Mundo en crisis, un tópico y una realidad dramática
La crisis de nuestro mundo se ha convertido en un drama universal. Y es de lamentar que muchos reduzcan la gravedad del momento actual a la crisis de la economía, al bienestar material, pero sus manifestaciones son más extensas, profundas y dañinas. Muchos se limitan a criticar y exigir a otros sus responsabilidades, pero son pocos los que conociendo toda la realidad, colaboran para superar la problemática de la comunidad internacional.
En una espiritualidad estructurada, cristiana o no, del creyente o del ateo, el protagonista, sufre por lo que afecta a los otros, procura conocer los mayores datos posibles de la realidad actual y, sobre todo, ofrece su colaboración. Es decir, que está dispuesto a poner en práctica las palabras del Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón…” (Gaudium et spes 1)
Conocer y sintonizar con el mundo actual
En los años sesenta, el Vaticano II alertó con los cambios profundos, en el orden social, psicológico, moral y religioso con los consecuentes desequilibrios del mundo moderno (GS 4-10). ¿Cómo sigue la situación cuarenta años después?
El mundo como aldea global. El mundo de los últimos años se ha convertido en una aldea en la que todos los vecinos se conocen, comunican y hasta comercian gracias a los medios de comunicación. Y es la aldea de las ”mil” culturas porque cada nación de esta aldea global vive su propia cultura y recibe el influjo de otras ajenas de manera que en ocasiones se forma una mezcla de lo global con lo particular.
Los cambios profundos, universales y acelerados. La crisis como tal consiste en el cambio o transformación acelerada y profunda que afecta a los criterios, costumbres, estructuras, instituciones y personas. La crisis como cambio es positiva, pero la crisis descrita, la actual, es negativa y se parece a un tren sin maquinista lanzado a toda velocidad.
Predomina el escepticismo ante los grandes valores. Para muchos, la situación actual les lleva a preguntarse: ¿vale la pena vivir y trabajar y amar al otro y luchar por la libertad, la justicia y la paz? La droga, el consumismo, retrasan la respuesta, pero no solucionan el problema. Ahí está el aspecto negativo cuando hablamos de crisis de valores: el cambio produce en muchas personas una grave desorientación ética, un descontrol serio en la conducta, una visión desvanecida de la existencia humana y una gran inseguridad a la hora de vivir la fe cristiana.
Confusión por las ideologías y por la presión mediática. Un gran porcentaje de personas, especialmente jóvenes, padecen la confusión por la mezcla de ideas diferentes y opuestas a la moral cristiana y las creencias religiosas que recibieron en la primera educación. La calle vence a la familia. No hay claridad y sí nuevas preguntas.
Como raíz profunda, la crisis de la trascendencia. Con las estructuras, han desaparecido valores fundamentales como son el altruismo, el amor a la patria, la conducta responsable, el poder robar impunemente y no hacerlo. Y por su puesto la fidelidad. Todo se relativiza y se ha llegado hasta el eclipse de Dios, a su muerte o a la indiferencia ante su existencia.
El hombre endiosado, no necesita de Dios y lo rechaza. Millones de personas viven de espaldas a Dios al que juzgan como un antivalor para el hombre. Con razón se lamentaba el Papa Benedicto XVI: el gran problema de occidente es el olvido de Dios.
Exaltación de la conciencia y de la libertad. En el trasfondo del mundo actual y como factor decisivo, está la exaltación del hombre en su libertad y conciencia que se manifiesta en el subjetivismo y relativismo, presente en toda la vida ético-religiosa. Además, domina el error de considerar como buenas las opiniones personales que se oponen al principio universal. Para muchos las decisiones democráticas son buenas aunque se viole el quinto, séptimo y octavo mandamiento.
Pasividad ante la injusticia social. El hecho es patente: unos pocos que tienen mucho (¿el 20%?) y unos muchos que tienen poco (¿el 80%?). Se palpa la injusticia en la desigualdad afrentosa que existe entre clases sociales, naciones y continentes, en el trato que los más favorecidos dispensan a personas, clases sociales o pueblos subdesarrollados. Y predomina la “cultura de la pasividad”, la ética del egoísmo tanto en personas como en grupos y comunidades nacionales e internacionales. Preguntamos en la actual crisis, a la hora de los “recortes” y hasta de la recensión económica: ¿quiénes serán los más perjudicados? Una vez más las clases sociales menos pudientes y los países del tercer mundo.
Clamor de liberación. Crece la lucha por las reivindicaciones como una constante en el mundo de hoy. Asistimos a un clamor universal de liberación: los pobres, más de mil millones, necesitan los medios para salir de la situación infrahumana. Tengamos presente ese 40% de la humanidad (unos 2. 700 millones) con menos de 2 euros al día. Y el problema de la deuda externa, de la pobreza, especialmente en África y que ahora está afectando a varios países de Europa. Para muchos, es solamente una anécdota las pateras y cayucos. Pero expresan la desesperación de quien arriesga la vida por llegar al “paraíso” de Occidente.
