Somos nuestras heridas
“Y diciendo esto les enseño las manos y el costado” (Jn 20, 19-23)
Las heridas nos definen. No somos nunca del todo lo que creemos ser. Ni seremos nunca del todo lo que nos gustaría ser. No somos la imagen que nos hacemos de nosotros mismos. Menos aun la que damos a los demás. Somos el que nos acompaña sin cesar. Somos un diálogo con el que nos acompaña siempre: unas veces nos avisa y nos duele, otras parece que no está. Somos un diálogo viviente con nuestro propio cuerpo. La fe en la Resurrección ¿no es acaso este diálogo con nosotros mismos en la esperanza de no verlo terminar? Porque todo verdadero diálogo no termina, germina. Brota inagotable en sugerencias, suscitado y resucitado una y otra vez con un vigor al parecer ilimitado.
Pero no lo es. Resbala entre los bordes de nuestro cuerpo. Dolor y gozo, soledad y ansia de vivir, brotan de ahí, de ese roce con los bordes o límites extremos de nuestra experiencia sensible. El cuerpo vivido por cada uno en estricta intimidad nos define porque nos limita. No podemos estar en dos lugares a la vez ni elegir tampoco el sitio donde nos gustaría estar: en la piel del otro cuando le va mejor que a mí. Pero, al limitarnos, nos libera: libera nuestra ansia de una vida plena. Claro que esto es algo difícil de reconocer. Por eso el cuerpo se ha entendido como una cárcel o una tumba en ciertas iniciaciones. Atados a una cama o a un cuerpo roto, ¿cómo sentirnos liberados? Y, sin embargo, el ansia de liberación que nos consume cuando las cadenas nos oprimen ¿no es, a su vez, liberadora? ¿No es precisamente nuestra carne, herida y humillada, el único lugar desde donde la muerte puede llegar a ser esperada como una liberación?
Al anochecer del primer día de la semana, nos refiere el evangelio, “estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos” ¿Cómo no ver en una casa cerrada por el miedo la viva imagen de nuestro cuerpo o de nuestro espíritu, encerrado en sí mismo, incapaz de proseguir el diálogo que somos por miedo a perder lo poco que tenemos? El cuerpo, hogar del espíritu encarnado, necesita aire y luz, manos tendidas y palabras de confianza, para ser lo que es, compañero de todos los momentos, otro y uno, siempre el mismo y siempre diferente. Yo soy y no soy mi cuerpo. Soy el que piensa y el pensado, el que espera su propia muerte y el que ahuyenta, una y otra vez, tamaño pensamiento.
Y el aire y la luz, la mano tendida y la palabra de paz llegan hasta nosotros en la presencia del Resucitado. Él entra en nuestra casa cerrada por el miedo o la tristeza sin asaltarnos, sin romper sus cerrojos. Sencillamente entra para entregarnos su paz: “paz a vosotros”. La paz nunca llegará hasta nosotros por el camino de la violencia. Ya lo anunciaba el profeta: “la caña cascada no la quebrará…”. Entra, pues, sin romper nada. Y, acto seguido, nos enseña “las manos y el costado”, esto es, sus heridas ¿Para que sepamos que el Resucitado es el mismo que ha sido crucificado?
Enseñar las heridas es un gesto mucho más hondo y elemental. No se trata de demostrar que uno es el mismo de antes. Las heridas del Resucitado no son heridas de guerra victoriosa. Se trata de mostrarse uno mismo tal como es, esto es, de salir al encuentro del otro sin miedo ni tristeza. Nuestras heridas nos definen. Gracias a ellas somos diálogo y encuentro y podemos dar, más de lo que tenemos, lo que somos. Y, gracias al Espíritu del Resucitado y a su universal Pentecostés, lo que somos ha vencido para siempre el miedo y la tristeza, el pecado y la muerte. Ya no es preciso tener un cuerpo sano o bello para serlo. “Este es mi Cuerpo”: he aquí la fe pascual de un pueblo nuevo.
El Cuerpo de la nueva fe no es el de cada cual. No es el que cada uno de nosotros cree tener y necesita cuidar sino el que es. Cristo es la Cabeza de este Cuerpo. Nosotros somos sus miembros. Pero que seamos, cada uno de nosotros, miembros de su Cuerpo no nos reduce a la condición de partes en un todo. Sentirse parte de alguien o de algo es ambivalente. Tiene sentido cuando ser parte significa una manera propia y particular de serlo todo. Es lo que sucede entre los que se aman: cada uno es parte del otro porque no está fuera sino dentro de él, es parte suya porque, a su manera, lo es todo para él.
En cambio, cuando ser parte significa lo contrario -no ser todo, esto es, no ser más que una parte, un miembro o elemento entre otros-, carece de sentido. Buscando el amor o el sentido de la vida, no son pocos, sin embargo, los que experimentan cierta sensación de seguridad y plenitud al formar parte de una totalidad mayor. Se sienten “alguien” por ser “algo”, esto es, por pertenecer a algo mucho más grande y duradero que ellos mismos. Algo, tal vez, eterno.
Perteneciendo al Cuerpo de Cristo nos pertenecemos a nosotros mismos de una manera más profunda que como nos pertenece nuestro propio cuerpo. Tener un cuerpo, tener cuanto sentimos que nos pertenece, no acaba de colmarnos. Por eso deseamos que lo que nos pertenece pertenezca, a su vez, a una totalidad mayor. Perteneciendo a algo mucho más grande y duradero que cada uno de nosotros, nos despertenecemos, nos perdemos para encontrarnos fuera de nosotros mismos. Pero nos encontramos no propiamente con nosotros mismos, sino con ese “alguien” que creemos o nos gustaría ser. Y bien sabemos, en el fondo, que no somos nunca del todo lo que creemos ni lo que nos gustaría ser.
Somos nuestras heridas. Las heridas de nuestro propio cuerpo son las señales de nuestra soledad. Las ocultamos por temor cerrando las puertas y ventanas de nuestra casa, como aquellos primeros testigos de la Resurrección. Por miedo nos encerramos en una totalidad mayor. Fuera está lo que nos da miedo. Dentro, lo que nos da seguridad. Hasta que encontramos, en el Cuerpo del Resucitado que traspasa puertas y ventanas, nuestro propio cuerpo. Sus heridas son las únicas capaces de curar las nuestras. Sus heridas son las nuestras y su desnudez la misma que necesitamos nosotros para ser y aparecer ante los demás tal como somos.
El Cuerpo resucitado es como un puente de cristal, claro y frágil. Por él volvemos a reconocer en el cuerpo que tenemos y con el que dialogamos cada uno de nosotros una esperanza sin límites.