¿Cómo responde la fe cristiana a la eutanasia?-1-
“El caso del celador de una residencia de ancianos de la ciudad de Olot va en camino de convertirse en uno de los sucesos más espectaculares de la delincuencia de los asesinos en serie que se haya producido en España….Asimismo, este suceso debe abrir una reflexión profunda y serena encabezada por la siguiente cuestión: si estando absolutamente prohibido por el código penal el dar muerte a una persona, aún contando con la voluntad de la misma, si teóricamente existen todos unos procedimientos que permiten determinar si una muerte ha sido natural, ¿qué sucedería si una legislación favorable a una eutanasia light cubriera de zonas de sombra, facilitara áreas de impunidad a actos que tuvieran como finalidad matar a una persona, porque se considera que sufre demasiado o que ya no tiene ningún papel en este mundo? En una sociedad como la nuestra, donde el valor de la vida humana es juzgado en términos relativos, que está cada vez más acostumbrada a pensar que una persona que presenta deficiencias es mejor que no nazca, tiene el camino expedito a procurar la muerte de aquellos adultos que se encuentran instalados en esta situación, con un hecho añadido: su muerte generalmente reporta ventajas de algún tipo porque antes han sido ya vistos como un estorbo” (En Religión digital: ForumLibertas).
Una vez más, al “no” rotundo de la ética a la eutanasia se une el rechazo de la fe con las verdades que fundamentan la respuesta cristiana.
Para comprender la eutanasia desde la fe
La respuesta cristiana sobre la eutanasia se comprende mejor cuando desde la fe se contempla a:
Dios como fundamento de la dignidad humana, como Señor de la vida y de la muerte y el que tiene la iniciativa para llamar a la vida temporal y a la escatológica;
Cristo, defensor de la vida como valor fundamental. El afirmó que lo absoluto y supremo es Dios y su Reino. Para el Maestro quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien la pierda por su causa (el amor, el Reino de Dios), la encontrará;
el hombre como receptor de la vida dentro del contexto de salvación. No es el hombre un dueño absoluto que elige la hora de su muerte, sino un administrador de toda su vida, de la que debe dar cuenta ante Dios Juez. El cristiano puede dar o acortar su vida por el servicio a Dios, al prójimo y a la comunidad, pero sin atentar directamente contra la vida;
la muerte como puente entre la vida humana y la eterna, como paso necesario para el abrazo definitivo con Dios, como final de un proceso de responsabilidad o irresponsabilidad y como signo de la muerte del pecado (Mt 10,28; GS 13);
. el dolor como vinculación misteriosa con los planes de Dios y como solidaridad con Cristo que compartió nuestro sufrimiento y, muriendo en la cruz obediente a la voluntad del Padre, abrió el camino de la salvación y nos redimió. El moribundo no es una persona inútil, sino, más que nunca, miembro del Cuerpo místico, que necesita amor y cuidado para superar su indigencia (Mt 25,40; 1 Cor 12,22);
la aceptación como actitud y respuesta. Ante Dios Señor, el destino escatológico, la realidad frustrante del dolor y la muerte como aparente final, cabe el rechazo o la aceptación. Por la fe sabemos que «si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rom 14,8; Flp 1,20);
el enfermo grave como una persona necesitada no sólo de cuidados terapéuticos, sino de un trato humano, de calor interpersonal. El enfermo es Cristo, a quien se «visita», acompaña, anima y con quien se comparte su dolor, su angustia y esperanza.
El rechazo firme de la Iglesia
Además de los criterios enumerados, el fundamento para rechazar la eutanasia radica en la aplicación de los textos bíblicos sobre el suicidio y el homicidio. Para toda situación rige el «no matarás al inocente y al justo» (Ex 23,7). Entre los crímenes contra la vida, el Vaticano II enumeró: los «homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado» (GS 27).
Antes de la Evangelium vitae (1995), la respuesta del Catecismo de la Iglesia (1992) es contundente: “cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre” (CIC 2277).
Una respuesta más completa en la Encíclica de Juan Pablo II sobre el Evangelio de la vida
Una vez más, al “no” rotundo de la ética a la eutanasia se une el rechazo de la fe con las verdades que fundamentan la respuesta cristiana.
Para comprender la eutanasia desde la fe
La respuesta cristiana sobre la eutanasia se comprende mejor cuando desde la fe se contempla a:
Dios como fundamento de la dignidad humana, como Señor de la vida y de la muerte y el que tiene la iniciativa para llamar a la vida temporal y a la escatológica;
Cristo, defensor de la vida como valor fundamental. El afirmó que lo absoluto y supremo es Dios y su Reino. Para el Maestro quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien la pierda por su causa (el amor, el Reino de Dios), la encontrará;
el hombre como receptor de la vida dentro del contexto de salvación. No es el hombre un dueño absoluto que elige la hora de su muerte, sino un administrador de toda su vida, de la que debe dar cuenta ante Dios Juez. El cristiano puede dar o acortar su vida por el servicio a Dios, al prójimo y a la comunidad, pero sin atentar directamente contra la vida;
la muerte como puente entre la vida humana y la eterna, como paso necesario para el abrazo definitivo con Dios, como final de un proceso de responsabilidad o irresponsabilidad y como signo de la muerte del pecado (Mt 10,28; GS 13);
. el dolor como vinculación misteriosa con los planes de Dios y como solidaridad con Cristo que compartió nuestro sufrimiento y, muriendo en la cruz obediente a la voluntad del Padre, abrió el camino de la salvación y nos redimió. El moribundo no es una persona inútil, sino, más que nunca, miembro del Cuerpo místico, que necesita amor y cuidado para superar su indigencia (Mt 25,40; 1 Cor 12,22);
la aceptación como actitud y respuesta. Ante Dios Señor, el destino escatológico, la realidad frustrante del dolor y la muerte como aparente final, cabe el rechazo o la aceptación. Por la fe sabemos que «si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rom 14,8; Flp 1,20);
el enfermo grave como una persona necesitada no sólo de cuidados terapéuticos, sino de un trato humano, de calor interpersonal. El enfermo es Cristo, a quien se «visita», acompaña, anima y con quien se comparte su dolor, su angustia y esperanza.
El rechazo firme de la Iglesia
Además de los criterios enumerados, el fundamento para rechazar la eutanasia radica en la aplicación de los textos bíblicos sobre el suicidio y el homicidio. Para toda situación rige el «no matarás al inocente y al justo» (Ex 23,7). Entre los crímenes contra la vida, el Vaticano II enumeró: los «homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado» (GS 27).
Antes de la Evangelium vitae (1995), la respuesta del Catecismo de la Iglesia (1992) es contundente: “cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable. Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre” (CIC 2277).
Una respuesta más completa en la Encíclica de Juan Pablo II sobre el Evangelio de la vida