Martita escribe un cuento. ©

Mi hija en la tarea estresante de cuidar una familia de siete miembros, como esposa, madre y ama de casa pierde fácilmente el recuerdo de cuando ella era una niñita de cuatro años, vital y desenvuelta como lo son sus hijos, especialmente su calco, su fotocopia, Martita.

De lunes a viernes se repite el mismo zafarrancho. Cinco hermanos al toque de diana, baños de chicos apresurados de turno; desayunos; ordenar las tareas del servicio; las salidas al cole, corriendo al bus; las compras; el repaso a la agenda: mañana una fiesta en casa de..., hoy vienen los poceros a arreglar un atasco..., y qué prepararé para la cena...

Con frecuencia me manda correos sobre ocurrencias de los niños. Son, los suyos y todos los niños del mundo, un manantial inagotable de sorpresas. Mi hija fue agraciada con cinco a cual más distinto, incluso los dos gemelos entre sí. Pero la pequeña, precisamente por eso, por ser la pequeña, es la que nos provee de mayor número de anécdotas. Sin embargo...

No hablaré esta vez de Martita, la nieta, sino de su madre, mi hija, cuando tenía la misma edad. Vivíamos en Madrid, cerca de la colonia de El Viso donde estaba su colegio, cofre joyero de preciosas niñitas.

Una noche que me encontraba viendo las noticias de la televisión, esa pequeña hija, ya cenada, me asaltó con un folio escrito de su mano -es un decir según se entiende de su intención-, muy bien garrapateado como yo ya sabía del interés que ponía en ello. Vino a enseñármelo porque, según me dijo, era el cuento debido para antes de dormir. Tantas veces me lo pidió que pensó, seguro, que lo mejor sería "escribirlo" ella y de esta manera desmontar evasivas.

Así que nos fuimos a su cuarto, a la litera de abajo. Fui a la mesa y encendí la luz del flexo, enfocado a la pared como penumbra. Su hermana solía hacer sus deberes allí pero esa noche no vendría sin antes ver entero el programa 'Un, dos, tres', pues que mañana sábado no había que madrugar. Así que me eché a su lado y me dispuse a "leerle" el cuento por ella escrito en el folio que me había dado. Mucho no recuerdo pero seguro que la primera letra era una grande y bien lineada 'M', seguida de bucles, ángulos y rizos de tamaños diversos renglón tras renglón.

Coloqué delante de mi nariz tan interesante papel.

- Y, ¿qué cuento es éste que has escrito?

Pensó un momento muy seria.

- ¡Hum! Sí..; pues... ¡Que se me ha olvidado!

Entonces seguí la situación como pude.

- Bien... Empezaré.

Sin más preámbulo "leí":

"En un país muy lejano había una vez, hace muchos muchos años, un niño que se llamaba Epaminondas... Le pusieron ese nombre porque era el de un famoso soldado que gustaba mucho a su papá..."

Y así seguí fingiendo leer en aquellos garabatos las peripecias de Epaminondas, que siempre se equivocaba en cumplir las instrucciones de su madrina y de su mamá.

"Y entonces, cuando Epaminondas llegó con el pan todo mojado y sucio de arrastrarlo por el suelo, su mamá exclamó:

- ¡Oh Dios mío! Hijo de mis entrañas, qué traes aquí!

- Un pan tierno que me dio la madrina.

- ¿Un pan? Epaminondas, Epaminondas ¿qué hiciste de lo listo que eras cuando yo te traje al mundo?"

Martita tenía sus ojos tan abiertos y excitados que me advirtieron de un nuevo problema. Entusiasmada de haber escrito ella todo lo que "yo leía" mi propósito de dormirla prometía desembocar en puro fracaso. Por lo que decidí darle fin de modo que no fuera mi culpa.

Le dije:

-Mira, hasta aquí he llegado -di la vuelta a la página- pero se acabó lo escrito. Ya no hay más cuento.

Y sin más palabras doblé la hoja y se la devolví a la escritora.

Se quedó quieta, un punto perpleja. Miró el papel, miró a la mesa de su hermana y como quien descubre la fórmula del oro, dijo "¡Espera! No te vayas." Saltó de la cama y a todo buscar cogió un boli y garabateó por detrás "el final del cuento", que me entregó para que se lo leyera.

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Regalo de cumpleaños.
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