El Papa de la misericordia clausura el Jubileo
En sólo tres años al frente de la Iglesia católica, Francisco se ha ganado infinidad de calificativos: Papa de los pobres, del fin del mundo, franciscano, de la gente, de la ternura, de los descartados, de la alegría, de la revolución tranquila o de la primavera. Pero el que más le gusta, el apelativo con el que desea pasar a la Historia es el de Papa de la misericordia.
Por eso, el día 13, dos años después de salir al balcón de la Plaza de San Pedro, quiso colocar la misericordia en el frontispicio de su pontificado. Y convocó, por sorpresa, un Jubileo, un año santo extraordinario a ella dedicado. Con su histórica decisión colocó su nombre y el de la misericordia en las letras grandes de los 26 años santos celebrados hasta hoy en la Iglesia católica.
La misericordia deja de ser una palabra más de entre las muchas y muy novedosas que utiliza Francisco, para pasar a ser el núcleo, el corazón, el quicio y la piedra angular de su intensa andadura papal.
Su querencia por la misericordia le viene de lejos. Desde la espiritualidad ignaciana de sus años mozos, pasando por su propio lema episcopal: “Miserando atque eligendo” (Lo miró con misericordia y lo eligió).
La misericordia que el Papa siempre consideró y sigue considerando como el elemento central de su experiencia humana y espiritual. O el fundamento de la alegría que nace del Evangelio de Jesús, como dice en su exhortación 'Evangelii Gaudium'.
Una misericordia entendida no sólo como una actitud pastoral (la que deben tener los eclesiásticos en su relación con la gente), sino como la esencia del Evangelio. Porque Dio es misericordia y Jesús de Nazaret recomendaba siempre a sus discípulos: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”.
Francisco quiere que la Iglesia entera se empape de misericordia y la introyecte profundamente en sus venas, para que fluya por todo el cuerpo eclesial a borbotones y cale a fondo en sus actitudes y en sus estructuras.
Por ejemplo, convertida en perdón. Si el Dios de la misericordia “no se cansa nunca, pero nunca, de perdonar”, la Iglesia tiene que dejar su actitud arrogante y condenatoria de aduana, por la que solo pasan los que tienen todos los papeles doctrinales en regla, para transformarse en hospital de campaña y casa de la misericordia para todos los pecadores y todos los heridos por la vida.
Por eso, Francisco inscribió el Jubileo de la misericordia en el marco del Vaticano II. Un Concilio al que quiere “descongelar” y convertir, de nuevo, en la hoja de ruta de la Iglesia. Y como algunos, en la Curia y en los círculos más conservadores, le continúan poniendo palos en las ruedas de sus reformas, Bergoglio convocó a las masas y puso su primavera en manos de las oleadas de peregrinos que llegaron a Roma durante el Jubileo. Unos 20 millones, nada menos.
Una Iglesia sacramento, es decir signo de la misericordia y, con ella y desde ella, capaz de atraer de nuevo a los alejados y a los indiferentes y de dar respuesta al deseo de salvación que anida en el corazón de la gente. 'Misericordina', la receta para salvar al secularizado Occidente de las garras de la apostasía silenciosa.
Es el abrazo de la misericordia para los Zaqueos y los hijos pródigos, mientras los hermanos mayores, siempre cumplidores de la doctrina, se sienten postergados y ponen el grito en el cielo. La eterna disputa entre la lógica del “miedo a perder a los salvados” y el “deseo de salvar a los perdidos”. El Papa, como Jesús de Nazaret, opta abiertamente por la segunda.
Porque la misericordia, en contra de lo que dicen los 'resistentes' a la primavera de Francisco, no elimina la justicia, la supera. Es la mayor justicia. Sin ella no se puede entrar en el Reino de los cielos. Sin ella, la Iglesia pierde su razón de ser, según el Papa de la misericordia, que hoy ha clausurado su Jubileo.
José Manuel Vidal