A propósito del cura rural. ©
Aprovecho aquí para señalar que al desacostumbrarnos de la referencia a las almas, nombre casi borrado en la nueva predicación, nuestra trascendencia eterna se ha canibalizado por lo material y efímero. Que el cáncer que pudre a la Iglesia -entiéndase la entera familia católica- es su 'antropoide' carrera hacia el precipicio de lo social, materialista y de tejas abajo. Expresado en modo pavoroso por la desacralización de 'los curas modernos'. Esto es, los descolgados de su sostén espiritual, acomplejados, desnaturalizados, sin identidad y dándose a los viejos rencores -Marx no inventó nada- de Judas y Caín.
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Un cura muy de pueblo
En mis cuarenta conocí a algunos curas rurales: curas de cuidar almas y a la vez curas de curarlas. De entre los que recuerdo inventaré uno al que llamaré Don Rodrigo y vestiré con retales de otros. No se parecía en nada, por fortuna, al joven asténico y atormentado sacado por Bernanos de una aldea francesa. El nuestro vivía con su hermana que era un poco mayor que él. Por cierto, ¡qué olvidadas están esas hermanas... o esas madres de longevidad milagrosa! Cuidadoras del hermano o el hijo cura. Mujeres que sabían convertir en cálido hogar vetustas e inhóspitas viviendas.
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Don Rodrigo había sido capellán de campamentos en la sierra, y de dos conventos de monjas de clausura; hasta que su obispo le nombró coadjutor de muy poblada parroquia donde finalmente sucedió a su predecesor. Nunca aspiró a ser obispo -"qué locura"- sino a sólo estar con sus feligreses. Un día de esos de persecución endemoniada, unos activistas le llevaron a una cárcel a espera de matarle junto a otros "detenidos". De entre el montón de ejecutados él no recibió el tiro de gracia y, medio muerto de miedo y angustia, se fue a su casa, "porque Dios lo quiso", sin más luz que una luna de cuarto "rezando entre lágrimas un padrenuestro por todos aquellos pobrecitos.”
En sus largos setenta conservaba una alegría juvenil adornada de sano y agudo humor. Un sábado al mes honrábamos nuestra casa invitándole a comer.
-¿Que quiere usted para hoy, Don Rodrigo?" -le preguntaba mi mujer.
Y él, un pajarito que apenas comía, bromeaba:
-Pues, algo ligero... ¡Un par de liebres!"
Y qué decir del amor a las almas con muchas horas de confesiones. El amor a las almas no es cosa que se proteste sino que se demuestra por sus frutos. Como le pasaba a Dom Bosco, al que muchos le preguntaban por qué le seguían tantos chicos abandonados, de las calles; que qué les decía. Y San Juan Bosco contestaba: "Nada, simplemente que Dios les quiere." Lo mismo podríamos decir de todos los donrrodrigos que ha disfrutado la Iglesia.
Tantos años de juicioso ministerio hacían casi imposible acompañar a Don Rodrigo por las calles de la ciudad, pues que le paraban constantemente. Esa popularidad se expresaba de muchas maneras, quizás la más selecta se corresponda con las colas de espera para confesarse con él. Una tarde que tuve la suerte de encontrarle libre en su confesionario quise aprovechar para confesarme, pero una muchacha vino por no sé cuál urgencia que le obligó a salir. “Ven mañana”, me dijo saliendo a escape. Pude ver entonces en el asiento lo que solía tapar su sotana: Un catecismo Ripalda con una estampa de la Virgen del Pilar. ¡Ese era su manual apostólico!
