, protegidas contra todo peligro de invasión por los enormes baluartes que forman los elevados picos de Sierra Nevada. La ciudad de Granada y el cinturón de ciudades fortificadas que la rodeaban, podían movilizar en pie de guerra un ejército de cincuenta mil hombres. Además, amenaza gravísima para los reinos cristianos, los moros podían recibir en poco tiempo ilimitados refuerzos y gran cantidad de provisiones de sus correligionarios, los millones de musulmanes de África. Por esto, mientras el Islam tuviese un pedazo de tierra española, existía el grave peligro de poder perder en poco tiempo los heroicos esfuerzos de siete siglos de continua lucha.
Para prevenir tal desastre y acabar la obra de la reconquista, España tenía necesidad de realizar su unidad política bajo un Gobierno fuerte.
Los judíos y su Sefarad (2)
Pero el problema de su unidad era más difícil que el que Luis XI intentaba con éxito en Francia. También este Príncipe tenía que combatir a la arrogante nobleza feudal, restaurar el orden y salvar al país de una quiebra inminente; pero tenía la ventaja enorme de que sus súbditos formaban un Estado único y profesaban una sola religión. Ni una ni otra unidad, política ni religiosa, existían en España, donde una poderosa minoría de judíos resistía toda tentativa de asimilación.
En 1450 el número de israelitas que frecuentaba las sinagogas era de doscientos mil solamente, y gozaban de completa libertad. Pero infinitamente más numerosos ─se calcula su número en unos tres millones─ eran los judíos que guardaban secretamente los ritos y costumbres de la vieja Ley, mientras exteriormente pretendían pasar por católicos. Eran los llamados conversos o cristianos nuevos. Los judíos de la sinagoga (antes citados) les llamaban marranos ─del hebreo Maranatha, el Señor viene─ para burlarse de su creencia, real o fingida, en la divinidad de Jesucristo. Superficialmente, a primera vista, parecía que los conversos habían sido asimilados por completo, porque muchos de ellos habían contraído matrimonios que les emparentaban con las más nobles familias de España, gozaban de los mismos privilegios que los cristianos, y poco a poco habían concentrado en sus manos toda la riqueza del país, el poder político y la inspección de los impuestos. Sin embargo, todo el mundo creía que, con ocasión de alguna crisis grave, se mostrarían claramente como judíos, enemigos de la fe cristiana, y aliados, como en otros tiempos, con los moros circuncidados y medio orientales.
Buscar el medio de fusionar estos dos elementos, tan difíciles de mezclar como el aceite y el agua, y formar una unidad capaz de hacer salir el orden del caos y de domar la fortaleza occidental del inmenso frente de batalla del Islam, expulsándole hacia el Mediterráneo, era la formidable tarea a que se dedicaron sin éxito los inmediatos predecesores de Isabel. Semejante empresa parecía necesitar de un genio maravilloso para ser llevada a cabo.
Por un misterioso concurso de extrañas circunstancias, por sucesivos acontecimientos, más novelescos que reales, aquella labor formidable fue confiada a las manos de una mujer.
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(1) Editorial Palabra ha vuelto a editar este libro con total fidelidad, incluidos su prólogo y notas. Con la ventaja de mejor impresión y tipo de letra mucho más legible.
(2) En lengua hebrea Sefarad alude a la Península Ibérica. Es el topónimo con que los judíos señalan a España y Portugal; se aplicó después de su expulsión en 1492. Aquellos y sus descendientes se llaman sefarditas. Recientemente el gobierno español ha ofrecido el reconocimiento de ciudadanía a cerca tres millones de descedientes sefarditas.