La esperanza, motivación para el anochecer y amanecer

Al terminar la temática sobre las impresiones de quien se encuentra cerca del anochecer-y del amanecer, surge una pregunta inevitable: ¿qué actitud y respuesta adoptar ante el anochecer -y amanecer? Con más claridad: ¿qué pensamos sobre la muerte como final del anochecer y sobre el amanecer como el comienzo de una vida nueva? Y más concretamente: ¿esperamos que después de nuestro anochecer tendremos la vida-amanecer prometida por Cristo? Firme es la respuesta del mensaje cristiano en el Credo; “creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna-perdurable” . Por lo tanto, el cristiano profesa fe en la esperanza: que tras el anochecer de la muerte vendrá el amanecer de la vida eterna, de la bienaventuranza.
Al finalizar el tema de la sección del blog que nos ha ocupado, afrontamos una respuesta un tanto conflictiva como es el de la esperanza porque son muchos los cristianos que niegan o desconocen o quedan indiferentes ante una virtud teologal, la esperanza, que responde y motiva para saber anochecer y amanecer. Se trata de una actitud y respuesta de valor excepcional porque abre nuevos horizontes al ser humano después de la muerte, llena de confianza ante la salvación posible y que anima a conseguir la felicidad anhelada con Dios en su gloria. Esta verdad de fe está fundamentada en la doctrina de Cristo y de modo especial en la redención y resurrección del Salvador.

¿Es la muerte el final del ser humano?
Cada persona tiene valores para su vida en este mundo pero ante la muerte se pregunta si tendrá vida en el más allá. La fe y la esperanza aseguran al cristiano una vida inmortal con victoria sobre la muerte. Se trata de una vida eterna porque el tiempo histórico será superado; vida plena con la resurrección futura; vida escatológica en el cielo que seguirá a la vida temporal en la tierra.
El “estreno” de una vida nueva después de la muerte.
Con la muerte termina la vida terrena del cristiano pero tras la muerte comienza una manera nueva de existir y de relacionarse como persona salvada. Los ojos nos dicen que la persona ha sido víctima de la muerte pero la fe presenta al cristiano unido a Cristo, vencedor de la muerte, instalado en la vida eterna.
Una vida inmortal: victoria sobre la muerte.
El cristiano vence a la muerte, es inmortal; posee la condición de quien no puede morir. Su “yo” transformado goza de inmortalidad, sobrevive a la muerte, adquiere otra forma de existencia superior al margen del espacio y del tiempo. El yo del hombre, con esta condición espiritual e inmortal, según la fe cristiana, continúa su existencia de vida eterna (salvación, muerte eterna, o condenación).
Una vida eterna con superación del tiempo histórico.
Si por la inmortalidad el yo cristiano vive sin cuerpo después de la muerte, por la eternidad, sus relaciones discurren al margen del tiempo histórico. Conviene precisar el sentido elegido y la distinción entre eternidad y vida eterna. A la duración del ser absolutamente inmutable en su esencia y en su operación se llama eternidad. En este sentido sólo Dios es eterno porque es absolutamente inmutable en su ser y en su obrar, y excluye todo cambio o mutación. La eternidad en sentido estricto es la negación de toda noción de tiempo; es un rasgo exclusivo de Dios.
La Vida eterna aparece como la fase final del Reino de Dios. Vida, y vida eterna, son absolutamente equivalentes (Jn 3,36; 5,24; 6,47-53s; 1Jn 3,14). Y Cristo es la fuente de esta vida (Jn 6,57; 14,19), él mismo es la vida (Jn 11,25; 14,6 1Jn 5,20) que ha venido al mundo para darle la vida (Jn 6,33; 10,10; 1Jn 4,9). Y ¿en qué consiste esta vida? “En que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). Y conocer, bíblicamente, implica una participación íntima de Dios, una comunión.
Una vida plena: cielo y resurrección. La vida nueva, inmortal y eterna, queda plenificada con el cielo de los bienaventurados y con la resurrección de todos los muertos. Para quien muere en la gracia de Cristo y purificado de sus pecados, el cielo, (vida eterna, visión beatífica o bienaventuranza), comienza inmediatamente después de la muerte.
Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde los comienzos del cristianismo un elemento tan fundamental de la fe que somos cristianos por creer en ella (Catecismo 991 y cf. 996). La Constitución dogmática del Vaticano II, la Lumen Gentium, presenta la resurrección como meta de la existencia vinculada a la parusía gloriosa de Cristo. La resurrección ocurrirá en el último día, a la llegada de Cristo, el día del juicio, al fin del mundo (LG 48; 51; GS 22).
Luego, la vida cristiana comprende la fase temporal y la escatológica.
La vida temporal es como un libro que se abre con la muerte. Quien ha muerto con el Redentor al pecado, con Él resucitará a la vida eterna prometida. Y más que “premio a la buena conducta”, el cielo es la plenitud del ser, del amor coherente para vivir con Cristo después de la muerte. La esperanza cristiana motiva fuertemente, porque quien estuvo unido a Cristo en la tierra, resucitado, seguirá viviendo en y con su Salvador en el cielo.
La fe muestra una serie de criterios que iluminan las dos fases de la vida cristiana: Jesucristo, Salvador en esta vida y resucitado a la diestra del Padre; el Reino de Dios que comienza en la tierra y que se consumará en el cielo; la persona con cuerpo y alma en la tierra, será el alma la que va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado por la virtud de la resurrección de Cristo; y la vivencia del Reino de Dios que comienza en la tierra se consumará en el cielo.
Jesucristo, salvador en esta vida y resucitado a la diestra del Padre.
La fe cristiana no duda al afirmar que solamente Cristo podía redimirnos de manera perfecta por su condición de mediador y camino de salvación, de sacerdote y buen pastor, de verdadero Dios y perfecto hombre, de la cabeza de la humanidad lleno de gracia y de verdad, de la cual todos participamos (Jn 1,14). Cristo vino para liberarnos: «con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida y.... nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado» (GS 22).
La Redención de Cristo abrió las puertas del cielo.
Toda la vida de Cristo converge al centro redentor. La pasión, muerte y resurrección del Salvador tienen como objetivos redimir a la humanidad del mal moral, del pecado; animar al hombre ante el dolor y la muerte con la esperanza del más allá de la vida humana y compartir el sufrimiento humano dándole un valor para después de la muerte. De manera extraordinaria, el Cristo Redentor abrió las puertas para que entrara el buen ladrón: “acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le responde: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 42. 43).

Todavía quedan por plantear y contestar dos preguntas decisivas: ¿por qué muchos rechazan la vida eterna? Y ¿en que se fundamenta la esperanza?
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