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Un viaje pastoral
Un día me pidió que le dejara acompañarme en alguno de mis viajes profesionales. Mi empresa producía unas vacunas y medicamentos veterinarios de marca muy afamada, y yo buscaba organizar algo parecido a una red distribuidora. Don Rodrigo aprovecharía para saber de familias amigas en pueblos de mi ruta. Bien debo anticipar que el aprovechado fui yo de lo que resultó una experiencia inolvidable. Y, todo hay que decirlo, fiable pista de informaciones
Era aquella una mañana de marzo de niebla y escarcha. A las ocho, puntual como un clavo, estaba Don Rodrigo esperándome a la puerta de su casa. Maletín pequeño, sotana descolorida, y en la cabeza una boina, se sentó a mi lado. Ya en la carretera inició unos latines que terminó con su acostumbrada jaculatoria: "Que San Rafael bendito nos lleve por buen caminito."
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Al norte de la estepa castellana el frío daba al paisaje una serenidad y belleza increibles. Mi Citroën-GS se metía por carreteras comarcales que atravesaban hectáreas de remolacha azucarera, de garbanzos y campos de cebada verderona bajo cielos de un azul pintado. Si a 80 por hora divisábamos cipreses como lanzas de un cementerio, Don Rodrigo echaba una bendición: Requiescat in pace, decía. E invariablemente me contaba de alguien que estaba allí enterrado.
De allá lejos iba acercándosenos un pobladísimo rebaño de ovejas. Don Rodrigo me dijo: "¡Hombre! A ver si pudieras desviarte... Seguro que son las del Segis." ¡Ah! Cómo me alegra todavía aquel aparte de mi camino. Nos acercamos cuanto pudimos y llegados adonde ya no pasaba el coche, Don Rodrigo salió y le hizo señas mientras yo sonaba el claxon.
"El Segis" era un joven pastor de 61 años, hijo y nieto de pastores. Mucho reto es para mí describir el lustre de su tez tostada que amanecía desde una barba en blanco y negro; sus ojos francos y socarrones, una sonrisa generosa y aquel hablar de acento campero. Cuando vio "salir del coche la sotana" pensó si sería una urgencia de casa. Imposible describir aquí su sorpresa, respeto y cariño ante Don Rodrigo, que le repasó a toda su familia, desde los nietos hasta los padres. Los ojos cerrados cara a un sol que, bien de frente o de espaldas vencía al frío y puro aire de aquella mañana, yo les escuchaba. Estábamos los tres sentados en dos grandes piedras bien calentitas. Segis, cada cinco o diez minutos se levantaba y daba una voz al perro que le obedecía como el mejor de los sargentos reagrupando la tropa.
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Qué grande Don Rodrigo, fortuna inesperada de mi viaje; sabio inigualable del ser y del estar; hilo superconductor del amor de Dios por nosotros y de nosotros a Dios. Delante de los paisajes y las carreteras que devoraba el parabrisas repasábamos las cosas más dispares. Me obligaba -es un decir- a rezar el Ángelus, el Rosario... Hablando de las gentes que podríamos visitar, fácilmente surgía el filosofar sobre riquezas y pobrezas en sus diferentes protagonistas. Según él, era de locos considerarlas el doble carril de nuestras ambiciones y desgracias. Para de seguido coincidir en que el primer error procedía de llamar riqueza a la propiedad de las cosas, aun sin disfrutarlas -error descrito por Aristóteles- y a la acumulación del dinero sin fructificarlo. Me distinguía que fructificar era lo importante y no el multiplicar, es decir, acumular. "Ya sabes, ¿no? -me decía- El dinero en el banco es sólo el principio actor, el instrumento pero, si no se usa, ¿para quién sirve? ¡Para el banquero!"
Y Don Rodrigo, que gustaba tanto de hablar de estas cosas, me repetía aquello de las riquezas que se apolillan o el dinero que te roban los ladrones. Que el mayor valor está en la respuesta a las oportunidades, en la curiosidad por lo que nos supera, en la pureza de intenciones y el disfrute de la amistad ("la mejor de todas, la de tu esposa"). Por tanto, acompañado del calor de un hogar cristiano, la educación interior por encima de normas, el gusto por el conocimiento, el sentido de trascendencia y el placer de levantar la cabeza sobre las dificultades, que venir vendrán, seguro.
Y remataba que tales riquezas solo eran posible con sentido religioso.
