Fuera de la Iglesia también hay salvación El rostro de una Iglesia excluyente
Existe un denominador común que tiene que ver con la importancia que las mujeres empobrecidas y los jóvenes dan a lo relacional, al sentido inmediato de la vida y a la acogida. En nuestro caso, la calidad de las relaciones interpersonales, su autenticidad o su falsedad es determinante a la hora de valorar su pertenencia o su desafección de los grupos de Iglesia en los que han participado.
Detrás de cada historia de mujer empobrecida se esconde algún hombre maltratador. Las marcas en sus almas y en sus cuerpos son tan reales como la sed y como el hambre son cuerpos crucificados como el de Jesús. Esas situaciones necesitan un acompañamiento y un seguimiento en los que es preciso aprender a hacer silencio para escuchar, para entrañar el corazón y para respetar sin juzgar. Las mujeres empobrecidas esperaban de los grupos y de los miembros de la Iglesia un acompañamiento personal y espiritual y una presencia que no siempre encontraron en la Iglesia.
Por otro lado, sobre todo entre los jóvenes, se encuentran con las burlas, las difamaciones y la marginación que sufrieron dentro de establecimientos católicos debido a su condición y orientación sexual, lo cual les fue distanciando de la Iglesia. Desconfiaban de la Iglesia porque ya no podían sentirse seguros, ni moral ni físicamente. En la Iglesia de Aysén no podían vivir su identidad de género y su orientación sexual porque les culpabilizaban.
La Iglesia de Aysén, a la luz de la praxis de Jesús, debería centrarse en generar procesos de educación en la sexualidad sin establecer prejuicios y escuchando lo que pasa en el corazón de los jóvenes. Ellos necesitan ir desarrollando y encauzando sus energías sexuales de una forma sana y fecunda para alcanzar la madurez. La orientación moral de la sexualidad nunca podrá ser la imposición, sino la realización de la persona desde la libertad. Y es que, además, hay que tener en cuenta que los deseos sexuales y la sexualidad en su integridad forman parte del plan creador de Dios: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31).
Por otro lado, sobre todo entre los jóvenes, se encuentran con las burlas, las difamaciones y la marginación que sufrieron dentro de establecimientos católicos debido a su condición y orientación sexual, lo cual les fue distanciando de la Iglesia. Desconfiaban de la Iglesia porque ya no podían sentirse seguros, ni moral ni físicamente. En la Iglesia de Aysén no podían vivir su identidad de género y su orientación sexual porque les culpabilizaban.
La Iglesia de Aysén, a la luz de la praxis de Jesús, debería centrarse en generar procesos de educación en la sexualidad sin establecer prejuicios y escuchando lo que pasa en el corazón de los jóvenes. Ellos necesitan ir desarrollando y encauzando sus energías sexuales de una forma sana y fecunda para alcanzar la madurez. La orientación moral de la sexualidad nunca podrá ser la imposición, sino la realización de la persona desde la libertad. Y es que, además, hay que tener en cuenta que los deseos sexuales y la sexualidad en su integridad forman parte del plan creador de Dios: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31).
| Jesús Herrero Estefanía
(3) El rostro de una Iglesia excluyente
Los testimonios de las mujeres empobrecidas y de los jóvenes marginados de la institución eclesial de Aysén comparten historias de abuso, marginación, pobreza y resistencia. Encuentro entonces que estas mujeres y estos jóvenes entran a formar parte de ese pueblo crucificado al que se refiere Ignacio Ellacuría:
“Hay un pueblo crucificado, cuya crucifixión es resultado de acciones históricas (…) Se entiende aquí por pueblo crucificado aquella colectividad que siendo la mayoría de la humanidad debe su situación de crucifixión a un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría, que ejerce su dominio”.[1]
Tanto la cruz de Jesús como la del pueblo son hechos históricos y resultado de acciones concretas. Jesús no muere, es ejecutado en una cruz por los poderes opresores que también hoy crucifican al pueblo, un pueblo que completa la pasión y significa la resurrección de Jesús que nos trae salvación. Pero mientras haya opresores y oprimidos no podremos ser plenamente pueblo de Dios en la historia.
Existe un denominador común que tiene que ver con la importancia que las mujeres empobrecidas y los jóvenes dan a lo relacional, al sentido inmediato de la vida y a la acogida. En nuestro caso, la calidad de las relaciones interpersonales, su autenticidad o su falsedad es determinante a la hora de valorar su pertenencia o su desafección de los grupos de Iglesia en los que han participado.
Por eso, su queja y la crítica fundamental a la Iglesia consiste en que ella, que dice de sí misma ser madre y comunidad, las abandonó, renegando de ellas.
