1.1. Características del mundo en el momento del Concilio Vaticano II.
Para iniciar, es importante delimitar las posibilidades de señalar las características del mundo de aquel momento histórico. Una vía es la de los hechos coyunturales, que se presentan en un determinado período de la historia. La otra vía son las características culturales, que son más amplias y que, en cierta manera, pueden dar razón de las causas profundas de los mismos hechos coyunturales. Asumimos esta segunda línea porque ayuda a entender mejor no sólo lo que ocurre en el mundo, en una época determinada, sino también lo que le ocurre a la Iglesia, en cuanto inmersa en ese mundo.
Con mucha frecuencia se caracteriza genéricamente el contexto del Concilio Vaticano II, con la tendencia de la “secularización”, especialmente en el ambiente europeo. Sin embargo, este es sólo un aspecto que comienza con la ilustración, pero es insuficiente para comprender estructuralmente las formas de pensar y de obrar de las sociedades en esta época. Por eso, según el parecer de varios pensadores y analistas, resulta más englobante situar el contexto del Concilio, dentro de las grandes coordenadas de los cambios de época, con los conceptos de pre-modernidad, modernidad, post-modernidad.
1.1.1 Las épocas culturales que estaban en juego en tiempos del Concilio
Un primer análisis del contexto en la época del Concilio Vaticano II es la caracterización del contexto cultural… es decir, las corrientes de pensamiento dominantes en este tiempo, que estructuran un modo de pensar, de sentir y de obrar de poblaciones enteras. Dicho de otra manera, se trata de identificar las grandes características estructurales, que dan razón de muchas realidades, no sólo de la Iglesia sino también de las sociedades…
La afirmación espontánea y lógica, que se puede hacer, es que el mundo ante el cual se encuentra el Concilio Vaticano II es el mundo de la ‘modernidad’. Pero en sectores significativos de la sociedad, o en los inconscientes colectivos de los pueblos, sobreviven formas de pensamiento y modos de obrar que vienen de la época anterior y que se denomina la ‘pre-modernidad’.
Es por eso que presentamos a continuación algunas características, de manera muy sintética, de estas dos grandes épocas culturales, para poder entender mejor el contexto más amplio en el que se desarrolló el Concilio Vaticano II.
1.1.1.1 La Pre-modernidad
Generalmente se fija la pre-modernidad en el período que va entre los siglos V o IV A.C. y los siglos XIII y XIV D.C.
“Llamaremos pre-moderna a la sociedad regida por unos principios jerárquicos -que determinan las identidades y estructuran las relaciones humanas- que se pretenden naturales y esenciales, y se legitiman recurriendo a argumentos sobrenaturales. Estos principios indican, a los individuos, lo que son y lo que deben ser, y definen su comportamiento en función de su clase, religión, sexo, familia, etnia, clan, etc. El individuo no aparece, a la vista de los demás, en tanto que ser humano, sino “en tanto que esto o aquello”, en función de un atributo, como algo concreto, particular que oculta su singularidad. No es que no existan individuos singulares, es que la singularización (que no forma parte del ser y la esencia de los individuos) se identifica con lo arbitrario, lo contingente, es sinónimo de desvío y extravío, de desnaturalización, de corrupción.
En este contexto, las pertenencias lo son “de nacimiento”, parecen naturales y esenciales, forman parte del orden natural del mundo. De manera que, las desigualdades no lo son sólo de hecho, sino también de derecho. Para que resulte asumible, que la posición de un individuo en la categoría social quede atribuida desde el mismo nacimiento, se otorga un fundamento religioso a la injusticia, que permite gratificar la dependencia y castigar el desorden: la desobediencia es, además de contra natura, pecado y la crítica es blasfema. Lo natural (físico y normativo) es así considerado sobrenatural, lo que efectivamente es, se identifica con lo que debe ser.”
