Los libros y el iPad ©
Tenía sólo 8 años cuando me presentaron a Roberto Alcázar y Pedrín, héroes del comic en la lucha contra el crimen. Casi inmediatamente a Julio Verne, que regalaba a unos niños náufragos toda una isla en los mares del sur para vivir Dos años de vacaciones. También, quizás ya cumplidos los 12, a aquellos curtidos Cazadores de ballenas que me extenuaban en sus correrías por los océanos, perseguidos pluma en ristre por Emilio Salgari.
En casa éramos unos empedernidos lectores. Aquellos primeros años cincuenta existían las tiendas de préstamo y cambio que nos permitían leer por unos céntimos (de peseta) las novelas de las colecciones Pueyo y Molino. O seguir los argumentos del prolífico Marcial Lafuente Estefanía con sus pistoleros del Oeste... del madrileño barrio de Chamartín.
De los 15 a los 18 descubrí a los paladines de la historia de España, emocionándome hasta las lágrimas la sencillez de Bernal Díaz del Castillo opósito diametral del vividor Las Casas. Después el hispanista e hispanófilo László Passuth con sus títulos El dios de la lluvia llora sobre México y Señor natural, respectivamente dedicados a la conquista del Imperio Azteca y al príncipe de ensueño Juan de Austria.
Y para remate de esta incurable patología diré que en esos años me agarraron otros húngaros como Lajos Zilahy (Las cárceles del alma), Ferenc Kormendi y su vital Aventura en Budapest; junto al fascinador polaco Sergiusz Piasecki (El enamorado de la Osa Mayor).
Cumplidos los 20 pasé por mi fase revolucionaria. Compañeros de residencia, camaradas de nunca supe qué delirios, se entusiasmaban con Arnold Hauser y su Historia social de la literatura y el arte... Justo ahora lo tengo en las manos. Lo hojeo y me sigue pareciendo un pensador complicado, marxista, ateo y anticristiano, que salpica su texto de anacronismos revolucionarios. Así «conciencia de clase» o «burguesía», no importándole que en la Roma antigua y en el Renacimiento la Revolución Industrial aún tardaría mucho en llegar.
Los años y la familia han multiplicado la afición. Mujer, hijos y amigos traen novedades y de ellas nuevos títulos que terminamos comprando. Si lo piensas, libro del que después de su lectura no deseas tenerlo es que tampoco merecía ser leído.
¡Hombre! Voy a mirar qué leen mis hijos. Acompáñenme por si, tal vez, en sus cuartos está lo que busco. Primero los chicos. Juan tiene en su mesa de noche a San Pedro, profundo texto teológico de William Thomas Walsh, compartido con Margaret Thatcher y sus Años de Downing Street (puede que por culpa de Meryl Streep). Al lado, a Pedro le espera La traición de Roma, éxito clamoroso del historiador Santiago Posteguillo. Y debajo de éste Los hijos de Hurin, de Tolkien. De mi hija veo que se ha embarcado con Captain Cook hacia los mares del sur (Frank Mc Lynn), dejando en la estación de París al Orient express, de Agatha Christie, amiga de casa de toda la vida...
Vuelvo a la librería. Su vista me hace filósofo. Pienso que los libros son como segundos nichos donde sus autores viven eternamente. También corazón del pasado, esencia y quintaesencia de nuestra historia desde Adán hasta hoy. Y, sobre todo, escarmiento en cabeza ajena y ensanche infinito de nuestra vida con la vida de otros. En los estantes de una librería, cubiertos por su peor asesino, el polvo, nos esperan ansiosos los más grandes filósofos que han guiado a la humanidad; o soldados y estadistas decisivos. Y personas corrientes a las que odiar o querer, por eso, porque son corrientes.
Esta carga hace que los libros merezcan respeto. En particular, que seamos fieles a lo que sus autores dicen. Un derecho que se puede conculcar quitando o eliminando aquellos textos y autores que incomoden al poder. Lo que se facilita sobremanera con el fondo digital del iPad. ¿Quién asegurará que ese millón de libros de que ya se dispone no podrá censurarse con criterios de propaganda? Los extractos de Selecciones del Rider's Digest ya lo ensayaron.
Comparemos, si es posible, el libro con la tablilla iPad. No imagino para este formidable instrumento el amor que inspira un libro. Remiro los lomos que aquí están, palpables y no en una nube virtual. Es la sección de Obras Completas, útil inciativa editora para incluir textos que nunca se conocerían. Aguilar, Vergara, Plaza y Janés, EDAF... Cuidadas ediciones para conocer hasta las pestañas que se le cayeron a Dickens, Steinbeck, Manzoni, Coloma, Dostoievsky, Maupassant... Cojo del último su tomo Obras Inmortales, desportillado y gastado por la luz. Paso la yema del pulgar por sus hojas en abanico hasta que se paran, ellas, en el cuento La vendetta. Es corto. Vuelvo a leerlo... La historia de odio más terrible que pueda imaginarse.
Y este Shakespeare, de Aguilar... Lo compré por mil pesetas a un restaurador de muebles. Lo tenía en un viejo arcón con los restos de un desahucio. Sus registros de edición son de antes de la guerra. Desde que sé lo que sé de su biografía el inglés inmortal me es muy simpático. Otelo, Hamlet, La fierecilla domada, Mucho ruido y... Siempre se le encuentra algo de su clandestina catolicidad y de amor a España. Acaricio las tapas, repaso sus heridas... "Esta piel está muy seca y habrá que darle algo, quizás ese betún marrón que tengo..."
Dudo que las tablillas electrónicas sean una amenaza para los libros. Todo lo contrario, serán un gran instrumento de difusión. La lectura previa excitará el deseo de posesión, como el del enamorado por la ninfa recién hallada.
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