Libros de librero y libros de iPad. ©



. . . . . Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito que yo me enorgullezco
. . . . . por lo que he leído
. (Jorge Luis Borges)

Este orgullo de Borges se multiplica por miles en cada Feria del Libro.
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Los grandes distribuidores de libros, tales que la internacional Waterstones y sus progenitoras Daunt Books, se preocupan por la competencia del Kindle de Amazon. Sin embargo, aun reconociendo su autoridad, opino es más grave la falla del sector editorial, paralizado, acongojado ante el desafío digital.

Quizás, aprovechando las tradicionales muestras de mayo y junio fuera bueno distinguir que las ferias del libro no son, sólo, por tradición de libreros, sino una múltiple y simultánea oferta de autores nuevos y antiguos para beneficio de los lectores. El objetivo de ser librero no lo representan los autores sino, principalmente, los lectores. Estos son los que determinan el beneficio de libreros y autores; los lectores son las vías publicitarias más eficaces... y la más segura fuente de negocio.

A los editores que no enfrentan su probable error de rutina y de miedo inversor les pido piensen en dos ejemplos: Tolkien y su Tierra Media, Posteguillo y sus legiones romanas. Del primero, unos editores españoles rehusaron la exclusividad mundial para editarlo en castellano, de lo que yo sé era voluntad del propio Tolkien. Los afortunados elegidos rechazaron la oferta, porque esas historias fantásticas no eran propias para su público. Y, del segundo, bien sabemos de su peregrinación por despachos donde una novela más de romanos no aseguraba ventas, especialmente si firmada por un joven profesor valenciano... (¡Claro! Si fuera Theodor Mommsen...) Pero, con paciencia, cada cual se dio a conocer y el buen paño empezó venderse. Sus títulos se recomendaban en las peluquerías, se hablaba de ellos en las tertulias de embotar conservas, en las tardes de canasta y güisqui, en los regalos de cumpleaños, al viajero de al lado en el autobús...
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En poco tiempo, para ser más conocidos, se promocionaban ofrecidos al lado de Caja en las librerias de aeropuertos y estaciones. La lección de todo esto es que el mérito no estuvo en los editores que se lanzaban sin riesgo -eufemismo "del no-idear-nada"- a la edición de algo que gracias a otros ya hubiera dicho "aquí estoy yo". Lo cual implicó, obviamente, pagar derechos al primer editor, que los había ganado cuando al conocer el texto y su sentido se mojó en ayudar al autor a mejorar su obra; por ejemplo, en la maquetación y en convertir el libro en algo definitivamente comercial.
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Los libros

Justo ayer tarde me encontraba frente a la librería de casa buscando Amores y amoríos, con Puebla de las mujeres, quizás las dos únicas piezas que me gustan de los Quintero. Y a cambio de que por su busca había revuelto las estanterías me reencontré con otros títulos y escritores. Por lo que me distraje sin prisas en lo que fue una feliz tarde de papel.

Y me preguntaba: ¿Cuándo empezó mi afición a la lectura? ¡Uf! Que yo recuerde, en aquellos años de pantalón corto en los que conocí a tantos amigos... Tenía sólo ocho cuando me presentaron a Roberto Alcázar y Pedrín, héroes del comic en la lucha contra el crimen, y al Guerrero del Antifaz venciendo a moros en honor de su dama Ana María. Casi inmediatamente a Julio Verne, que regalaba a unos niños náufragos toda una isla en los mares del sur para vivir Dos años de vacaciones. También, quizás ya cumplidos los trece, a aquellos curtidos Cazadores de ballenas que me extenuaban en sus correrías por los océanos, perseguidos pluma en ristre por Emilio Salgari.

En mi familia fuimos unos empedernidos lectores. En los años cuarenta y primeros cincuenta existían unas tiendas de préstamo y cambio que nos permitían leer por unos céntimos (de peseta) las novelas de las colecciones Pueyo y Molino. O seguir los argumentos del prolífico Marcial Lafuente Estefanía con sus pistoleros del Lejano Oeste... nacidos en el madrileño barrio de Chamartín.

De los catorce a los dieciséis descubrí a los paladines de la historia de España, emocionándome hasta las lágrimas la deliciosa sencillez de Bernal Díaz del Castillo opósito diametral del vendido Las Casas. Después, el hispanista e hispanófilo László Passuth con sus títulos El dios de la lluvia llora sobre México y Señor natural, respectivamente dedicados a la conquista del Imperio Azteca y a aquel príncipe de ensueño que fue Don Juan de Austria. Y para remate de esta literaria patología en aquellos años me agarraron otros húngaros como Lajos Zilahy*, en Las cárceles del alma, Ferenc Kormendi y su vital Aventura en Budapest; junto al lituano-ruso Sergiusz Piasecki (El enamorado de la Osa Mayor).

