Cómo hemos llegado hasta aquí. ( I ) ©
Lo peor, una vez ocurrido lo indeseable, es que los periódicos de España apenas si reseñaron las primeras noticias pero, por el contrario, sí que magnificaron sus lamentos por el ataque a los gais estadounidenses.
Francamente, parece que en el periodismo prevaleciera una cómoda diligencia hacia la noticia de actualidad y una indolencia enfermiza hacia sus raíces y motivos. Tal vez, ceguera diabética -por exceso de azúcar- hacia las realidades de fondo que guardan muchas noticias. De ahí que no interese ahora lamentar los hechos sino escudriñarlos según aquel aforismo romano de que «la causa de la causa es causa de lo causado.» (Causa causae est causa causati). De modo que de estas causas, antes de las causas próximas, es de lo que merece la pena informar...
La prueba arriana
Lo actual es no ya la pérdida de la fuerza aglutinante de la fe sino los rebrotes de persecución que se manifiestan y, muy por encima de todo, la desorientación y "el dejar hacer y el dejar pasar" de los últimos papas y sus jerarquías. Corto número de mojones son los arriba referidos al transformismo que hoy sufrimos. Realmente de poca importancia si los comparamos con la ola de casi cuatro siglos (!) de la herejía del obispo Arrio.
Esta herejía de que Cristo no es Diosapareció a finales del s.III d.C. y, casi un siglo más tarde, la Iglesia la condenó en Nicea. De aquel tiempo es la frase: Se armó la de Dios es Cristo. Periodo que duró hasta el comienzo del s.VII.
Aquella herejía-apostasía, sigo diciendo la arriana, fue seguida por muchos obispos, emperadores, reyes, filósofos, teólogos, retóricos y magnates y nos hundió tres siglos y medio en el desprecio cristiano a Cristo.
España, como siempre -¡qué odiados hemos sido por estas glorias!- tuvo un protagonismo muy destacado. Valgan de referencia los nombres de San Hermenegildo y Recaredo I; los hermanos San Isidoro y San Leandro, hijos de (probable) madre arriana... Y para colofón, Osio, el gran Obispo de Córdoba, confesor irreductible, protector de San Atanasio de Alejandría hasta el heroísmo; alma del Concilio Niceno y catequizador de Constantino el Grande, que le había hecho su consejero. Osio presidió la solemne ceremonia de bautismo del emperador.
No quiero que escape a mi lector el significado de estas líneas dedicadas al arrianismo y a la magnífica reacción de aquellos antepasados nuestros. Porque, tanto en aquellos años como en los presentes, se certifican batallas metafísicas repetidas de generación en generación para bajar al sótano de los trastos la venida al mundo de Dios y rescatar lo que es suyo: el hombre. No porque lo seamos sino porque queramos serlo; distinción ésta olvidada para entender algo del misterio de nuestra existencia. Hoy, como entonces, si justo en la Iglesia negáramos a Cristo su divinidad, es decir, su consubstancialidad con el Padre, empobreceríamos lo que significa nuestra identidad ontológica, seríamos las criaturas más lamentables de su creación.
No es correcto "de la misma naturaleza"
Aprovechemos para jugar un poco a filólogos distinguiendo qué es eso de la consubstancialidad que se proclama en el Credo niceno. Solo con desmenuzar la palabra ya lo entendemos: "substancia compartida". De aqui se sigue que, ambos, Dios Padre y Jesucristo, son Dios, y un solo y mismo Dios. Todavía mejor se entenderá con un ejemplo. Dos naranjas tienen la misma naturaleza, pero cada cual es una naranja distinta con respecto a la otra. De ellas podemos decir sin error que son "de la misma naturaleza", sí, claro, pero no que las dos sean una misma y sola naranja.
Fijémonos aquí en que las versiones del Credo al español, que en su inicio fueron aplicadas a la Misa de Rito Ordinario, esto es, la posconciliar, son en sí mismas perversas, herejes y casi blasfemas, pues tienden a sembrar la diferencia de identidades y el subliminal menosprecio de Cristo. (Los Obispos de España, en lugar de reconocer su falta -su ignominia- prefirieron sustituir el recitado del Credo Niceno por el Símbolo de los Apóstoles, que es anterior al arrianismo.)
En aquellos tiempos, tan próximos a la cultura egipcia, se podía entender muy bien lo de la misma substancia referido a la misma autoridad. Se valieron de la figura de los faraones cuyo Primer Ministro estaba a su derecha, de pie. El pueblo sabía que lo que el Primer Ministro hacía era lo que el Faraón le mandaba. Para enseñar que Jesucristo tiene la misma autoridad que el Padre, los varones apostólicos idearon la fórmula de que no estaba de pie sino sentado. Sentado a su derecha, al modo de "tanto monta monta tanto..."
Y, finalmente, para mí, esta autoridad igual a la del Padre se resalta en dos enseñanzas de los Evangelios. Una, las muchas veces en que Jesús dice: «Habéis oido que se dijo: No matarás... Mas yo ahora os digo...» (Mt 5, 21-48) Esto es: lo que en la Ley Antigua venía del Innombrable, Jesús lo modificaba con la misma autoridad. La otra, es aquella en que dice en público: «Tus pecados te son perdonados... » (Lc 5, 21) Y los judíos se escandalizan pues que los pecados solo los perdona Dios. Luego, de nuevo entendemos que tenía igual autoridad que Dios.
Esta patente condición divina, en su imperio sobre leyes, espíritus y naturaleza, duele hoy a sus opositores como desde el comienzo les dolió hasta no poder soportarlo. Por lo que no descansan en su juramento de borrarle de la haz de la tierra. Lo llevan en su etnia y nación. Porque son los mismos y no han cambiado desde que Él habitó entre nosotros. Por eso son incontables los intentos de reducirle al olvido, en mayor eficacia e intensidad si es con ayuda de miembros de su Iglesia infectados del mismo error.
De igual manera que se consiguió con el obispo Arrio.
En verdad, nada nuevo bajo el sol.
Todos podemos ver, menos los que se acostumbraron a no pensar - Perdido está el mundo porque no piensa-, que esto se reproduce en nuestro tiempo con la pretendida unificación de un mismo dios para todas la religiones. Lo cual diluye a Cristo como uno más entre docenas. De donde podríamos deducir, chi lo sa?, que, tal vez, estemos cercanos a repetir «la de Dios es Cristo».