Esta fase coincide, en muchas sociedades, con el tiempo del feudalismo, y por lo mismo de los señores feudales, y de la esclavitud de la gran masa del pueblo. Corresponde, en general, a las sociedades agrícolas donde la relación dominio/sumisión es determinante para la organización social y para la sobrevivencia.
La vida aquí depende de la organización social autoritaria, pues sin autoridad no hay forma de organizar la agricultura con los riegos y la producción de granos. La autoridad absoluta es condición fundamental e indispensable para la vida, es fuente de vida para el pueblo.
“Por tanto la vida se concibe como sumisión: quien obedece tiene vida, quien desobedece se cierra a la vida. Someterse es participar en la existencia cuya cualidad humana la posee la autoridad suprema. El primer elemento del patrón cultural que genera la mitología agraria es la relación de sumisión, la relación de «mandato/obediencia”. Desde este esquema se genera una intepretación de la totalidad de la realidad: todo lo que existe y tiene vida procede de la sumisión, procede de la palabra, del mandato de la autoridad.”
Desde este esquema cultural se ubican y se explican, según Corbí, las diversas realidades de las sociedades agrarias de riego:
* Dios, es el supremo señor, la plenitud absoluta de la realidad. De él procede el cosmos, toda realidad y toda vida. Él los crea emitiendo un mandato. Por tanto, recibir un mandato es recibir el poder del ser;
* la sociedad está jerarquizada en todos sus niveles, incluso el familiar. Quien tiene más poder es superior porque tiene más realidad;
* el trabajo es sumisión a los que mandan;
* la moral es sumisión a lo que está establecido;
* la verdad es aceptación/sumisión de lo revelado;
* la totalidad de la realidad está concebida como una pirámide: de la cúspide procede y desciende el mandato y con el mandato, la vida y la existencia.
Desde esta estructura cultural de las sociedades agrarias, es posible entender mejor la afirmación y convicción, que la pre-modernidad es la época en que lo que tiene reconocimiento y predomina es lo que está fuera de la persona, lo “objetivo”, la “verdad en sí”, el «objetivismo”, que surge de una sociedad piramidal en la que el «sujeto” no es autónomo. Su vida depende de los dioses y de las autoridades.
1.1.1.2 La Modernidad
Se sitúa especialmente a partir del S. XV. De los diversos modos de identificar la modernidad, desde el punto de vista cultural, hemos asumido la siguiente descripción que nos sirve para el objetivo de este estudio:
“Llamaremos modernidad al momento histórico en el que los principios jerárquicos, que determinaban las identidades y estructuraban las relaciones humanas en la premodernidad, perdieron su carácter sobrenatural y comenzaron a parecer naturales, en el mero sentido de habituales, en cuanto convenciones, es decir, diferencias de hecho, no de derecho. La modernidad no suspendió las jerarquías pre-modernas, pero sí arrojó la sombra de la sospecha sobre su supuesta naturaleza originaria o supra-terrenal.
La modernidad es pues un proceso de secularización y desacralización revolucionario, en la medida en que atentó contra la autoridad, y lo hizo, como no podía ser de otro modo, cargando contra el telón de fondo de la tradición ante la que aquella cobraba sentido. La ruptura de la continuidad de la tradición abrió las puertas a una sociedad progresista, cuyos evidentes logros iniciales se fundaron en la caracterización de los viejos credos, como prejuicios, y en su sustitución por unos descubrimientos sin pasado, cuya autoridad, por primera vez, sólo se cimentaba en el futuro, en lo que habría de venir.
La desacralización de las jerarquías (y sus lazos de dependencia) plantea que el ser humano, en tanto que ser humano, es portador al nacer del derecho (la obligación) a la libertad, a decidir sobre su destino. La modernidad inyecta suspense a la realización de la vida humana, desvirtúa la identidad al proyectarla hacia el futuro, en función de la capacidad del ser humano para convertirse en lago diferente a sí mismo y la convierte en mera idiosincrasia. Los individuos se despersonalizan y se personalizan.”