“Me fui porque ya desde el 90 una se retira porque ya no le encuentra asunto a ir a la Iglesia porque no va a pecar una más que la gente que está dentro de la Iglesia, para eso mejor hago yo misa sola aquí en mi casa. ¿Para qué voy a ir a quemar mi alma allá a la Iglesia? Y también para no salir con peleas (…) El padre Omar él venía a la casa y visitaba la gente, esos son los padres buenos y se acercaba a nosotros y te invitaban a que participarán las personas. Lo importante no es que esté en tres o cuatro horas, aunque sean cinco minutos, lo importante es la calidad del tiempo y esas son cosas que echamos de menos que la Iglesia volviera a estar presente porque ahora la Iglesia no está para nada”. (Entrevista Sonia)
Hay que tener en cuenta que las historias de vida de todas las mujeres entrevistadas están marcadas por una precariedad y marginación que han tenido que ir superando con esfuerzo y muchas renuncias personales y familiares. Las mujeres incluso expresan situaciones límite donde confiesan el miedo de entrar en depresiones y en la certeza de que solo con quitarse la vida podrían encontrar la paz.
Detrás de cada historia de mujer empobrecida se esconde algún hombre maltratador. Las marcas en sus almas y en sus cuerpos son tan reales como la sed y como el hambre son cuerpos crucificados como el de Jesús. Esas situaciones necesitan un acompañamiento y un seguimiento en los que es preciso aprender a hacer silencio para escuchar, para entrañar el corazón y para respetar sin juzgar. Las mujeres empobrecidas esperaban de los grupos y de los miembros de la Iglesia un acompañamiento personal y espiritual y una presencia que no siempre encontraron en la Iglesia.
Es sabido que las relaciones interpersonales nos constituyen como personas, algo que la filosofía personalista resume magistralmente en una frase: “Yo soy porque tú existes”. Pero hay relaciones que humanizan y otras que deshumanizan. El primer paso para romper con un estilo de relación deshumanizadora que muchas veces se practica en la relación pastoral es el de practicar la acogida. La acogida no consiste en tener simplemente «buenos modales», sino en tener tacto, cariño y respeto para con el otro. Una acogida sincera puede iniciar procesos de reconstrucción personal que devuelven la dignidad y la autoestima a las personas.
“Hubo como un momento fuerte que puedo recordar y es cuando nosotros nos separamos con mi esposo, y mis hijos se iban a preparar para la primera comunión en una capilla y no me querían recibir porque me había separado y, en un momento, tampoco me quisieron dar la comunión por lo mismo, y fue para mí extraño, pero fue como bien doloroso, porque me sentía como que me habían echado. (…) Otro momento fue en una conversación con el obispo del Vicariato, yo le estaba presentando algunas sugerencias respecto de la pastoral del colegio, y él estaba como molesto y me dijo que ¡qué me creía yo! Si acaso me creía la guardiana de la fe del colegio, que el pastor era él y no yo. Entonces, como en este momento también para mí tuvo como una fuerza especial porque yo le dije que, aunque yo no era pastor de la escuela, me sentía con responsabilidad también como cualquier persona cristiana respecto de sus hermanos, entonces con una posibilidad de dar una opinión. Pero sentí que él no reconocía esa dignidad o esa responsabilidad, esa capacidad que tiene cualquier persona como hermanos en el camino de la fe, como parte del pueblo creyente, o sea, que no se reconoce a todos como iguales”. (Entrevista Haydée)
En el relato de Haydée queda en evidencia que algunos clérigos y miembros de las capillas del Vicariato utilizan los sacramentos como una forma de control moral sobre aquellas personas que no siguen las normas establecidas por sus propios reglamentos. En vez de mostrarse acogedores y receptivos ante las situaciones complicadas por las que atraviesan muchos creyentes en su vida, se muestran como jueces discriminadores que sentencian y excluyen de la comunidad a una mujer que solicita los sacramentos para ella y para sus hijos. Actúan como hipócritas que se fijan en la pelusa que está en el ojo de sus hermanos y no miran la viga que hay en los suyos (cfr. Mt 7,3).
Por otro lado, sobre todo entre los jóvenes, se encuentran con las burlas, las difamaciones y la marginación que sufrieron dentro de establecimientos católicos debido a su condición y orientación sexual, lo cual les fue distanciando de la Iglesia. Desconfiaban de la Iglesia porque ya no podían sentirse seguros, ni moral ni físicamente. En la Iglesia de Aysén no podían vivir su identidad de género y su orientación sexual porque les culpabilizaban.
Su vivencia está hermosamente expresada en un poema de Pedro Lemebel, con el que muchos de ellos se identifican: “Hay tantos niños que van a nacer / con una alita rota. / Y yo quiero que vuelen, compañero, / que su revolución / les dé un pedazo de cielo rojo / para que puedan volar”.
Relatan que aquella represión y marginación les hizo mucho daño y que algunos de ellos aún arrastran el trauma generado porque, a veces, reaparecen en sus vidas los fantasmas de si acaso su condición sexual es un pecado y por eso no son dignos de participar de la comunidad de Jesús, a pesar de seguir creyendo en Él.