Entrado en la veintena pasé mi sarampión revolucionario. Compañeros de residencia, camaradas idealistas de cuyo extremismo siempre me sentí vacunado sin perder su amistad, se entusiasmaban con el teatro de vanguardia (?) de Bertolt Brecht, al que yo no dedicaba el mismo entusiasmo, salvo por la Ópera de los tres peniques de su amigo Kurt Weill... Por supuesto que solo en la parte de Macki Navajas y con más razón porque Gisela, mi chica de entonces, se puso pesadísima en que aprendiera alemán. Aún guardo el vinilo como presea de mis recuerdos e inversión -¡vaya usted a saber!- de coleccionista. Imprescindibles fueron Samuel Beckett con su aburridísima historia de dos vagabundos Esperando a Godot, frente al mucho más atractivo Ionesco y su Rinoceronte.

Pronto abandoné este paréntesis teatral, por fortuna regenerado del absurdo con Becket o el honor de Dios (Anouilh) y Diálogo de carmelitas (Bernanos). Textos que tengo en francés original y en español. Y aquí, como paréntesis doloroso debo citar la obra cumbre del genocidio de La Vendeé, Una familia de bandidos en 1793, relatada por sus propios protagonistas y publicada por Juan Charruau, S.J.., despúes de morir ellos y sus herederos. Todos de profundo impacto en el alma, sin duda por basarse en hechos históricos y, especialmente el último por estar olvidado de los editores. Tres obras de obligada lectura, más en estos tiempos de saldos religiosos.

Ahora aparece ante mis ojos un nombre muy influyente en mis inicios contestatarios. Me refiero a Arnold Hauser y su Historia social de la literatura y el arte... Lo hojeo, leo algunos subrayados y acotaciones... Desde la distancia del hoy entiendo que fuera muy leído en aquellos años por consigna de los activistas que invadían los campus, en recidiva de las algaradas de los tiempos del Doctor Negrín.

Con los años y la familia no decreció la afición a leer pero sí aumentó el peso de las estanterías. Culpables, mi mujer, porque trajo de su soltería una valiosa colección de sus bien digeridos bachillerato y carrera; y los hijos, y los amigos de los hijos, por sus continuas novedades, a muchas de las cuales terminábamos dando hospedaje. La regla en casa ha sido que, si el libro nos entusiasma, hay que comprarlo; mas si no deseamos comprarlo es que tampoco mereció ser leído.

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¡Hombre! Ya que estoy en esto curiosearé sobre las preferencias de mis hijos de casa. Tal vez, en sus cuartos está lo que busco. Primero, los chicos. Tienen en su mesita Africanus, El hijo del cónsul, del ya citado Santiago Posteguillo. Y debajo de éste Los hijos de Hurin, de Tolkien. Del cuarto de al lado veo que mi hija se ha embarcado en el Titanic para sufrir entero su terrible naufragio. Es la recopilación de las declaraciones de los supervivientes. Se titula The Story of the Wreck of the Titanic y recoge todo el drama desde el choque con el iceberg hasta la lista de los 914 nombres del total tragado por el mar. Su lectura ha obligado a Natalia a dejar en vía muerta el Orient express, de Agatha Christie, amiga de casa de toda la vida...

Vuelvo al salón para enfrentar su librería. Mirarla me hace filósofo. Pienso que los libros son como nichos donde sus autores viven eternamente. Son los notarios del pasado, esencia y quintaesencia de nuestra historia desde Adán hasta hoy. Y, sobre todo, escarmiento en cabeza ajena y ensanche infinito de nuestra vida con la vida, la virtud y sabiduría de otros. Libros de antiguo y libros de ahora, desconocidos en su escondida creación. Libros que educan cuanto los de ayer educaron a cientos de generaciones. En los estantes de una librería, en muchos casos cubiertos por su peor asesino, el polvo, nos esperan ansiosos los más grandes pensadores que han guiado a la humanidad; o soldados y estadistas decisivos. También, personas corrientes a las que odiar o querer, según, quizás por eso, porque son corrientes.
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El iPad

El soporte electrónico ¿es un enemigo o una herramienta?
Sorprende la queja de esas grandes distribuidoras
, como la citada Waterstones y, aquí en España, quizás, "El Corte Inglés" y "La Casa del Libro". Parece que no sueltan el ombligo de sus intereses y se quedan ciegos para ver una nueva realidad que supera al soporte digital, precisamente desde sí mismo. Esta realidad es, por citar la más boyante, la multiplicación de los comercios del libro usado, "de viejo". Hoy el libro usado cubre la demanda mucho más que la pobre invención editorial. Comparemos, si es posible, el libro frente a las tablillas. La primera observación es lo incongruente de que se llame libro a lo que de ninguna manera lo es. La segunda comparación ya queda apuntada en "la tarde de papel", en mi casa: Que el libro se guarda, se mima y se hereda; y el iPad, no.

