Laicos, ¿qué laicos?
El Concilio Vaticano II supuso un antes y un después para los laicos; sin embargo, pasó bastante desapercibido entre nosotros al coincidir aquél con una visión eclesial inmersa en el nacional-catolicismo que abominaba de sus principales objetivos. Algunos no han parado ni un instante para que el Concilio y lo que representa se archive, cuanto antes y definitivamente, en el baúl de los recuerdos.
En segundo lugar, parto de la duda de si es posible hablar de un único tipo de laico en la Iglesia, sobre todo en Occidente. Existe un laicado tradicionalmente configurado como una mayoría silenciosa, pasiva e inhibida que hace seguidismo a la jerarquía a la vez que está convencida de que no tiene mayores responsabilidades. Convencimiento este alentado, durante mucho tiempo, por buena parte de la jerarquía que ha fabricado un estilo infantil de vivir la fe diciendo en todo momento lo que cada uno tiene que pensar y hacer. Pero existe también otro laicado, minoritario pero cada vez más significativo, suspirando por una implicación real que pretende apoyarse en una visión más completa del mensaje evangélico. Son cristianos que intentan vivir su fe de forma adulta desde las preguntas que cuestionan la fe y su voluntad para ser luz y fermento bajo el signo de la fraternidad.
No obstante, existe un tercer grupo de laicos y laicas comprometidos que participan en los movimientos “teocon”, muy activos (hay que admirar y copiar su celo y entusiasmo) y mimetizados con una realidad sociopolítica en la que prima el materialismo consumista que nos ha secado las entrañas y sumido en contradicciones casi insalvables, de las que casi siempre sale perdiendo el Mensaje evangélico. Estos laicos no han interiorizado la gravedad del pecado estructural, al que ya se refería el Concilio Vaticano II, el Sínodo de Obispos de 1971 así como la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI. El signo más claro de este fundamentalismo lo vemos en la peligrosa contradicción entre el mensaje y la práctica diaria por la perpetuación de una Iglesia poderosa y acomodaticia.
Los laicos somos, a fecha de hoy, una categoría eclesial de segunda división que se nos ha definido más por lo que no somos (no-sacerdotes, no-religiosos y no-religiosas) que por lo que somos. No hay más que ver los santos y santas laicos cuyo ejemplo ha merecido tal distinción. En todo caso, el prototipo del laico occidental es el de un cristiano desconcertado, inseguro y escéptico de su papel. Un laicado mayoritario que ha perdido la referencia de las tres virtudes teologales: la fe (por inmadura), la esperanza (por descafeinada) y la caridad, que hasta Francisco, no ha sido el principal signo por el que se nos reconoce. Como corresponde a un tiempo revuelto, los laicos no acabamos de encontrar nuestro sitio en el mundo ni en una institución eclesial que se resiste a dejar atrás el lastre clericalista y mundano, en el sentido de mantener las cuotas de poder y de ostentación: Estado Vaticano, títulos y dignidades, carrera eclesiástica, etc.
Si miramos al Tercer Mundo, aquellas Iglesias parecen tenerlo más claro que nosotros; las conocemos como “las misiones”. Desde aquí, todavía les miramos como a la iglesia coja y frágil que esperamos se desarrolle como la nuestra. Pero poco a poco, vamos percibiendo que también aquí se necesitan misioneros para activar la esencia evangélica perdida tras tantos años de una fuerte posición de poder. La misión en el Tercer Mundo vive la vocación no solo en el Templo, poniéndolo todo para que el Evangelio sea un relato de conversión y Buena Noticia en la vida cotidiana. Allí no hay tiempo para discutir de laicidad y laicismo porque ser cristiano es una actitud, no solo una creencia, en forma de una generosa apuesta por la fraternidad y la justicia reconocible por sus hechos, y donde vivir en cristiano puede costar la vida.
A la luz de estos misioneros de vanguardia, clérigos y laicos, podemos confrontar esta contradicción entre la misión tradicional, pegada al Evangelio, y la imagen de misión que practicamos en el primer Mundo: si por los hechos nos conocerán, no parece que los de allí y los de acá estamos compartiendo la misma misión. No hay más que ver nuestras celebraciones -en donde algunos ponen más ahínco-, muy centradas en la liturgia y los ritos, pero no pueden ocultar un compendio de muchas individualidades poco fraternas. Y así nos ven desde fuera a los laicos, como el equipo suplente al que se le mira cuando la escasez de sacerdotes aprieta. En cambio, la misión vivida y practicada en el Tercer Mundo se aproxima más al sustento que da brillo a la comunidad y a sus celebraciones.
