Jesucristo es Dios (V) Inigualable diana de miles de luces. ©
No existe nada más bello, más profundo, más simpático, más viril y más perfecto que Cristo […] No existe nada como Él ni volverá a existir jamás.» (F. DOSTOYEVSKI, Casa de los muertos. Correspondencia.)
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Verdaderamente nadie excepto Él había sido adorado ya antes de nacer, como se adora a Dios. Jesús fue el Intuido, el Deseado y el Profetizado; la Esperanza de Israel, el Mesías, nuestro talismán frente a la traición de Adán. Intuido por otros pueblos: Sumer, Asur, Egipto, la mitología grecorromana, Visnú… los aborígenes americanos… a Cristo le hemos deseado con muchos nombres desde la noche sin luna en que apareció el pecado; y por el pecado la enfermedad y la muerte. (Rom 5, 12). Jesús, engendrado -no creado- por el Dios innombrable; Jesús, el que fue reconocido por aquellos astrólogos de Persia, o de dónde sabe nadie, que una estrella, real y comprobada por nuestros astrónomos (1), guió hasta Belén para verle recién nacido. (Mt 2, 2)
Podríamos seguir, como quien pisa ortigas, por las similitudes del dios-héroe Gilgamés; con el mito del toro y la serpiente; o con aquel Noé babilónico, Utunapistin, casi dios, que algunos quieren resucitarnos hoy… Podríamos decir igual con Akenaton, o con Osiris; o identificarle en Horus, "el hijo de Dios" que se destruía y se regeneraba en tres días… (2)
Sí, es cierto, y me dejo mucho en el tintero, que: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otros tiempos», (Hb 1, 1) hasta que se hizo hombre en el vientre de una virgen, como estaba profetizado.
El Día D.-
Lo que San Pablo citaba como “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4) fue el vértice de todas las edades en que Dios eligió visitarnos. En cualquier atlas histórico se comprueba que nunca antes, ni con Ciro ni con Alejandro, ni con los faraones se había dispuesto de una civilización tan extensa y duradera como la de Roma, con una sola política y una sola autoridad. Nunca antes se habían unificado tan gran número de lenguas entre meridianos tan distantes: desde la India hasta Edimburgo y Finisterre.
Arístides decía de los romanos: «Midieron todo el cosmos habitado, tendieron puentes sobre los ríos, cavaron caminos en las montañas, hicieron habitables los desiertos y pusieron orden en el mundo mediante la moral y la ley.» A esto se une el nudo de comunicaciones que juntaba tres continentes entre el Danubio y el Asia Menor; ambos regalo de nuestro Trajano. Ya era posible expandir el Evangelio por todos los caminos y, gracias a Roma, Dios no tenía que esperar más para iniciar la redención del hombre.
Y fue así que la nueva doctrina se introdujo, como cuchillo ardiente en mantequilla, en un revoltijo de cultos que no religaban a nadie con Dios, origen de todas las cosas. La paz politeísta de las leyes romanas —que ahora defienden algunos como ecumenismo— se vio herida de muerte al roce con los cristianos pues que, paradójicamente, a la par que provocaba terribles persecuciones su intransigencia les daba el principal atractivo frente a la absurda pluralidad de dioses paganos. Por “culpa de Jesús”, por la falda del Olimpo se fueron despeñando todos los dioses que le precedieron.
Es evidente que aquel protectorado de Palestina, torbellino de gentes y de fanatismos, no merecía para Roma más interés que asegurarse tributos y el tráfico comercial. No obstante, qué ironía, si la historia de Roma interesa hoy tanto se debe principalmente a aquel galileo llamado Jesús.
Ni César, ni Augusto ni Tiberio tendrían interés para quienes les miramos desde las páginas de un libro a dos mil años de distancia. ¿Quiénes se interesan hoy por Gengis Khan? ¿Cuántos habitantes de este mundo se sienten atraidos por los vedas, o por los vikingos? Paradójicamente, de la Roma de tan poderosos emperadores el carpintero de Nazaret es el único nombre del que no hemos parado de hablar en los veintiún siglos transcurridos. Y hasta podemos asegurar que si hoy el mundo disfruta los beneficios de aquella edad es porque el cristianismo los conservó y prolongó durante catorce siglos de educación civilizadora. Por eso, incluso si prescindiéramos de la fe, sería imposible conocer a Jesús y quedarnos con cara de póker. Jesús absorbe la más íntima atención de cualquiera que tenga dos dedos de frente y se atreva a mirar el horizonte final de su vida, siempre próximo y seguro.
Lo que Walt Disney nos dice sin pretenderlo
Ahora, lector, acompáñame a ver la película que Walt Disney hizo del cuento de “Cenicienta”. Parece como si Perrault se hubiera inspirado en el Génesis. Un cuento que nos presenta a una doncella [la criatura nueva, el hombre] a la que por envidia su maléfica madrastra [Satanás] desposee con malas artes de todos los dones que le dejara su padre… Desde su muerte, la niña vive como desterrada de la que fuera su casa, condenada a duros trabajos que añaden castigo a su orfandad. Hay una secuencia en la que las hermanastras le arrancan a Cenicienta el vestido de su madre con el que asistiría al baile de palacio… [En estas hermanas algunos simbolizan a los judíos que quitan a los cristianos todo lo que llevan porque, dicen, es de sus escrituras.]
Desolados, los espectadores vemos a Cenicienta huir a la negrura como remate de una serie de humillaciones. Y la miramos contritos en su humillación en aquel jardín, ahora ruinoso y abandonado, por el que tantas tardes dichosas paseó en compañía de su padre. Walt Disney nos ennegrece la pantalla y difumina los personajes mientras los sollozos de la muchacha transmiten a la sala el mismo abatimiento de sus amigos que le habían arreglado el vestido del desván. Hasta que… ¡Un momento…! ¿Qué está pasando…? Los espectadores nos damos cuenta de que unas lucecitas insignificantes aparecen lenta y progresivamente desde los extremos de la pantalla para agruparse en primer plano, en brillo creciente, como bola de blanca luz que finalmente se encarna en un ser celestial… que le devuelve sus derechos. (Rom 8, 17).
Así, este clásico de Perrault y Disney viene a ilustrarnos que las múltiples intuiciones de Dios esparcidas en el túnel del tiempo las cumple el Jesús que proclama la Iglesia católica.
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(1) Cfr Y la Biblia tenía razón, Werner Keller
(2) Los egipcios practicaban un rito de consagración al sumo sacerdocio con una experiencia de catalepsia. Después de una preparación de ayuno y penitencias tomaban algo que les hacía caer en un estado de muerte aparente. El sujeto perdía el aliento y el corazón dejaba de latir. Si aguantaba así dos dias y 'resucitaba' se le tenía ya por sumo sacerdote.
(No es lo mismo que Jesús, atravesado con una lanza, ni que Lázaro, que ya hedía.)