Liberación que reclaman otras personas. La mujer, que reivindica su papel en la sociedad frente al hombre; los que están sin trabajo, el joven que se rebela contra la autoridad de estructuras y de personas «mayores»; el marginado, que clama por el disfrute de unos bienes elementales, por un nivel de vida más digno; las minorías sociales, que protestan ante la prepotencia de los políticos; los pueblos subdesarrollados, que acusan a quienes les explotan y son factores decisivos de su indigencia. Sobran las razones para una justa indignación.
Dos revoluciones: el trabajo de la mujer fuera de casa que condiciona la vida familiar y la revolución sexual que afecta a la moral cristiana y a la conducta religiosa de muchos creyentes.
Crisis demográfica. Corre peligro el futuro genético de la humanidad. Impresiona la explosión demográfica en el tercer mundo y el “suicidio demográfico” en algunos países europeos.
Colapso inminente. Atentados contra la ecología. Por una parte existe un mayor dominio del hombre sobre la naturaleza con el peligro de la destrucción, de atentar contra el equilibrio cósmico. Y por otra, una veintena de científicos aseguran que el hombre puede llevar a la Tierra en el 2025 a una situación irreversible: un colapso inminente. Urge frenar el consumo y el crecimiento.
Angustia ante el futuro. La escasez de materias primas (una señal es el precio del petróleo) y de los alimentos de base, (especialmente para el Tercer mundo) y la creciente consumición que genera la angustia para el futuro inmediato, de modo especial por el cambio climático.
Las estructuras de pecado. La opresión y desigualdad del mundo actual quedan fortalecidas gracias a unas estructuras injustas, las denominadas estructuras de pecado. Algunos ejemplos: la vigencia de sistemas económicos que minimizan al hombre; la dependencia económica, tecnológica, política y cultural que mantienen las multinacionales; la necesidad en países subdesarrollados de vender las materias primas a bajo costo y comprar su manufacturación a precios que los hipotecan; la deuda económica de los países pobres cada vez mayor ante la insensibilidad de los que debían responder con generosidad; la carrera armamentista que dedica a las armas lo que hace falta para comer; el escándalo de las guerras, muchas de ellas planificadas para que siga adelante la industria bélica; la fuga de capitales y de cerebros en el tercer mundo, que impiden su desarrollo...
¿QUÉ HACER ANTE UN MUNDO en crisis tan universal y profunda? El texto conciliar citado termina motivando a los católicos: “La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Gaudium et spes 1). Quedan pendientes las posibles respuestas.
En una espiritualidad estructurada, cristiana o no, del creyente o del ateo, el protagonista, sufre por lo que afecta a los otros, procura conocer los mayores datos posibles de la realidad actual y, sobre todo, ofrece su colaboración. Es decir, que está dispuesto a poner en práctica las palabras del Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón…” (Gaudium et spes 1)
Conocer y sintonizar con el mundo actual
En los años sesenta, el Vaticano II alertó con los cambios profundos, en el orden social, psicológico, moral y religioso con los consecuentes desequilibrios del mundo moderno (GS 4-10). ¿Cómo sigue la situación cuarenta años después?
El mundo como aldea global. El mundo de los últimos años se ha convertido en una aldea en la que todos los vecinos se conocen, comunican y hasta comercian gracias a los medios de comunicación. Y es la aldea de las ”mil” culturas porque cada nación de esta aldea global vive su propia cultura y recibe el influjo de otras ajenas de manera que en ocasiones se forma una mezcla de lo global con lo particular.
Los cambios profundos, universales y acelerados. La crisis como tal consiste en el cambio o transformación acelerada y profunda que afecta a los criterios, costumbres, estructuras, instituciones y personas. La crisis como cambio es positiva, pero la crisis descrita, la actual, es negativa y se parece a un tren sin maquinista lanzado a toda velocidad.
Predomina el escepticismo ante los grandes valores. Para muchos, la situación actual les lleva a preguntarse: ¿vale la pena vivir y trabajar y amar al otro y luchar por la libertad, la justicia y la paz? La droga, el consumismo, retrasan la respuesta, pero no solucionan el problema. Ahí está el aspecto negativo cuando hablamos de crisis de valores: el cambio produce en muchas personas una grave desorientación ética, un descontrol serio en la conducta, una visión desvanecida de la existencia humana y una gran inseguridad a la hora de vivir la fe cristiana.
Confusión por las ideologías y por la presión mediática. Un gran porcentaje de personas, especialmente jóvenes, padecen la confusión por la mezcla de ideas diferentes y opuestas a la moral cristiana y las creencias religiosas que recibieron en la primera educación. La calle vence a la familia. No hay claridad y sí nuevas preguntas.
