Sacramento de Reconciliación (II): Efectos adversos de su mal uso. ©
Propongo como necesaria esta primera reflexión que me atrevo a complementar con el recordatorio de que la Confesión es un Sacramento: "Signo sensible de un efecto interior espiritual que Dios obra en nuestras almas". Que por eso debe llamarse de Penitencia pues que, obviamente, tal efecto procedente de Dios opera en singular en nuestras almas, de nosotros sus criaturas prohijadas por Él en la fe y en el Bautismo. Es el de Penitencia uno más entre los siete remedios que Dios concedió a la Iglesia para rescate y sanación de almas.
De lo que quiero hablar ahora, en este post, es de la delicada relación entre el alma que se desnuda en la confesión y del sacerdote - o Iglesia - que intermedia entre ella y Dios. Una relación que se remonta desde el ámbito antropológico hacia el sobrenatural; algo que rebasa los límites de la psicología social y nos sumerge en una ontología de condición inmortal, de destino eterno. Este enfoque es el que preside en forma tácita, subconsciente la acción humilde de arrodillarnos ante un sacerdote, hombre, sí, pero medio vehicular querido por Dios para limpiar nuestra conciencia y regenerarnos ante el que es nuestro Padre verdadero. "Que nos amó antes de la creación del mundo."
Como fiel hijo de la Iglesia opino, y que sus doctores me perdonen la incursión en estos temas que analizo desde la fe tradicional, que la acción del sacramento, bien dirigido por un sacerdote experto, es una introversión tranquila y fiable en nuestra alma y en nuestras pasiones, tanto las que generan el pecado como las que le vencen, para restañar nuestros traumatismos más íntimos. Doble vía, ésta del Sacramento de la Penitencia, natural y sobrenatural, que no es imaginable en ninguna sesión de psiquiatría. De ahí que las sociedades recientemente descristianizadas sufren un aumento en las estadísticas de suicidios, es decir, de seres humanos desesperados, impensables en una sociedad cristiana. Muertes con cifras en España de asombroso crecimiento que parece imposible parar ni con el proporcional boom de los consultorios de psicología.
De esta dimensión en que se juntan el alma, su destino eterno y el pecado de Adán, el sacerdote es un testigo privilegiado que puede guiarnos, porque lo tiene fácil, hacia la santidad o, al contrario, pretender coacciones espurias. Nadie se extrañe de que esto último pueda ocurrir. Incluso creo que en tal prevaricación se explican los execrables efectos que tanto abruman a todo el cuerpo clerical. Digo a todo el clero porque si bien lo más corriente en sus nóminas es la virtud y la santidad de vida, las repetidas pruebas de abuso dañan en general a la Iglesia y la Buena Nueva. En la que no pocos podrán preguntarse si entre sus voceros no hay infiltrados demonios pervertidores. Y esto hay que denunciarlo hoy a viva voz ya que, no tan lejos, por incuria de un mal pastor se amenazó a los fieles con excomunión por su sola mención. Nos pasa en esto como cuando un taxista te estafa en Milán, Londres, Madrid o Chicago. Lo normal es que se corra la voz de que los taxistas de esas ciudades son unos estafadores. Parecerá injusto, pero ese descalabro solamente lo arregla el Gremio del Taxi y no el silencio de los clientes engañados. Aplíquese lo mismo a la Iglesia.
En contadas ocasiones, pero a causa de su gravedad nunca pocas, ocurre que por intereses de carne, de poder, o de dinero - que las tres concupiscencias son frecuente objetivo de la prevaricación -, algunos curas perversos aprovechan el maravilloso don del cielo que es este sacramento de la confesión para seducir o ganar voluntades con fines no apostólicos. Sucede esto, cuando sucede, sobre personas de débil carácter tales que niños por su propia inocencia, o jóvenes o adultos agobiados por cualquier causa, a los que se induce a desvíos que no necesitamos citar. Como, también, puede atribuirse a un afán desorbitado de poder, o de la disposición indebida de bienes para lucro de instituciones detrás de cuyo buen programa se esconde un directivo o fundador avaricioso.
Lo que quisiera subrayar es que el Sacramento de la Penitencia tiene tanta fuerza en la educación del alma y para su salud cristiana que también es poderosa en el propósito contrario. Como pasa con esos antibióticos o medicamentos cuyos efectos secundarios o dosis no ajustadas pueden incluso matar al enfermo. Y esto nos da idea de por qué muchos fieles prefieren confesarse con sacerdotes viejos, formados en el conocimiento de las almas, antes que con esos nuevos curas aficionados a experimentar trivialidades o a usurpar el papel que debe reservarse a sólo Dios. Los que se valen de este grandioso sacramento, otorgado por Cristo a su Iglesia, para envenenar las almas, aturdirlas, humillarlas o seducirlas acopian para sí condena tan grande que "más les valiera tirarse al mar ahorcándose con una piedra de molino". Porque aun si con ese tirarse al mar el horror que les espera no se aminora, al menos, al desaparecer de este mundo el demonio que les manda se quedará sin sirvientes. Es lo que enseñó Jesús. (Mc 9, 42)
En próximos posts, tercera y última entregas sobre este tema.