La verdad libera, pero no salva.

La verdad del mundo se muestra en medio del sufrimiento. Como entendiera San Pablo, en la cruz de Jesús se hace patente aquello en lo que los hombres han convertido el mundo: un lugar de sufrimiento injusto para quienes se proponen vivir la plenitud que Dios quiso para todos los seres humanos. Pues, mientras unos pocos viven en medio de los lujos más obscenos, millones, miles de millones han de sufrir las carencias más lacerantes; estas carencias son el reverso dialéctico imprescindible para aquellos lujos. El lujo eterno de unos pocos, del que habla Lipovetsky, es la imagen especular invertida de la miseria infinita de la mayoría. Por este motivo, y solo por este motivo, la cruz es el camino de salvación. La verdad, nos dice Pablo, libera, pero no salva, nos salva la cruz, porque en ella comprendemos la verdad, que es la mentira de este mundo construido por los seres humanos, porque ahí se expresa el amor más profundo que el ser humano puede experimentar: el amor comprometido hasta la entrega suprema de la propia existencia.

Ahora bien, ¿qué significa la salvación y qué significa la entrega suprema? Para los seguidores de Jesús de Nazaret, la salvación es lo que Jesús vivió. Nos salva su experiencia extendida a través del tiempo por sus seguidores en cualquier lugar del mundo. En Jesús, los primeros seguidores y las comunidades creadas después por ellos, experimentaron la respuesta de Dios ante lo que tipificaron como el pecado de este mundo. Se trata de lo que hoy llamamos la injusticia. El pecado del mundo es que pudiendo vivir todos en fraternidad universal, lo hacemos en lucha constante por el dominio. La sociedad se estructura mediante una ruptura entre una élite que se apropia de la mayoría de los bienes sociales y el resto que ha de pelear por obtener una parte mínima. Esto lleva a una violencia estructural que genera la injusticia y, como advirtiera Pablo, encubre la mentira, pues la mentira es el recurso estructural del orden injusto para legitimarse ante los seres humanos.

La salvación que experimentamos en Jesús, siguiendo la tradición hebrea, es que el orden del mundo puede guiarse por una fraternidad global. Ser salvo es estar en comunión con un orden social y natural fraterno; es no caer en la lucha por el dominio o, como se diría hoy, por la hegemonía; es vivir la plenitud de la existencia en armonía con la naturaleza y en paz social, pero una paz que, como dice la Escritura, brota de la justicia, no de la imposición, como es la pax romana que padeció Jesús y en cuyo altar fue crucificado. De esta manera, la cruz es la patentización suprema de la injusticia estructural que somete por la violencia a la mayoría de las personas y a la naturaleza para que unos pocos que rigen los destinos humanos pueden vivir según sus apetencias, no según la fraternidad universal.


La entrega suprema es poner la propia vida al servicio de esta fraternidad universal. Esto exige, de un lado, el desvelamiento de la verdad que subyace al orden mundial injusto. Dicho en términos teológicos, se trata de la revelación de la verdad del mundo. De otro lado, exige el compromiso vital contra la injusticia estructural. Ambas cosas las hizo Jesús y por eso fue crucificado. Primero reveló la verdad del mundo: que los seres humanos somos hermanos, pero que algunos han creado un orden inmoral para su propio beneficio, en aquellos tiempos los romanos y sus secuaces entre el pueblo judío. Pero, además, Jesús se comprometió con los que padecen la injusticia, con los ptoxoi, es decir, con los miserables, a los que anunció el Reino de Dios como remedio estructural a los males estructurales que generan el sufrimiento de los pobres. Ese compromiso lo lleva a cabo con obras y palabras; con obras, pues sana a los que sufren la injusticia; y con palabras, pues desenmascara la injusticia estructural de los poderosos.

La entrega suprema no es, en sí misma, una salvación, es el camino para poder vivir la salvación. Por eso, hay que aceptar que la cruz llegará si hay un compromiso por la salvación, pero la salvación es la experiencia plena de lo humano en medio de un mundo fraterno. Dicho de otra manera, la salvación es la experiencia del amor y la belleza en medio del mundo, por eso hay una imagen del profeta Isaías para los tiempos de plenitud. En ellos pacerán juntos el lobo y el cordero. La violencia natural necesaria para la supervivencia será superada y el lobo y el cordero vivirán la paz verdadera, la que emana del amor pleno. Se trata de una transfiguración del mundo, social y natural, en la que todo se rige por el principio de una fraternidad universal. Es la misma imagen del hermano lobo de Francisco de Asís.
Volver arriba