Como raíz profunda, la crisis de la trascendencia. Con las estructuras, han desaparecido valores fundamentales como son el altruismo, el amor a la patria, la conducta responsable, el poder robar impunemente y no hacerlo. Y por su puesto la fidelidad. Todo se relativiza y se ha llegado hasta el eclipse de Dios, a su muerte o a la indiferencia ante su existencia.
El hombre endiosado, no necesita de Dios y lo rechaza. Millones de personas viven de espaldas a Dios al que juzgan como un antivalor para el hombre. Con razón se lamentaba el Papa Benedicto XVI: el gran problema de occidente es el olvido de Dios.
Exaltación de la conciencia y de la libertad. En el trasfondo del mundo actual y como factor decisivo, está la exaltación del hombre en su libertad y conciencia que se manifiesta en el subjetivismo y relativismo, presente en toda la vida ético-religiosa. Además, domina el error de considerar como buenas las opiniones personales que se oponen al principio universal. Para muchos las decisiones democráticas son buenas aunque se viole el quinto, séptimo y octavo mandamiento.
Pasividad ante la injusticia social. El hecho es patente: unos pocos que tienen mucho (¿el 20%?) y unos muchos que tienen poco (¿el 80%?). Se palpa la injusticia en la desigualdad afrentosa que existe entre clases sociales, naciones y continentes, en el trato que los más favorecidos dispensan a personas, clases sociales o pueblos subdesarrollados. Y predomina la “cultura de la pasividad”, la ética del egoísmo tanto en personas como en grupos y comunidades nacionales e internacionales. Preguntamos en la actual crisis, a la hora de los “recortes” y hasta de la recensión económica: ¿quiénes serán los más perjudicados? Una vez más las clases sociales menos pudientes y los países del tercer mundo.
Clamor de liberación. Crece la lucha por las reivindicaciones como una constante en el mundo de hoy. Asistimos a un clamor universal de liberación: los pobres, más de mil millones, necesitan los medios para salir de la situación infrahumana. Tengamos presente ese 40% de la humanidad (unos 2. 700 millones) con menos de 2 euros al día. Y el problema de la deuda externa, de la pobreza, especialmente en África y que ahora está afectando a varios países de Europa. Para muchos, es solamente una anécdota las pateras y cayucos. Pero expresan la desesperación de quien arriesga la vida por llegar al “paraíso” de Occidente.
Liberación que reclaman otras personas. La mujer, que reivindica su papel en la sociedad frente al hombre; los que están sin trabajo, el joven que se rebela contra la autoridad de estructuras y de personas «mayores»; el marginado, que clama por el disfrute de unos bienes elementales, por un nivel de vida más digno; las minorías sociales, que protestan ante la prepotencia de los políticos; los pueblos subdesarrollados, que acusan a quienes les explotan y son factores decisivos de su indigencia. Sobran las razones para una justa indignación.
Dos revoluciones: el trabajo de la mujer fuera de casa que condiciona la vida familiar y la revolución sexual que afecta a la moral cristiana y a la conducta religiosa de muchos creyentes.
Crisis demográfica. Corre peligro el futuro genético de la humanidad. Impresiona la explosión demográfica en el tercer mundo y el “suicidio demográfico” en algunos países europeos.
Colapso inminente. Atentados contra la ecología. Por una parte existe un mayor dominio del hombre sobre la naturaleza con el peligro de la destrucción, de atentar contra el equilibrio cósmico. Y por otra, una veintena de científicos aseguran que el hombre puede llevar a la Tierra en el 2025 a una situación irreversible: un colapso inminente. Urge frenar el consumo y el crecimiento.
Angustia ante el futuro. La escasez de materias primas (una señal es el precio del petróleo) y de los alimentos de base, (especialmente para el Tercer mundo) y la creciente consumición que genera la angustia para el futuro inmediato, de modo especial por el cambio climático.
Las estructuras de pecado. La opresión y desigualdad del mundo actual quedan fortalecidas gracias a unas estructuras injustas, las denominadas estructuras de pecado. Algunos ejemplos: la vigencia de sistemas económicos que minimizan al hombre; la dependencia económica, tecnológica, política y cultural que mantienen las multinacionales; la necesidad en países subdesarrollados de vender las materias primas a bajo costo y comprar su manufacturación a precios que los hipotecan; la deuda económica de los países pobres cada vez mayor ante la insensibilidad de los que debían responder con generosidad; la carrera armamentista que dedica a las armas lo que hace falta para comer; el escándalo de las guerras, muchas de ellas planificadas para que siga adelante la industria bélica; la fuga de capitales y de cerebros en el tercer mundo, que impiden su desarrollo...
¿QUÉ HACER ANTE UN MUNDO en crisis tan universal y profunda? El texto conciliar citado termina motivando a los católicos: “La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Gaudium et spes 1). Quedan pendientes las posibles respuestas.