La propiedad privada es, en su esencia, sólo un instrumento para el respeto del principio del destino universal de los bienes Laborem exercens: de la dignidad y la liberación
La oposición entre capital y trabajo es contraria a la naturaleza de los medios de producción y a la de su posesión, pues por su mismo origen y fundamento, la propiedad tiene como fin servir al trabajo
En la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1981, Juan Pablo II dio a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad, la encíclica Laborem exercens (LE), celebrándose este año el cuarenta aniversario. A su vez, la LE conmemora el noventa aniversario de la primera encíclica social, Rerum novarum (RN), que este 2021 alcanza los ciento treinta años.
El trabajo humano es el centro neurálgico de la encíclica de Juan Pablo II; un trabajo que refuerce la vida plena y la dignidad de las personas que son el centro de toda actividad laboral, en unas circunstancias de ayer y que hoy se han hecho realidad: «la introducción generalizada de la automatización en muchos campos de la producción, el aumento del coste de la energía y de las materias básicas; la creciente toma de conciencia de la limitación del patrimonio natural y de su insoportable contaminación; la aparición en la escena política de pueblos que, tras siglos de sumisión, reclaman su legítimo puesto entre las naciones y en las decisiones internacionales. (...). Estas condiciones y exigencias nuevas harán necesaria una reorganización y revisión de las estructuras de la economía actual, así como de la distribución del trabajo. Tales cambios podrán quizás significar por desgracia, para millones de trabajadores especializados, desempleo, al menos temporal, o necesidad de nueva especialización; conllevarán muy probablemente una disminución o crecimiento menos rápido del bienestar material para los Países más desarrollados; pero podrán también proporcionar respiro y esperanza a millones de seres que viven hoy en condiciones de vergonzosa e indigna miseria.» (LE 1).
Esta concepción del hombre y de su trabajo es muy diferente de la comprensión griega que tiene su ideal en el ocio y considera el trabajo como algo inferior y negativo. El pensamiento griego es la cultura de una clase dominante, heroica, que se instala sobre poblaciones anteriormente existentes en Grecia, y al tener un sistema de esclavitud no siente la necesidad de grandes desarrollos técnicos. En cambio el pueblo hebreo ha sido largamente esclavizado en Egipto y en Babilonia, tiene la experiencia de la cultura de los oprimidos y la sublima en grandes experiencias religiosas.
El Pastor de Hermas contiene una bella alusión sobre la indignidad del sufrimiento material del hombre: «Yo, por mi parte, os digo que es necesario que todo hombre se vea libre de sus necesidades. Pues el que está necesitado y sufre estrecheces en su vida cotidiana, está en gran tormento y angustia. Así, pues, el que libre el alma de este tal de su estrechez, se adquiere para sí un grande gozo. Porque quien en tal calamidad se halla, sufre igual tormento y se tortura a sí mismo como el que está en la cárcel. El hecho es que muchos, por tales calamidades, al no poderlas soportar, se dan a sí mismos la muerte. Por tanto, el que conoce la calamidad de tal hombre y no le libra de ella comete un gran pecado y sehace reo de la sangre de él. Haced, pues, buenas obras los que recibisteis riqueza del Señor…». (Cap. IV, núms. 2-4).
Es la reivindicación de la persona como centro y sujeto: «A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”» (LE 6).
También los Padres de la Iglesia Oriental y Occidental han señalado la dignidad del trabajo, y así San Gregorio Niseno dice que, al asemejarnos a Dios, somos artífices de esa semejanza. Esto se da de una manera dinámica porque no somos como estatuas inertes, sino que, con nuestras obras reproducimos la imagen de Dios y de esa forma se convierten en alabanzas al Creador. Para San Juan Crisóstomo, ser imagen y semejanza de Dios, quiere decir hacerse cargo del dominio sobre la tierra que recibió desde su creación, y también afirmaba que mayor dicha es dar que recibir; para San Gregorio Niseno implica vivir la misericordia, la mansedumbre, la humildad, la paz, la justicia, el amor sincero con todos.
En los Padres de la Iglesia Latina, San Agustín relaciona la familia con la propiedad, por eso agrega que, para vivir en familia es necesario una casa y un bien familiar, algo de rabiosa actualidad. San Jerónimo habla del trabajo en relación a la apertura solidaria con los más necesitados. Por eso dice que el que tiene un oficio honesto no debe remediar sólo sus necesidades, sino también las del pobre. San Ambrosio, por su parte, relaciona el trabajo con la religión y afirma que somos obreros de Dios y de Él esperamos el premio a nuestros trabajos. También señala que somos asalariados de Cristo, quien nos ha dado trabajo en su viña y nos tiene preparado el salario en el cielo.
Si la RN es, ante todo, una apasionada defensa de la inalienable dignidad de los trabajadores, a la cual se une la importancia del derecho de propiedad, del principio de colaboración entre clases, de los derechos de los débiles y de los pobres, de las obligaciones de los trabajadores y de los patronos, del derecho de asociación; la LE enriquece la visión personalista del trabajo, característica de los precedentes documentos sociales, indicando la necesidad de profundizar en los significados y los compromisos que el trabajo comporta, poniendo de relieve el hecho que «surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionados con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la vez, está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento, y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social, dentro de cada Nación y a escala internacional». Por ello continúa: «En efecto, el trabajo, “clave esencial” de toda la cuestión social, condiciona el desarrollo no sólo económico, sino también cultural y moral, de las personas, de la familia, de la sociedad y de todo el género humano».
También acierta en esta línea Sebastián Aguilar (Iglesia Viva 97-98): «El trabajo, podríamos decir la condición de trabajador, la laboriosidad, pertenece a la naturaleza misma del hombre. Vale la pena insistir en esta idea; el trabajo no solamente es necesario y obligatorio para poder hacer o poseer cosas, es que solamente trabajando el hombre se realiza a sí mismo como señor de este mundo, independientemente de que haga muchas cosas o pocas, sencillas o complejas, mediante el ejercicio de su inteligencia o la habilidad de sus manos».
Una importante consecuencia que apunta la encíclica (LE 13) es que «La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de producción y ni siquiera en la del proceso económico en general. Tal proceso demuestra, en efecto, la compenetración recíproca entre el trabajo y lo que estamos acostumbrados a llamar capital; demuestra su vinculación indisoluble».
Por lo tanto, la oposición entre capital y trabajo es contraria a la naturaleza de los medios de producción y a la de su posesión, pues por su mismo origen y fundamento, la propiedad tiene como fin servir al trabajo.
En definitiva, la propiedad privada, en cualesquiera que sean las formas concretas de los regímenes y de las normas jurídicas a ella relativas, es, en su esencia, sólo un instrumento para el respeto del principio del destino universal de los bienes, y por tanto, en último análisis, un medio y no un fin. La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de cualquier forma de posesión privada (CDSI 375 y 376).
Este buen propósito y meta de la Iglesia, no nos debe hacer negar una realidad más prosaica y lamentable, que no es excepcional en las instituciones eclesiásticas: no ver el rostro del Cristo trabajador y pobre en las personas a su cargo, de una u otra forma, pues como dice Francisco algunos de los líderes o responsables de realidades eclesiales, tienen dos «obstáculos»: «El deseo de poder» y «la deslealtad» al Evangelio.