Los diversos autores coinciden en caracterizar a esta época en cuatro grandes revoluciones: la revolución científico-técnica, la industrial, la cultural y la democrática. Así las describe I. Gastaldi, basado en recientes publicaciones sobre la modernidad:
“La revolución científico-técnica comenzó en el Renacimiento. Cuando se separó la Física de la Filosofía, se fueron descubriendo las leyes de la naturaleza que, traducidas en fórmulas matemáticas, permitieron el dominio del mundo. A finales del siglo XVIII se llegó a la revolución industrial: comenzaron las fábricas a producir ‘en serie’, la gente se concentró en las ciudades; poco a poco se fue considerando el lucro como motor del progreso, comenzó el capitalismo, la libre concurrencia, las luchas sociales... Sobre la ruina del Estado Feudal surgió la burguesía. La revolución cultural sucedió en el ‘siglo de las luces’ (el siglo XVIII). Se desprestigió la tradición, se pasó del ‘Magister dixit’, al ‘Sapere aude’, según la aguda observación de Kant: ‘Atrévete a guiarte por la sola razón’. La revolución democrática se manifestó, sobre todo, en el paso de las estructuras jerárquicas a la democracia representativa. Simultáneamente comenzó a hablarse de los ‘derechos humanos’” .
Estas cuatro revoluciones producen un cambio significativo, en la manera que la persona se ubica y se comprende. De un sujeto más relacionado con su entorno natural y mítico-religioso, inicialmente a la percepción al de sujeto autónomo y posteriormente, al sujeto inmerso en la historia. Así lo describe Iñaki Urdanibia:
“La modernidad surgirá con la idea de sujeto autónomo, con la fuerza de la razón, y con la idea del progreso histórico hacia un brillante final en la tierra. Dicho pensamiento se constituye en dos tiempos: el primero será el período que va desde el Renacimiento a la Ilustración. La tesis clave de dicho período será la tesis del sujeto: “todos los sees humanos son, por naturaleza, esencialmente idénticos entre sí”; de esta tesis se desprende una cierta idea de universalidad y de identidad; el segundo tiempo iría desde el romanticismo hasta la crisis del marxismo, “la tesis fundamental no es ya la del sujeto, sino la de la historia”, y de ella se desprenderá una cierta óptica relativista. El sujeto pasará a ser pensado “desde categorías colectivas”: la nación, la cultura, la clase social, la raza. Dentro de la tesis historicista, tomarán cuerpo el nacionalismo y el socialismo como las dos grandes y principales versiones políticas”.
El anterior análisis permite hablar, pues, de dos grandes momentos de la modernidad que tienen matices especiales: la “primera modernidad” más directamente caracterizada por el «subjetivismo” individual, entendido como el gran valor que se da a los sujetos, y por consiguiente, el énfasis en la universalidad e identidad; la “segunda modernidad” más caracterizada por el “naturalismo y el realismo”, en el que comienza a plantearse la posibilidad de un sujeto colectivo, pero en la que aparece al mismo tiempo la tendencia hacia el relativismo.
Hasta aquí, queda planteada la pregunta: si en el mundo, en general, se vivía una mezcla de las dos grandes énfasis culturales: la pre-modernidad y la modernidad, ¿En qué lugar se ubicó la Iglesia entre los Siglos XVI y XX? ¿De qué lado estaba la Iglesia en general, en su aspecto más institucional, con su teología, su organización, su legislación? Son preguntas, que se van a definir mejor en los apartados siguientes, en la medida en que se vean los hechos que motivaron la convocación y realización del Concilio Vaticano II.
