Poca pena para tan gran delito

Inhabilitado para ejercer el ministerio durante un año, obligado a asistir durante un mes a ejercicios espirituales y destinado a cuidar a curas ancianos e impedidos bajo supervisión de otro sacerdote. Ésta es toda la pena que el obispo de Astorga, monseñor Menéndez, le ha impuesto al cura José Manuel Ramos Gordón, pederasta convicto y confeso. Una pena que, a mi juicio, clama al cielo por escasa y por injusta. Casi sale gratis abusar de menores en la Iglesia.

¿Eso es todo el castigo que merecen abusos continuados sobre varios seminaristas menores, cometidos por su entonces formador, con alevosía, prevaliéndose de su superioridad y en un recinto que tendría que ser sagrado y estar más protegido que ningún otro de estos depredadores sexuales? De entrada, parece ridículo. No me extraña que la víctima que denunció se sienta maltratada.

Esta pena no se corresponde con el llanto y el rechinar de dientes que, al parecer, el caso le produjo al obispo de la diócesis, que, por cierto, hereda un caso antiguo, en el que no tuvo arte ni parte, que seguro le está amargando su inicio de pontificado en Astorga y ante el cual ha reaccionado con diligencia y hasta con misericordia hacia la víctima.

Pero toda esa buena catitud episcopal positiva se ve tapada por esa pena ridícula. Quizás monseñor Menéndez no tenga culpa alguna y las penas vengan así impuestas por el Derecho Canónico o por la mismísima Congregación para la Doctrina de la Fe. En cualquier caso, son penas irrisorias y que, en vez de paliar, aumentan el sufrimiento de las víctimas.

Es verdad que, como suele suceder en muchos episodios de abusos, el caso ha prescrito, tanto para la justicia civil como para la canónica. Valiéndose de esa debilidad de las victimas, que tardan demasiado en denunciar (porque, en el momento o en los años sucesivos, no pueden), muchos de estos victimarios se van de rositas.

El Vaticano tiene que revisar su legislación sobre este tema, independientemente de lo que haga la justicia civil. Los abusos son delitos que no deben prescribir canónicamente y que, una vez reconocidos, deberían llevar aparejadas penas mucho más graves. Cámbiese ya la legislación canónica. Mantenerla así es una auténtica vergüenza. La Iglesia debe ser una institución ejemplar...también en eso.

No se puede condenar a un abusador a un año de inhabilitación y, después, volver a colocarlo en medio del rebaño, para que pueda seguir abusando. Si se arrepiente y cambia de vida, que se le recluya por precaución en un monasterio. A rezar por sus pecados y por el daño inmenso realizado. O mejor todavía, habría que pensar incluso en reducir a estos depredadores clericales al estado laical y que aprendan a ganarse la vida civilmente, tras perder el soporte material y espiritual de la institución. Que sepan que pueden quedarse sin red y que la vida ahí fuera puede ser muy dura, para ganarse las habichuelas.

De lo contrario, con medidas como ésta, los depredadores siguen sueltos, saben que no van a pagar demasiado. Además, el mensaje que la Iglesia manda a la sociedad es el de la tolerancia cero en este tema, pero sólo de boquilla. Sólo en teoría. Seguimos predicando, pero sin dar trigo. Seguimos sin ser creíbles.

A mi juicio, monseñor Menéndez debería ampliar la pena del susodicho cura abusador y, sobre todo, salir a la palestra y dar todo tipo de explicaciones. Explicar que, según el Derecho canónico, no se puede hacer más; asegurar que el cura será estrechamente vigilado y tranquilizar al pueblo de Dios, que se sigue sintiendo desprotegido por la ley eclesiástica ante los abusadores. Dar explicaciones, aún a riesgo de que la gente no lo entienda. Dar la cara, incluso para que se la partan, y sabiendo que es un problema heredado para él. Es decir, transparencia, humildad y justicia.


José Manuel Vidal
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