"Un pequeño pez de colores / deambula cansado en el cristal claro, /suspendido en medio del agua, /con grandes ojos asombrados". Pavese ve esto en uno de sus poemas. ¿Quién de nosotros no ha tenido alguna vez un pez de colores en una pecera? Pobre pececito, víctima de nuestros cuidados. Ver su color rojo dorado nos llena de alegría.
¿Pero sus ojos? ¿Qué ve un pez de colores moviéndose dentro de una pecera? No hay temblores ni olas en el abismo de una pecera, pero parece recordar ese abismo que vive dentro de cada uno de nosotros y en el que brillan, como fosforescentes, los escalofríos de nuestras angustias.
El hombre es un abismo y ese cuenco de agua es un recordatorio incongruente e irónico de este abismo. Pero si miramos de cerca, si observamos atentamente, distinguimos dos puntos negros, los ojos negros del pez de colores. Son ojos abiertos de par en par más allá de ese cristal: están ahí embriagados, abiertos y grandes, dispuestos a golpear contra una pared invisible para afirmar que en otra parte hay un espacio, tal vez un océano.