El gol del último minuto ©

No es raro que en un encuentro deportivo un solo tanto dirima toda una larga competición faltando un segundo a que suene el silbato final. Ese gol puede cerrar una larga eliminatoria con un éxito inesperado o, también, con un fracaso injusto. Pero, ¿es realmente así?

Cuando crucificado junto al Dios hecho hombre San Dimas se gana el Paraíso, podríamos preguntarnos si es de justicia que toda una vida delictiva – afanando lo ajeno – se pueda premiar así, en forma aparente tan desmedida; mientras que, por el contrario, toda una vida de supuesta reivindicación política y lucha contra las desigualdades sociales acabe en el vacío y desesperanza del celota.

Sin embargo, de la misma manera que no es tan injusto que el último gol no llegue, o de tanta suerte que sí, tampoco lo es para final de los avatares de toda una vida. Porque no todo se puede juzgar por el grado de conocimientos, lo acertado del juicio, la estrategia estudiada; menos aún del azar de los acontecimientos. Escondidos en ese último minuto de aparente suerte hay repetidos actos de abnegación, de unión al equipo, de sacrificio de mi brillo individual para que la victoria sea de todos, de ilusión por un ideal que trasciende al Club.

Por encima de la aptitud técnica, mera minuta profesional, hay algo mucho más importante e imposible de medir. Algo que está más relacionado con el alma y afirmado en el carácter antes que en el genio. El genio suele morir de inanición si el carácter y la pasión no lo alimentan. Si lo pensamos, la victoria o la derrota se fundan en la fuerza moral. Una moral materialista, hedonista es siempre estéril. Por tanto, quién lo duda, la estrategia del ejército contrario consiste siempre en pudrir el terreno moral de la ciudadela a vencer. La cual, por grande que sea su fortaleza material si pierde su espíritu, ya lo perdió todo. O por el contrario, no es tan ruinosa la debilidad de un bando si es fuerte en sus valores trascendentes. Cuenta José Ignacio Escobar que cuando las brigadas del General Mola salieron hacia Guipúzcoa apenas si tenían municiones para recargar los fusiles. (Así empezó, Ed.G. del Toro, 1974)

Y es que, en el sí o el no de la justicia de un resultado final, sentencia inapelable, hay algo que comúnmente se nos escapa: el error de valorar de las cosas más la aptitud para hacerlas que la actitud con que se hacen. Esa diferencia de una sola letra, la pe por la ce, me parece decisiva con respecto a lo que Dios nos enseña en aquel pasmo del Gólgota.

La actitud es una energía interior que potencia las facultades adquiridas o desarrolladas. Es el saber ser feliz con lo que se hace, cada vez que se intenta y, por supuesto, cada vez que se logra. Es una bondad innata que cuida, ella, de nosotros mismos más que nosotros de cultivarla y que se transmite sin quererlo. La actitud no es el estímulo del éxito de carrera (aptitud) y su premio económico. Tampoco el amor al trabajo bien hecho sino algo mucho mayor como lo es el disfrutar de estar haciéndolo: el trabajo, el bien, la ayuda, la amistad, la solidaridad, la contemplación. Es más todavía, es una pasión vocacional. Es esa luz que Platón -y San Juan- señala como alma del hombre, luz de Dios. La gloria que se alcanza con esa luz ya no es virtud propia sino desbordamiento de nuestra debilidad por el milagro que Dios hace a través nuestro.

Esa luz de Dios hace ya muchos lustros que en la Iglesia la estamos ocultando avergonzados. No es que sea novedad el ataque desde dentro o desde los poderes de fuera, más violentos y ladinos desde el s.XVI, por no remontarnos al s.XIV. Pero, quizás, sí el más significado aquél de Juan Pablo II cuando distinguió como hermanos mayores a los judíos del Viejo Testamento, en lugar de, como siempre hicimos en nuestra historia, a los mártires cristianos de la Nueva y Eterna Alianza. Con lo que no sé yo qué otra barbaridad mayor se puede proponer. Eso ya no es ecumenismo sino recidiva de la vieja condición marrana.

Con aquella denominación la Iglesia dio carnet de identidad a un origen que no existe o, mejor dicho, que no es el suyo. Y eso la ha desorientado. Vamos como sonámbulos, ebrios, dando tumbos desde la Vid abandonada a la sal insípida. Secuestrada nuestra catolicidad por una curia que perdió la fe llevamos demasiado tiempo presumiendo de aptitud - colegialidad, nueva teología - y perdiendo la actitud vitalista de transmitir el meollo católico de nuestro estar en el mundo.

El reciente Domingo de Pentecostés nos recordó que el Espíritu Santo sólo bajó una vez a los Apóstoles y que su enseñanza éstos la transmitieron para siempre. No hubo más efusión doctrinal que la que se posó sobre los Apóstoles. Fueron aquellas lenguas de fuego las que hicieron decir a San Pedro que no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvos, que el de Jesús.
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