1.1.2 Los hechos históricos más sobresalientes en el contexto del Concilio Vaticano II
El anuncio del Concilio Vaticano II realizado por el Papa Juan XXIII, el 25 de enero de 1959, es considerado, por los periodistas y luego por los historiadores, como un gesto de tranquila audacia para pasar “de las seguridades de la inmovilidad a la fascinación de la búsqueda” . Juan XIII, en su larga experiencia diplomática había experimentado la necesidad de un cambio epocal de la Iglesia. En efecto, “Roncalli era sensible y estaba atento a los síntomas de la evolución de la situación mundial, caracterizada por el acelerado fin del colonialismo –el cual afectaba la condición humana de, al menos, tres continentes- y de la inminente, aunque inadvertida, superación de la guerra fría” . A continuación en la obra citada se señalan algunos hechos significativos de esta evolución de la situación mundial: confrontación entre el bloque soviético y el bloque de occidente: la guerra de Corea (1950), el bloqueo de Berlín con la construcción del muro (1961), la crisis de Cuba (1962). En los países del norte se estaba dando una nueva fase de industrialización y la correlativa reducción de las culturas agrícolas; en los continentes en los que predominaba el régimen colonial, los fermentos de independencia y el anhelo del disfrute económico eran cada vez más fuertes.
En los ambientes en los que había una fuerte presencia de cristianos, frente a la extendida opinión de que las Iglesias no podían hacer otra cosa que sostener el compromiso anticomunista del bloque occidental, se contraponía la creciente inquietud de que la antigua reciprocidad entre las instituciones políticas y las Iglesias estaba llegando a su fin.
Desde el punto de vista cultural, resulta significativa la caracterización que se hace, en la obra que estamos citando, de la significación del Código de Derecho Canónico del 1917:
“La Iglesia católica pronto se descubre no preparada para el Concilio. La reflexión doctrinal e institucional, sobre un concilio general, estaba frenada al menos un siglo antes. En 1917 el Código de derecho canónico en los cánones 222-229 había realizado, a su vez, una unión sustancialmente híbrida entre la tradición medieval y moderna con los datos surgidos con ocasión del concilio Vaticano I de 1870. ¿El modelo diseñado allí era adecuado para integrar el nuevo concilio, con los grandes cambios culturales, sociales, políticos acontecidos ahora? La doctrina canónica se había estancado perezosamente sobre esas instituciones, dejando pasar el tiempo para profundas reelaboraciones”.
Con mucha frecuencia se caracteriza genéricamente el contexto del Concilio Vaticano II, con la tendencia de la “secularización”, especialmente en el ambiente europeo. Sin embargo, este es sólo un aspecto que comienza con la ilustración, pero es insuficiente para comprender estructuralmente las formas de pensar y de obrar de las sociedades en esta época. Por eso, según el parecer de varios pensadores y analistas, resulta más englobante situar el contexto del Concilio, dentro de las grandes coordenadas de los cambios de época, con los conceptos de pre-modernidad, modernidad, post-modernidad.
1.1.1 Las épocas culturales que estaban en juego en tiempos del Concilio
Un primer análisis del contexto en la época del Concilio Vaticano II es la caracterización del contexto cultural… es decir, las corrientes de pensamiento dominantes en este tiempo, que estructuran un modo de pensar, de sentir y de obrar de poblaciones enteras. Dicho de otra manera, se trata de identificar las grandes características estructurales, que dan razón de muchas realidades, no sólo de la Iglesia sino también de las sociedades…
La afirmación espontánea y lógica, que se puede hacer, es que el mundo ante el cual se encuentra el Concilio Vaticano II es el mundo de la ‘modernidad’. Pero en sectores significativos de la sociedad, o en los inconscientes colectivos de los pueblos, sobreviven formas de pensamiento y modos de obrar que vienen de la época anterior y que se denomina la ‘pre-modernidad’.
Es por eso que presentamos a continuación algunas características, de manera muy sintética, de estas dos grandes épocas culturales, para poder entender mejor el contexto más amplio en el que se desarrolló el Concilio Vaticano II.