“En otros tiempos, incluso tomaba rechazo en contra de las comunidades y de las personas gay, lesbianas y trans. De hecho, tenía una amiga trans que me costó mucho aceptarla cuando hizo su transición de género y en segundo medio me costó mucho, y yo era parte activa de la Iglesia y yo no podía aceptarla. De hecho, no la acepté hasta que pude aceptarme a mí mismo, y eso fue cuando yo ya estaba estudiando en Valdivia, ahí me dije: «Roberto, tú eres esto, no trates de ocultarlo, no trates de negarte, esto no está mal, no te vas a ir al infierno por amar a una persona que es igual que tú biológicamente hablando». Entonces, en ese proceso de aceptarme, me di cuenta de que no podía seguir en la Iglesia porque me hacía daño, me hacía daño recordar algunas frases que había escuchado en personas que decían amar tanto en el nombre de Dios, pero que, en ese amar, pasaban a avasallar y a destruir a otra persona. Cuando comencé a descubrir eso y a darme cuenta, me dolía y me sentí culpable también conmigo mismo de por qué estaba ahí, de por qué acepté tanto tiempo eso, que no me quería aceptar yo; me rechacé constantemente. Toda mi infancia me rechacé, y eso creo que me afectó bastante”. (Entrevista Roberto)
Roberto relata el proceso que tuvo que realizar para aceptarse a sí mismo en su condición homosexual y para sentirse aceptado por los otros. Ese camino va expresando las dificultades internas y las trabas sociales y eclesiales que fueron apareciendo. Destaca sus iniciales confusiones mentales, sus prejuicios y discriminación hacia los que vivían una realidad distinta que él negaba para sí mismo; aparecen con fuerza el complejo de culpabilidad y la experiencia de que solo sincerándose consigo mismo puede enfrentar sus indecisiones y tomar conciencia con honestidad y libertad de lo que era y de cómo quería vivir su vida.
El Vicariato se presenta en este tema como una organización que no solo es incapaz de acoger y asumir la diversidad, sino que ofende y reprime a las personas con una orientación sexual diferente a la supuesta normalidad. De esta forma se convierte en una institución traumatizante que condiciona la vida y la salud psicológica de muchos de sus propios fieles.
Esta discriminación por parte de la Iglesia genera una situación muy compleja, ya que aparece el sentimiento de culpabilidad que es difícil de procesar y que envuelve a la persona en un clima de incertidumbre y desorientación: se siente culpable por su orientación sexual condenada por la Iglesia y, al mismo tiempo, se siente culpable por pertenecer a esa Iglesia que le hacía sufrir y le inculcaba el rechazo a las personas que son como él. Con el tiempo, se da el proceso de aceptación serena de su condición, el cual es un arduo camino que recorrer cuando se carga aún con la pesada mochila de la culpa.
La aceptación para una persona creyente pasa por una transformación de la imagen que tenía de los símbolos religiosos de la culpa: el pecado, la condena, el infierno y, finalmente, la propia imagen de Dios. Cuando se vive con honestidad la identidad sexual de cada uno desde la fe, se desdibujan y pierden fuerza los símbolos de la condenación, y la imagen de Dios recupera el rostro del padre-madre que siempre espera y recibe con los brazos abiertos al hijo-hija sin reparar ni en su condición sexual ni en sus comportamientos anteriores. El proceso termina siendo liberador y fraterno cuando esa aceptación de sí mismo ayuda a aceptar a las demás personas que también pertenecen a la comunidad LGTBIQ+ y que en otros momentos de la vida se vieron como amenazas de personas perversas.
Desde una mirada teológica, Theresa Denger señala que:“Jesús empodera tanto a hombres como a mujeres a vivir su sexualidad original y creativamente (…) deslegitima implícitamente la absolutización de la heterosexualidad como fenómeno normativo”[2].
La Iglesia de Aysén, a la luz de la praxis de Jesús, debería centrarse en generar procesos de educación en la sexualidad sin establecer prejuicios y escuchando lo que pasa en el corazón de los jóvenes. Ellos necesitan ir desarrollando y encauzando sus energías sexuales de una forma sana y fecunda para alcanzar la madurez. La orientación moral de la sexualidad nunca podrá ser la imposición, sino la realización de la persona desde la libertad. Y es que, además, hay que tener en cuenta que los deseos sexuales y la sexualidad en su integridad forman parte del plan creador de Dios: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31).
Si la Iglesia no acierta a acompañar esos procesos, sino que, más bien, los dificulta, entonces con esa actitud está entorpeciendo e hipotecando la felicidad de las personas. Si esa Iglesia no propicia el diálogo sincero y desprejuiciado con los jóvenes, no puede acompañar sus búsquedas antropológicas porque antepone los moralismos y los esquemas dogmáticos a su vivencia plural y real.
Al parecer, la Iglesia como institución no cae en la cuenta de que la sexualidad es una búsqueda de la comunicación y de la comunión que debe ser valorada y no un comportamiento desordenado y pecaminoso, porque donde hay amor, no puede haber pecado.
Más en concreto, muchos de los educadores católicos del Vicariato tienen una asignatura pendiente en este tema, la de aprender y poner en práctica una sencilla secuencia pedagógica: primero escuchar, después acompañar y siempre respetar al otro.
[1] Ignacio Ellacuría, «El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología histórica», Ibid., Escritos Teológicos, T. II, UCA Editores, San Salvador, 2000, p. 152.
[2] Theresa Denger (Artículo), «El concepto de “Cuerpo de Cristo” en Jon Sobrino leído desde la perspectiva feminista» (2021) p. 6.