El milagro
A veces, parece que se vuelve frágil, como de cristal, el hormigón eterno. Sucede cuando llega tarde, inesperada y aun inadvertidamente, la gratitud ausente. Para recibir cualquier momento es bueno. Para corresponder con gratitud, en cambio, siempre hay tiempo. Por eso acaba por no haberlo nunca, es decir, que nunca llega el momento oportuno. Se queda siempre para otra ocasión. Mientras tanto, el olvido bien puede acabar con la gratitud en la penumbra de un cuarto húmedo, donde se guarda lo que tanto necesita luz, amor y aire seco. En realidad, todo depende: si cada recuerdo se guarda en su sitio, donde le corresponde, entonces podremos bajar allí y subir, con él, entre las manos. Si sabemos dónde lo hemos guardado, no lo habremos sepultado: seguirá vivo y dispuesto a cambiarnos la vida.
Nada sabemos del tiempo que pasó para el samaritano después de su curación. Parece que muy poco. Para Jesús, en cambio, pudo ser mucho. Su pregunta “¿dónde están los otros nueve?” ¿no expresa, en el fondo, una cierta impaciencia? Es como si dijera: “ya tardo en saber de ellos”. No pasa igual el tiempo para quien da que para quien recibe. Para aquel pasa más despacio que para éste. A uno le falta tiempo. A otro le sobra. Pero éste no le puede dar a aquel de lo que le sobra.
Por eso, acaso de todas las quejas posibles para el corazón humano, es la de ingratitud la más amarga. Uno se puede quejar de todo, pero de nada tan amargamente como de que sigue esperando la menor muestra de agradecimiento al favor realizado. Nadie se queja de lo que ya no espera. La queja es, en el fondo, hija de la espera, de esa espera, más o menos paciente, que sostiene a quien se empeña en seguir esperando. Quejándose, uno se defiende de la resignación, que viene a ser, en realidad, una derrota.
Nada, en absoluto, puede sustituir a la gratitud, ni siquiera la espera, impaciente y quejumbrosa a veces, de su manifestación. La gratitud es epifánica, manifestativa. Antes de su manifestación, parece que no pasa el tiempo. Después, en cambio, el tiempo reanuda renovado su marcha cotidiana. Ella marca un antes y un después. Y, entre ambos, un puente de cristal sobre el abismo, siempre tendido y siempre a punto de desmoronarse en un momento. Es el puente que une el derecho de los leprosos a disfrutar de una vida digna con el derecho de su redentor a recibir la correspondiente gratitud. Es el puente que nos lleva a todos más allá de la necesidad lógica para salvar la lógica, más allá de una mera obligación para alcanzar la profundidad del respeto.
Así lo sugiere el relato del samaritano agradecido. Es uno de diez. Uno de diez es casi cero, casi nadie. Es apenas una posibilidad, entre diez en contra, de mantener tendido el puente de cristal sobre el abismo. “Mientras iban de camino, quedaron limpios”, apunta el relato. Los leprosos no quedaron limpios en un momento, en presencia de su redentor. Si así hubiera sucedido, se habrían visto obligados entonces a agradecérselo. Habría sido de muy mal efecto no darle ni siquiera las gracias. Pero no fue así. La curación sucedió más tarde, mientras iban de camino al templo para presentarse a los sacerdotes. De este modo, quedaba tendido el puente de cristal entre los derechos de los leprosos y el derecho de su redentor a ser reconocido.
Quedaba asegurada, en concreto, la libertad para ser agradecidos. Solo uno de diez empleó su libertad y regresó a Jesús. El puente de cristal no se desmoronó a su paso. La libertad para ser agradecidos lo mantuvo en pie. Debía ser el espacio de la epifanía, de la gratitud manifestada entre un antes y un después, entre la demora y la renovación del tiempo. Todo cambia solo con un gesto, apenas con una palabra. Todo se ilumina y transfigura en un momento.
Basta un momento para que una larga espera haya merecido la pena. Basta un gesto insignificante para que todo tenga significado. Basta una brizna de libertad para que la vida tenga sentido y valor. No hace falta, por cierto, una vida larga y tranquila para que suceda este milagro, el milagro de todos los milagros, esto es, el don entregado y acogido con entera gratitud. Una vida larga suele ser una espera larga, impaciente y quejumbrosa, de esta especie de milagro. No merece la pena por su duración sino por lo que sucede en ella. Solo una cosa sucede verdaderamente, ésta, la epifanía de la gratitud. Las demás son cosas que pasan o nos pasan en la vida.