1.1.1.1 La Pre-modernidad
Generalmente se fija la pre-modernidad en el período que va entre los siglos V o IV A.C. y los siglos XIII y XIV D.C.
“Llamaremos pre-moderna a la sociedad regida por unos principios jerárquicos -que determinan las identidades y estructuran las relaciones humanas- que se pretenden naturales y esenciales, y se legitiman recurriendo a argumentos sobrenaturales. Estos principios indican, a los individuos, lo que son y lo que deben ser, y definen su comportamiento en función de su clase, religión, sexo, familia, etnia, clan, etc. El individuo no aparece, a la vista de los demás, en tanto que ser humano, sino “en tanto que esto o aquello”, en función de un atributo, como algo concreto, particular que oculta su singularidad. No es que no existan individuos singulares, es que la singularización (que no forma parte del ser y la esencia de los individuos) se identifica con lo arbitrario, lo contingente, es sinónimo de desvío y extravío, de desnaturalización, de corrupción.
En este contexto, las pertenencias lo son “de nacimiento”, parecen naturales y esenciales, forman parte del orden natural del mundo. De manera que, las desigualdades no lo son sólo de hecho, sino también de derecho. Para que resulte asumible, que la posición de un individuo en la categoría social quede atribuida desde el mismo nacimiento, se otorga un fundamento religioso a la injusticia, que permite gratificar la dependencia y castigar el desorden: la desobediencia es, además de contra natura, pecado y la crítica es blasfema. Lo natural (físico y normativo) es así considerado sobrenatural, lo que efectivamente es, se identifica con lo que debe ser.”
Esta fase coincide, en muchas sociedades, con el tiempo del feudalismo, y por lo mismo de los señores feudales, y de la esclavitud de la gran masa del pueblo. Corresponde, en general, a las sociedades agrícolas donde la relación dominio/sumisión es determinante para la organización social y para la sobrevivencia.
La vida aquí depende de la organización social autoritaria, pues sin autoridad no hay forma de organizar la agricultura con los riegos y la producción de granos. La autoridad absoluta es condición fundamental e indispensable para la vida, es fuente de vida para el pueblo.
“Por tanto la vida se concibe como sumisión: quien obedece tiene vida, quien desobedece se cierra a la vida. Someterse es participar en la existencia cuya cualidad humana la posee la autoridad suprema. El primer elemento del patrón cultural que genera la mitología agraria es la relación de sumisión, la relación de «mandato/obediencia”. Desde este esquema se genera una intepretación de la totalidad de la realidad: todo lo que existe y tiene vida procede de la sumisión, procede de la palabra, del mandato de la autoridad.”
Desde este esquema cultural se ubican y se explican, según Corbí, las diversas realidades de las sociedades agrarias de riego:
* Dios, es el supremo señor, la plenitud absoluta de la realidad. De él procede el cosmos, toda realidad y toda vida. Él los crea emitiendo un mandato. Por tanto, recibir un mandato es recibir el poder del ser;
* la sociedad está jerarquizada en todos sus niveles, incluso el familiar. Quien tiene más poder es superior porque tiene más realidad;
* el trabajo es sumisión a los que mandan;
* la moral es sumisión a lo que está establecido;
* la verdad es aceptación/sumisión de lo revelado;
* la totalidad de la realidad está concebida como una pirámide: de la cúspide procede y desciende el mandato y con el mandato, la vida y la existencia.
Desde esta estructura cultural de las sociedades agrarias, es posible entender mejor la afirmación y convicción, que la pre-modernidad es la época en que lo que tiene reconocimiento y predomina es lo que está fuera de la persona, lo “objetivo”, la “verdad en sí”, el «objetivismo”, que surge de una sociedad piramidal en la que el «sujeto” no es autónomo. Su vida depende de los dioses y de las autoridades.