En segundo lugar, parto de la duda de si es posible hablar de un único tipo de laico en la Iglesia, sobre todo en Occidente. Existe un laicado tradicionalmente configurado como una mayoría silenciosa, pasiva e inhibida que hace seguidismo a la jerarquía a la vez que está convencida de que no tiene mayores responsabilidades. Convencimiento este alentado, durante mucho tiempo, por buena parte de la jerarquía que ha fabricado un estilo infantil de vivir la fe diciendo en todo momento lo que cada uno tiene que pensar y hacer. Pero existe también otro laicado, minoritario pero cada vez más significativo, suspirando por una implicación real que pretende apoyarse en una visión más completa del mensaje evangélico. Son cristianos que intentan vivir su fe de forma adulta desde las preguntas que cuestionan la fe y su voluntad para ser luz y fermento bajo el signo de la fraternidad.
No obstante, existe un tercer grupo de laicos y laicas comprometidos que participan en los movimientos “teocon”, muy activos (hay que admirar y copiar su celo y entusiasmo) y mimetizados con una realidad sociopolítica en la que prima el materialismo consumista que nos ha secado las entrañas y sumido en contradicciones casi insalvables, de las que casi siempre sale perdiendo el Mensaje evangélico. Estos laicos no han interiorizado la gravedad del pecado estructural, al que ya se refería el Concilio Vaticano II, el Sínodo de Obispos de 1971 así como la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI. El signo más claro de este fundamentalismo lo vemos en la peligrosa contradicción entre el mensaje y la práctica diaria por la perpetuación de una Iglesia poderosa y acomodaticia.
Los laicos somos, a fecha de hoy, una categoría eclesial de segunda división que se nos ha definido más por lo que no somos (no-sacerdotes, no-religiosos y no-religiosas) que por lo que somos. No hay más que ver los santos y santas laicos cuyo ejemplo ha merecido tal distinción. En todo caso, el prototipo del laico occidental es el de un cristiano desconcertado, inseguro y escéptico de su papel. Un laicado mayoritario que ha perdido la referencia de las tres virtudes teologales: la fe (por inmadura), la esperanza (por descafeinada) y la caridad, que hasta Francisco, no ha sido el principal signo por el que se nos reconoce. Como corresponde a un tiempo revuelto, los laicos no acabamos de encontrar nuestro sitio en el mundo ni en una institución eclesial que se resiste a dejar atrás el lastre clericalista y mundano, en el sentido de mantener las cuotas de poder y de ostentación: Estado Vaticano, títulos y dignidades, carrera eclesiástica, etc.
Si miramos al Tercer Mundo, aquellas Iglesias parecen tenerlo más claro que nosotros; las conocemos como “las misiones”. Desde aquí, todavía les miramos como a la iglesia coja y frágil que esperamos se desarrolle como la nuestra. Pero poco a poco, vamos percibiendo que también aquí se necesitan misioneros para activar la esencia evangélica perdida tras tantos años de una fuerte posición de poder. La misión en el Tercer Mundo vive la vocación no solo en el Templo, poniéndolo todo para que el Evangelio sea un relato de conversión y Buena Noticia en la vida cotidiana. Allí no hay tiempo para discutir de laicidad y laicismo porque ser cristiano es una actitud, no solo una creencia, en forma de una generosa apuesta por la fraternidad y la justicia reconocible por sus hechos, y donde vivir en cristiano puede costar la vida.
A la luz de estos misioneros de vanguardia, clérigos y laicos, podemos confrontar esta contradicción entre la misión tradicional, pegada al Evangelio, y la imagen de misión que practicamos en el primer Mundo: si por los hechos nos conocerán, no parece que los de allí y los de acá estamos compartiendo la misma misión. No hay más que ver nuestras celebraciones -en donde algunos ponen más ahínco-, muy centradas en la liturgia y los ritos, pero no pueden ocultar un compendio de muchas individualidades poco fraternas. Y así nos ven desde fuera a los laicos, como el equipo suplente al que se le mira cuando la escasez de sacerdotes aprieta. En cambio, la misión vivida y practicada en el Tercer Mundo se aproxima más al sustento que da brillo a la comunidad y a sus celebraciones.