La tercera comparación está en los sentidos. No imagino para la formidable herramienta digital la atracción que inspira un libro; a su lado las tablillas y sus descargas son como muñecas hinchables, la utilidad efímera de la simulación, pero sin amor ni perdurabilidad. En cambio, los libros... Miro y remiro los lomos que aquí están, palpables y no imaginados. Tengo enfrente la sección de Obras Completas, útil iniciativa editora para incluir creaciones que nunca se conocerían. Aguilar, Vergara, Plaza y Janés, EDAF fueron las grandes impulsoras... Cuidadas ediciones en piel para conocer hasta las pestañas que se le cayeron a Cervantes, Calderón, Teresa de Jesús, Baroja, Valle Inclán... O Cortázar, Ferlosio… O el incombustible Vargas Llosa y su Conversaciones en la catedral, o la última (¿la última?) del Heroe discreto. Y esos de la derecha: Dickens, Manzoni, Coloma, Dostoievski, Galdós, Maupassant... De éste veo su lomo gastado por la luz. Paso el pulgar por sus hojas en abanico hasta que se paran, ellas, para elegirme el cuento La vendetta. Es corto y me siento a releerlo... La historia de odio y venganza más terrible que pueda imaginarse.

Y qué decir de este Shakespeare, de Aguilar. Agradable encuentro en un restaurador de muebles de una almoneda de Torrelodones. Sus registros de edición son de antes de la guerra. Estaba en un precioso armario de los Hermanos Mercier, de París, que justamente hoy disfrutamos en casa. Simpatizo con el inglés inmortal desde que supe de su biografía. Otelo, La fierecilla domada, Mucho ruido y pocas nueces... Casi siempre se le encuentra algo de su clandestina catolicidad. Acaricio las tapas, huelo la piel, repaso sus heridas... Me digo: "─Está muy seca; tendré que darle algo..."

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Los libros tienen personalidad propia y el iPad ninguna. El libro no sólo tiene la de su contenido, que es el alma, sino también la de su cuerpo. El iPad, por su parte, nos esquiva cuerpo y olor. Ningún libro huele igual; en particular, y no en exclusiva, los encuadernados en piel. Si el libro es nuevo, el olor es distinto al de los que ya lo mezclaron con el de su dueño, o dueña. También el papel de sus páginas tiene la edad que delata su amarilleo. Y es que los libros suman a su edición una biografía de sentidos -ver, oler y tocar- que le dan personalidad. Identidad que uno, inconscientemente, reconoce al abrirlos; que parece que se la diera el aire, el momento, el lugar, las horas que lo tuvimos en nuestras manos, el pulso de los dedos. Hasta creo que les gusta dormirse con nosotros en ese sillón tan cómodo, en la hamaca más sombreada, al primer sueño en la almohada. Como si fueran ellos los que así nos lo exigen.

Por esta carga los libros merecen respeto. En particular, los que contienen permanentes fuentes de felicidad y de ciencia. En estos, nos adherimos al escritor prontos a defender lo que nos dice. Un derecho que, muchas veces, los poderes públicos conculcan al censurar los textos que les incordian. ¡Son tan sensibles...! El sistema más ladino no es quemarlos o prohibirlos sino desvirtuarlos, corromperlos… en extractos y nuevas versiones. Algo que hoy se puede hacer de un día para otro con el libro electrónico. ¿Quién asegurará que de esos millones de libros que ya se guardan en 'las nubes' no serán muchos adulterados por exigencias de censura o propaganda? La ventaja de los libros es que son fieles, que en sus páginas siempre dicen lo que dijeron. La fecha y datos de edición avalan sus textos que sólo pueden manipularse en nuevas ediciones. Como ocurre, por ejemplo, con los Evangelios. Con respecto a los que fueron editados antes del último Concilio, hoy han sido tan cambiados en sus términos, o en las notas a pie de página, que ya no enseñan lo que enseñaban.

Dudo mucho que las tablillas electrónicas sean una amenaza para los libros. Todo lo contrario, serán un gran instrumento de difusión. Si yo fuera editor o librero, las prestaría a mis clientes para que leyeran prólogos y fragmentos. Tanto por oferta de noveles cuanto, mucho más y mejor, para examen a petición de un cliente aún no decidido. La lectura previa excitará el deseo de posesión, como el del enamorado por la ninfa recién hallada. Es la manera de que el iPad pase a ser aliado en lugar de enemigo. Porque las virtudes del libro superan tanto a la tecnología que es ésta la que está llamada a servirles, y nunca al revés.
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(*) Hungría, tras las dos guerras quedó mermada en más de la mitad de sus ser, dando a sus actuales vecinos trozos que fueron suyos. Aunque ahora el lugar de nacimiento de Lajos Zilahy sea Rumanía, la realidad es que era húngaro cuando nació.


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Se ha publicado el libro: "Mis pliegos de cordel" en que se reúnen algunos de los posts más visitados en este blog. El dicho libro se vende en las librerías de El Corte Inglés además de en La Casa del Libro, Amazon y otros portales de compra on-line.

Entrevista con el autor a propósito de su lanzamiento.
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