1.1.1.2 La Modernidad
Se sitúa especialmente a partir del S. XV. De los diversos modos de identificar la modernidad, desde el punto de vista cultural, hemos asumido la siguiente descripción que nos sirve para el objetivo de este estudio:
“Llamaremos modernidad al momento histórico en el que los principios jerárquicos, que determinaban las identidades y estructuraban las relaciones humanas en la premodernidad, perdieron su carácter sobrenatural y comenzaron a parecer naturales, en el mero sentido de habituales, en cuanto convenciones, es decir, diferencias de hecho, no de derecho. La modernidad no suspendió las jerarquías pre-modernas, pero sí arrojó la sombra de la sospecha sobre su supuesta naturaleza originaria o supra-terrenal.
La modernidad es pues un proceso de secularización y desacralización revolucionario, en la medida en que atentó contra la autoridad, y lo hizo, como no podía ser de otro modo, cargando contra el telón de fondo de la tradición ante la que aquella cobraba sentido. La ruptura de la continuidad de la tradición abrió las puertas a una sociedad progresista, cuyos evidentes logros iniciales se fundaron en la caracterización de los viejos credos, como prejuicios, y en su sustitución por unos descubrimientos sin pasado, cuya autoridad, por primera vez, sólo se cimentaba en el futuro, en lo que habría de venir.
La desacralización de las jerarquías (y sus lazos de dependencia) plantea que el ser humano, en tanto que ser humano, es portador al nacer del derecho (la obligación) a la libertad, a decidir sobre su destino. La modernidad inyecta suspense a la realización de la vida humana, desvirtúa la identidad al proyectarla hacia el futuro, en función de la capacidad del ser humano para convertirse en lago diferente a sí mismo y la convierte en mera idiosincrasia. Los individuos se despersonalizan y se personalizan.”
Los diversos autores coinciden en caracterizar a esta época en cuatro grandes revoluciones: la revolución científico-técnica, la industrial, la cultural y la democrática. Así las describe I. Gastaldi, basado en recientes publicaciones sobre la modernidad:
“La revolución científico-técnica comenzó en el Renacimiento. Cuando se separó la Física de la Filosofía, se fueron descubriendo las leyes de la naturaleza que, traducidas en fórmulas matemáticas, permitieron el dominio del mundo. A finales del siglo XVIII se llegó a la revolución industrial: comenzaron las fábricas a producir ‘en serie’, la gente se concentró en las ciudades; poco a poco se fue considerando el lucro como motor del progreso, comenzó el capitalismo, la libre concurrencia, las luchas sociales... Sobre la ruina del Estado Feudal surgió la burguesía. La revolución cultural sucedió en el ‘siglo de las luces’ (el siglo XVIII). Se desprestigió la tradición, se pasó del ‘Magister dixit’, al ‘Sapere aude’, según la aguda observación de Kant: ‘Atrévete a guiarte por la sola razón’. La revolución democrática se manifestó, sobre todo, en el paso de las estructuras jerárquicas a la democracia representativa. Simultáneamente comenzó a hablarse de los ‘derechos humanos’” .
Estas cuatro revoluciones producen un cambio significativo, en la manera que la persona se ubica y se comprende. De un sujeto más relacionado con su entorno natural y mítico-religioso, inicialmente a la percepción al de sujeto autónomo y posteriormente, al sujeto inmerso en la historia. Así lo describe Iñaki Urdanibia:
“La modernidad surgirá con la idea de sujeto autónomo, con la fuerza de la razón, y con la idea del progreso histórico hacia un brillante final en la tierra. Dicho pensamiento se constituye en dos tiempos: el primero será el período que va desde el Renacimiento a la Ilustración. La tesis clave de dicho período será la tesis del sujeto: “todos los sees humanos son, por naturaleza, esencialmente idénticos entre sí”; de esta tesis se desprende una cierta idea de universalidad y de identidad; el segundo tiempo iría desde el romanticismo hasta la crisis del marxismo, “la tesis fundamental no es ya la del sujeto, sino la de la historia”, y de ella se desprenderá una cierta óptica relativista. El sujeto pasará a ser pensado “desde categorías colectivas”: la nación, la cultura, la clase social, la raza. Dentro de la tesis historicista, tomarán cuerpo el nacionalismo y el socialismo como las dos grandes y principales versiones políticas”.