Lo que me entusiasmaba era oir tanto bueno de persona tan sencilla y modesta. Qué contraste con esos sacerdotes de alto copete y sotanas de alpaca, pertenecientes a organismos elitistas sin otro afán que la ganancia -¡dineraria!- ni otro orgullo que el de su corporativismo. ¡Qué voy a decir, si le rezan más a su fundador que a la Virgen Madre de Dios!
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"Estar en la gloria..."
Apartados de rutas principales, e incluso secundarias, visitamos a algunas familias labradoras. Recuerdo a un viejo ex-alcalde y a una farmacéutica. En cada caso Don Rodrigo los había casado a ellos y a sus padres.
Lo mejor fue la visita a unos productores de vino y jamones. A todos los miembros también los había bautizado y casado Don Rodrigo. Tenían una casa antigua a la que sólo faltaban sus blasones; en su fachada, sobre la puerta principal, aun podían verse las huellas de los que probablemente perdiera en Dios sabe qué guerras. Y también unas cuevas o bodegas, "tan nobles o más" por sus toneles de vino y los cientos de perniles que colgaban del techo.
Pero, sin la menor duda, lo imposible de olvidar fue el sistema de calefacción de aquella grande y maciza casa. Me refiero a "la gloria". Se llama así a un sistema de calefacción heredado de la Hispania romana. Consistía en uno o dos túneles semisótano donde la paja en ascuas mantenía los suelos calientes. Me pareció todo un hallazgo arqueológico. Lo primero que me llamó la atención fue la ropa blanca tendida por el suelo -"tendida", el verbo correcto para este menester- en perfecta geometría para no estorbar el paso. Un suelo caliente de baldosas de arcilla roja. Aprendí entonces que estar en la gloria era algo mucho más terreno que lo imaginado en las catequesis.
¡Cómo nos recibían! Lo digo en plural pues yo pasaba a ser igual de importante que el cura, por llevarle. Cariño casi de familia y reverencia a su condición sagrada se manifestaban juntos y diferenciados. Yo disfrutaba con aquella imprevista aparición de una España de realidades católicas.
Ya sentados a comer, se me ocurrió decir:
-Don Rodrigo, usted debe haber casado a casi todos los habitantes de esta comarca.
A lo que la anfitriona respondió:
-¿Don Rodrigo...? ¡A todos y a la mitad!
Recordando esto y tanto más me viene el dolor por cuánto se esmeró la revolución anticristiana por apartar de nuestros pueblos y comarcas a los curas tradicionales. Qué ladino fue el progresismo para infundir en la vocación pastoral criterios de incomodidades inexistentes. Claro que cosa actualmente muy comprensible, cuando la vocación se "estimula" en considerar a las parroquias como si fueran franquicias comerciales.
Que el vivir haya de entenderse para desaparecer es un misterio que roza el absurdo. Pero a poco que nos asomemos a este misterio no encontramos nada más explícito que el ser parte de un plan. Un plan planificado por un realizador al que desde la noche de los tiempos creemos y llamamos Dios. Corolario existencial por el que todos tendemos a Él de alguna manera. En cualquiera que sea nuestro estado, cuánto más si de orientación religiosa. Así también todo joven atraído por una muchacha adorable -o viceversa- camina hacia Dios aun sin saberlo. Detrás de esa pareja espera un compromiso que se hace ante Dios; una proyeción de familia -con hijos, si llegan, o sin ellos- que se acepta también y para siempre delante de Dios, y un perpetuo aprendizaje de renuncias y agradecimientos que nos coloca por sorpresa en la vejez... y a dos minutos de Dios.
Este común denominador, "Dios", hace que el sacerdote sea fundamental e irreemplazable en una sociedad cristiana. Y donde mejor se ha expresado esta condición es, o era, en el cura de aldea, de barrio. En el cura “de parroquia” que se jubilaba en ella y hasta en algunos casos en ella moría y en ella rezaban en su recuerdo. Yo soy testigo.
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