El anterior análisis permite hablar, pues, de dos grandes momentos de la modernidad que tienen matices especiales: la “primera modernidad” más directamente caracterizada por el «subjetivismo” individual, entendido como el gran valor que se da a los sujetos, y por consiguiente, el énfasis en la universalidad e identidad; la “segunda modernidad” más caracterizada por el “naturalismo y el realismo”, en el que comienza a plantearse la posibilidad de un sujeto colectivo, pero en la que aparece al mismo tiempo la tendencia hacia el relativismo.
Hasta aquí, queda planteada la pregunta: si en el mundo, en general, se vivía una mezcla de las dos grandes énfasis culturales: la pre-modernidad y la modernidad, ¿En qué lugar se ubicó la Iglesia entre los Siglos XVI y XX? ¿De qué lado estaba la Iglesia en general, en su aspecto más institucional, con su teología, su organización, su legislación? Son preguntas, que se van a definir mejor en los apartados siguientes, en la medida en que se vean los hechos que motivaron la convocación y realización del Concilio Vaticano II.
1.1.2 Los hechos históricos más sobresalientes en el contexto del Concilio Vaticano II
El anuncio del Concilio Vaticano II realizado por el Papa Juan XXIII, el 25 de enero de 1959, es considerado, por los periodistas y luego por los historiadores, como un gesto de tranquila audacia para pasar “de las seguridades de la inmovilidad a la fascinación de la búsqueda” . Juan XIII, en su larga experiencia diplomática había experimentado la necesidad de un cambio epocal de la Iglesia. En efecto, “Roncalli era sensible y estaba atento a los síntomas de la evolución de la situación mundial, caracterizada por el acelerado fin del colonialismo –el cual afectaba la condición humana de, al menos, tres continentes- y de la inminente, aunque inadvertida, superación de la guerra fría” . A continuación en la obra citada se señalan algunos hechos significativos de esta evolución de la situación mundial: confrontación entre el bloque soviético y el bloque de occidente: la guerra de Corea (1950), el bloqueo de Berlín con la construcción del muro (1961), la crisis de Cuba (1962). En los países del norte se estaba dando una nueva fase de industrialización y la correlativa reducción de las culturas agrícolas; en los continentes en los que predominaba el régimen colonial, los fermentos de independencia y el anhelo del disfrute económico eran cada vez más fuertes.
En los ambientes en los que había una fuerte presencia de cristianos, frente a la extendida opinión de que las Iglesias no podían hacer otra cosa que sostener el compromiso anticomunista del bloque occidental, se contraponía la creciente inquietud de que la antigua reciprocidad entre las instituciones políticas y las Iglesias estaba llegando a su fin.
Desde el punto de vista cultural, resulta significativa la caracterización que se hace, en la obra que estamos citando, de la significación del Código de Derecho Canónico del 1917:
“La Iglesia católica pronto se descubre no preparada para el Concilio. La reflexión doctrinal e institucional, sobre un concilio general, estaba frenada al menos un siglo antes. En 1917 el Código de derecho canónico en los cánones 222-229 había realizado, a su vez, una unión sustancialmente híbrida entre la tradición medieval y moderna con los datos surgidos con ocasión del concilio Vaticano I de 1870. ¿El modelo diseñado allí era adecuado para integrar el nuevo concilio, con los grandes cambios culturales, sociales, políticos acontecidos ahora? La doctrina canónica se había estancado perezosamente sobre esas instituciones, dejando pasar el tiempo para profundas reelaboraciones”.